lunes, 7 de octubre de 2013

CUENTOS BATIDOS (con Federico Tinivella)


                                     Parte I


La estrategia del caracol


El caracol es un molusco gasterópodo de concha revuelta en espiral, cuerpo prolongado y dos o cuatro tentáculos en la cabeza, que llevan los ojos en las extremidades.
Ahora suenan sirenas, la avenida principal se infectó de patrulleros. Se acercan, se aproximan al lugar de los hechos. Me siento indefenso, y esa indefensión me abruma, me somete, me cago encima, agacho la cabeza. Extiendo los brazos y me entrego como se entregan las escamas del sábalo a la creciente o a la concupiscencia del anzuelo. Esas palabras vacuas que anuncia el cana se asemejan a la prosaica perorata que otorgaba el cura del colegio secundario cada vez que nos encontraba fumando en el laboratorio. Ese machete tenso que flagela cada espacio desconocido de la espalda, se achica y se ensancha y su achicamiento y ensanchamiento es directamente proporcional a mi grito primal, a mi movimiento occipital, a cada incisión clandestina del intestino.
Introducen el cuerpo crujiente en la lúgubre hendidura del auto, los pantalones manchados arruinan el tapizado. Mis ansias por camuflarlo, un instante de culpa o la retórica pregunta de siempre, ¿por qué tuve que hacerlo?, si es que hubiese una razón, tal vez no me lo preguntaría.
El caracol de monte o serrano es de color blanquecino con listas negras a lo largo y con la superficie de la concha áspera. Es muy estimado.
Ahora sé que llueve, que las frutillas las comeré sin crema, que tendré que hacerme evangelista, que tendré que escribir un poema en la pared, que el camino hasta Coronda tiene algunos pozos. No sé si habrá papel, agua o bicarbonato, si la sentencia se dictará pronto, si podré llamarla, si podré escapar, si menguará la lluvia.
Pero el hedor nos abarcaba, la nauseabunda pestilencia delataba, se convertía en la única prueba del delito. Ni las ventanillas bajas, ni la contención de la respiración podrían sustentar la ocultación, la vergüenza y las flatulencias. Los dos uniformados que tripulaban el patrullero comenzaron a recriminarse uno al otro, suponiendo que el exceso de confianza, la estupidez o la hamburguesa del carrito estaban haciendo efecto. Bastaría con que yo inclinase mi cuerpo para alguno de los dos costados para que se dieran cuenta, para que los golpes vuelvan. Y así fue cómo de repente el que se sentaba a mi izquierda avizoró la mancha feroz, amarronada, como se amarrona la piel del camalote al oleaje impertinente del río o a los bordes. Advirtieron intempestivamente cómo esa pasta, parecida al engrudo que precede una torta, les había manchado la estética del asiento trasero y les había entorpecido la inhalación.
El caracol moro es de concha blanca, pero de boca negra, mientras que el sapenco es verdoso con rayas pardas, es común, pero poco apreciado.
¡Oh crudos manzanares, oh desnudos aromas de mis bosques arrayanes!, invoqué el perfumal desquicio de todos los olores, ¡Inúndenme, satúrenme ya!, les dije, implorando, pero el maldito había visto la mancha, ¿Nunca se cagaron encima?, pensé, en voz alta y fui zurrado con brutalidad. Rojas, vamos a tener que detener al masculino en una estación de servicio, masculló Albini, a lo que Rojas respondió, Albini ésa no era la idea, Rojas, y qué hacemos con tanta mierda, le ponemos un desodorante de ambiente en el orto, Albini, tenés razón Rojas, hagámoslo de una vez. Fue entonces que desacatando la orden de los superiores Juan Rogelio “A cara lavada” Albini y Francisco “El burrito” Rojas, se dirigieron sin más a la estación más cercana, buscar la más lejana hubiera sido traumático porque el olor en el habitáculo era ya nauseabundo. El olor era el de un cuerpo de lechón en descomposición, un lechón alimentado en un basural donde se arrojaban desechos químicos de una empresa que fabricaba patines, aparte el lechón era feo, no tenía las caritas tiernas de los lechoncitos que uno ve en las bandejas de navidad, éste era el lechón más feo del mundo, pero igual había sido feliz.
Ingresé en el lavabo con las piernas abiertas como si tuviera quebrada la cadera, los oficiales me tomaban de ambas manos, me llevaban como a una novia al altar, una novia cagada y masculina. Estábamos en Circunvalación, los baños ruteros suelen disponer de duchas para los camioneros, insistí entonces para ser llevado a ese sector, no quería limpiarme con la ayuda de una canilla, una vez lo hice con la ayuda de un canillita pero eso ya es historia. Albini y Rojas aceptaron y eso fue su perdición, mi banda, “Los caracolitos”, nos seguía en la cupé, cuatro animales deseosos de venganza. El Rata, El Laucha, El Hamster y El Murciélago, todos bajo mi mando, yo, El Caracol, así me puso una novia de la primaria, por baboso. Ahora cuando me preguntan en algún evento social lo de caracol, digo que se trata de una metáfora relacionada con el hecho de que yo mantengo mi casa con mis hombros, una carga que llevo, pero que me hace bien digo y después hablamos de otras cosas, mi tema favorito son las adivinanzas. A las pibas les tiro las preguntas y ellas buscan, buscan hasta dar con la respuesta, pero nunca dan y me dicen, esperá un ratito que voy a preguntarle a un amigo y no vuelven más y yo pienso que lo hacen por vergüenza, porque no pueden dar con la repuesta, ¡qué tontas!, yo las hubiera querido igual, no me importa su nivel cultural, pero no aprenden y todas siempre desaparecen para resolver ese acertijo que yo les entrego como un Mesías.
Entramos al vestuario, Albini y Rojas, se quedaron del otro lado de la puerta, mientras yo desnudaba mi cuerpo esbelto y envidiado en todo barrio Las Flores, paquete, recuerdo me decían por mis puntas terminadas en ángulos.
Y ocurrió, mis tres roedores y el otro, un mamífero quiróptero, parecido al ratón, pero con los dedos de las manos muy largos y unidos por una membrana que se extiende desde el cuello hasta las patas y la cola y le permite volar, ¿qué es?, adentráronse en el sector de las duchas. Francisco “El Burrito” Rojas, meaba, eso facilitó las cosas, no hubo más que sujetarlo de aquel manguerón para que quedara inmovilizado. Esa toma, El Rata la había aprendido en el microcine de la cortada cuando iba a sacarle unos pesos a  algún vejete degeneradón, si este se propasaba, ponía en funciones su destreza en el arte marcial, que todos habíamos aprendido en el local del Chino González, que había ido a buscar un dan a otras tierras, de ahí su fama de homosexual. Albini por su parte fue reducido por El Hámster, El Laucha y El Murciélago. ¡Qué momento aquel! Los atamos, el laucha cuidaba ahora la puerta, con mi vaquero batallado les acerqué los rostros y les tapé sus bocas, sutil venganza la mía, El Caracol había triunfado, le había birlado a la ley la posibilidad de tenerle en una de sus instituciones correccionales.
Abrimos la puerta y sentimos una ráfaga de fuel oil que nos invadió como un perfume Paco, nos miramos y superpoblamos la cupé. ¡A Cosquín! dije, esta noche toca La Renga. Así partimos, raudos, locos y estallados, no me vai cagá el asiento, escupió El Rata y la sacó arando.
Hacer caracoles.frs.fig. Dar vueltas a un lado y a otro desviándose del camino recto.



 Felipe, el clavadista inoportuno


Felipe no tenía ojos de besugo, ni de gato o pavo real, no tenía ojos de perdiz, de pollo, blandos, turnios, reventones o saltones. Felipe no tenía ojos de buey u ojo clínico, los ojos de él eran normales. La nariz de Felipe no era recta, repulgada, aplastada, inclinada o respingada, no cabía en él el mote de narigón, narizota, narizudo o narigueta, su nariz era normal. Felipe no era gordo ni flaco, alto ni bajo. Felipe, entonces,  a sus tiernos 14 años, era un pibe normal.
Llegó tarde al natatorio esa tarde, antes había pasado por los vestuarios para mirarse al espejo y comprobar que era un pibe normal, esto no dejó de regalarle un dejo de insatisfacción, ya que los adolescentes buscan en general diferenciarse. Una cuestión de rebeldía infantil, se tatúan la espalda, se perforan el rostro, compran remeras de rock negras, escuchan a Los Piojos, usan gorras de béisbol y pasan largas horas en los ciber o en el drugstore. Pensando esto él se dio cuenta de que no era tan normal, era más bien distinto, al ser normal era distinto y sonrió frente al espejo ante semejante ocurrencia, y éste le devolvió, como era de esperar, una sonrisa.
En la pileta estaban sus amiguitas del club, que miraban siempre a los de afuera, a los otros, solamente por eso, por ser otros o ser de afuera. Este comportamiento se ve fundamentalmente en los colegios de monjas, las niñas, cansadas de ver niñas, se babean con el jardinero o el albañil que viene a colocar azulejos al baño. Pareciera que el mundo no existe, que no viajan en colectivo o tienen vida social, baste que un profesor de educación física llegue al colegio para que se arme terrible alboroto. En el club pasaba algo parecido, todo lo que no era del club era mejor o menos aburrido. Felipe pensó entonces dejar el club, para intentar desde afuera colonizar la mirada de esas niñas, después se arrepintió.
En la pileta el guardavidas se paseaba con su silbato pegado al pecho, mandoneando a los más niños y pavoneándose con las solteritas jóvenes. El guardavidas no quiere que lo llamen bañero, “el bañero limpia los baños”, repiten a coro los guardavidas de todas las piletas del mundo, menospreciando el trabajo de limpiador de baños. Al unísono repite uno en una alberca en Ohio, repite también un guardavidas de las Islas Verdes, y no deja de hacerlo otro que se asolea en las Azores.
Felipe no era Felipe Eduardo León Van Tieghem, un botánico francés, también ilustre hombre de ciencia, que dio a la anatomía vegetal una precisión desconocida hasta su tiempo. Van Tieghem realizó sus trabajos cerca de 1900, y dejó una clasificación nueva en el reino vegetal, que ha regido y aún rige algo modificada, en las escuelas. Felipe no era Van Tieghem y tampoco quería serlo. Esto no quita que nuestro Felipe amara las plantas y mucho, llegó a escribir con sus diminutas manos un poemita a una de las plantas que adornaban la parte inferior de la ventana de su habitación. Decía más o menos así: “tú que tientas al tiempo tonta margarita, no te pases de lista, tú también morirás como esa ratita”. No hay duda de que este poema oscuro, que nos lleva a repensar el motivo de nuestra fútil existencia, fue escrito por un niño prodigio y si bien Felipe no era Van Tieghem podemos encontrar en su cuaderno de anotaciones un poema con fuerte contenido botánico. Antes de entregarlo a nuestro amado lector aclaremos que la palabra verticilo en botánica es el conjunto de tres o más hojas, flores u otros órganos, que están en un mismo plano alrededor del tallo. El poema constituye casi un canto mántrico de inusitada precisión y profundidad, contra el telón de fondo de una época signada, entre otros males, por la indiferencia y la injusticia, este poema sale a la luz marcado por algunos rasgos que no dejan de construir un homenaje a lo súbito, al anhelo de encontrar rastros que son trabajos de la magia en acto, o del alzamiento de unos bordes en los que es posible reconocer la encarnación de la palabra poética como lengua siempre furtiva, amada hasta el extremo. A continuación, el poema: “¡Oh verticilo, no caigas!”. Sin duda  encontramos aquí, además de lo ya señalado, el reflejo del compromiso con la naturaleza de nuestro Felipe.
Y por encima de cualquier definición aristotélica, él tenía su propia ética, al menos la que consideramos parte de todo chico normal sometido a la pertinaz irrupción de toda naturaleza. Después de haber desechado parte de su líquido inorgánico en las fauces de un mingitorio ávido, Felipe decidió romper un récord. Caminó despacio hasta la superficie plana del trampolín, una vez sumergido en las oleadas de la reclusión, los maremotos de la mente, intentó realizar su proeza, su hazaña Inmaculada, dar cuatro vueltas en el aire y clavarse en la mirada acuosa de las niñas.
Desde allí arriba el agua no parece agua, la altura no parece altura, los pies no parecen pies. Lo único que parece lo que es, lo único certero, la única verdad es la sensación de orinar otra vez. En ese momento Felipe pudo haber escrito diez poemas más, la culminación de su obra, pero lo invadía el miedo, la inseguridad y la expectativa por convertirse en héroe nacional. No tenía frío pero la piel de gallina lo inquietaba, no aguantaba más, tal vez un atisbo de exhalación lo echaría todo a perder. Miró hacia abajo, no había movimiento alguno, pensó estrellarse contra la pétrea castidad del pavimento, pensó en su abuela, en su perro salchicha, en la profesora de actividades prácticas, en los inodoros acondicionados a la necesidad de un clavadista, en la inundación, pero ya no había vuelta atrás, no podía retroceder.
Como un chorro de lava ardiente, comenzó a sentir un río proveniente del interior de su malla, que recorría su pierna izquierda hasta el tobillo. Pensó sucumbir en la vergüenza, adentrarse en el emotivo mundo de los no clavados. Consideró inapropiado recaer en el líquido fosforescente. Y así fue como su propia naturaleza le acababa de jugar una mala pasada. Felipe patinó como nunca antes lo había hecho, y eso que sabía perfectamente que no se trataba de una cuestión meramente vocacional, desplazó su cuerpo de chico normal sobre la superficie plana del trampolín orinado, y cayó desplomado sobre el agua hundiéndose en las profundidades del epílogo, este poema lo escribió en la sala de cuidados intensivos del hospital Centenario: "¡Orín del Rin, preconizado, hazmerreír en otro ring!".



Alanis me da su teléfono


Las nubes explotaban como sandías en una  ardiente autopista, después de que un camión que  las llevara frenase, ante la aparición de un OVNI, o eso fue lo que creyó ver Santiago Álvarez, obrero de la construcción que como changa manejaba un camión, no de caudales, sí de frutas rebosantes de visualidad. Las nubes explotaban esa noche en el firmamento de una Rosario convulsionada por la Fiesta de las Colectividades. La maldición gitana colaba gotas de lluvia por un ácido pentagrama, una paciencia aguachenta  prometía el diluvio empedrado en otro calendario. Las niñas se dirigían a prisa, con sus paraguas a cuestas por si las moscas, presas de la emoción, la ansiedad y un deseo inconfesable por pisar unas vez más el escenario mayor donde una vez cantara León Gieco. Todas querían bailar, todas querían mostrarle al enardecido público de dónde venían, sus ropas, sus danzas, sus andanzas, querían salir en De 12 a 14 algún mediodía rosarino. La feria reciclaba el sueño de un hormiguero de gente (así lo vería un potencial suicida, encaramado en la cúspide del Monumento a la Bandera). Había quien se detenía en Grecia, quien lo hacía en Japón, otros más osados comían en Irak, algunos insolentes vomitaban mariscos y zurracapote sobre el pasto rayano al río.
Las nubes explotaban como pirotecnia cosechando dedos, aquella noche, rebotaban  brillos macabros en el lecho y en el techo de Alanis Oreiro, vedette, para más datos. La recuerdo de joven, cuando yo aún era un purrete correteador de baldosas húmedas, mi madre me amarraba durante horas con una soga a las rejas de la ventana. Aún conservo las cicatrices de los poderosos lazos que marcaron mi prisión infantil. ¡Qué tiempos aquellos!... Alrededor de las ocho, Alanis llegaba envuelta en sus fragancias, su Chanel number five, con sus pelucas rubias tan glamorosas. Siempre la adoré, me arrojaba un beso desde su altura y yo me descomponía sin remedio, siempre fui alérgico a los perfumes, odiaba a mis compañeritos de colegio que me traían el kit Pibes para mi cumpleaños. Luego, de adolescente odié el aroma de las toallitas Siempre libre. Nunca entendí el hilo dental o las pastillitas de menta luego de comer ajo. Sólo buscaba un poco de acción pero, feroz destino, Alanis Oreiro nunca quiso hacerlo conmigo: “vedette no come pebette”, decía, entre burlona y trágica, poniéndole a pebete otra t.
La Oreiro nunca pudo arrancar de Pichincha. En sus comienzos prometía, prometía sexo a cambio de dinero y ahí quedó. Intentó una vez grabar un elepé, pero su voz carcomida por el cigarro y la ginebra, no encajaba en la época. Sin embargo, hay un registro de uno de sus temas que supo sonar más de una vez en FM Paraguay y que motivó también más de una presencia suya en la mencionada emisora. El tema con que Alanis se metió en todos los hogares de barrio Cristalería más de una tarde era Encorvada en mi Corvette, con doble t, como a ella le gustaba señalar en cuanta ocasión tuviera o tuviese.
Las nubes estallaban como huevos fritos anegados en una sartén sucia y olorienta, “seguro que no es Essen”, decía mi tía, que era promotora de semejante producto de calidad comprobada. Yo tenté por segunda vez encaramarme en el edificio del amor; la primera tuve un traspié, la segunda podría ser mejor pensé. La primera, y no puedo olvidarlo, fue apenas terminado el colegio secundario. Esperé cinco años para ello, los padres de la chica no querían que se enganchara con un compañerito de curso y ella cumplía al pie de la letra con las indicaciones de sus progenitores. Después de la graduación, recuerdo, me le insinué, le vomité todo mi amor virgen, llené de vómito tarros y tarros de pasión y eso la indigestó. Nunca nos besamos, nunca salimos a correr por la costanera juntos, ni tomamos un helado en Twinky, pero yo sé que ella nunca podrá olvidarme, prefirió a ese profesor degenerado que se la llevó lejos para llenarla de pendejos. Bien, pero eso es historia y a las palabras se las lleva el viento, y ahora estaba yo intentando de nuevo después de diez años de duelo. Me esforcé, me preparé duro, leí y estudié a Benedetti, con dos t, la sombra de Alanis se cernía sobre mí y el poeta Cernuda que también leí. Devoré a Girondo y Debora Warras, escritora y sexóloga, trituré a Lorca y a Tito Lecture. Los leí a todos, todos los que hablaban de amor. Aprendí cocina y jardinería para llegar a entenderla. No quería estar a las puertas de un nuevo fracaso, ni en la antesala del horror, ni en la habitación del pánico, ni en el taller del Chori. Yo quería crear mi propio espacio, pero para dos, pero ¿dónde estaría ella? “Tenés que salir a buscarla”, me decía una voz interior y toda la familia, que ya no me soportaba. “Andá a beber de las calles, de las zanjas”, qué asco, pensaba yo, pero igual seguí los consejos y salí. ¿Qué loco, no?, el mundo, sus grandes edificios, sus puentes magníficos, los fuegos de artificio sobre los puentes, los puntos de venta, los de sutura, los bondis. Todo había cambiado después de mi duelo, parecía Ulises Dumont saliendo de la cárcel, parecía Nelson Mandela, bueno, más o menos.
Y volví a intentarlo, caminé horas, siempre en círculos para no perderme, hasta que  di con Alanis Oreiro que volvía de la Feria de las Colectividades, con su pomposa belleza habitual. No hablamos mucho, me dijo que me extrañaba,  que ahora vivía en zona sur, que siempre le dio pena verme atado a una reja, pero ella nada podía hacer, porque ya demasiado se metía en vidas ajenas como para…
Alanis me dio una tarjeta con su número de celular, me alegró saber que había cambiado de profesión, y hasta de nombre, en su tarjeta decía Mirta Alegrand, masajista profesional. Guardé ese cuadriculado tesoro de cartón como un cofre en una cofradía, lo deposité con esmero y precisión en el bolsillo de mi bermuda, yo intuía que podría ser feliz con Alanis Oreiro y con Mirta Alegrand, debía intentarlo, al menos.
Pero no nací para el amor, para amar, nací para el olvido, la presión, la imprecisión. Lo feo es experimentarlo en carne propia, olvidarse las pocas monedas, olvidarse las semillas de Puta Parió que querían ser germinadas en el jardín de la nona, el cortaplumas, las llaves de casa, olvidarse la casa. Olvidarse el pasacalle, la calle y el número, el reproductor de mp3, los profilácticos, el antivirus, el encendedor prendido, la estampita bendecida, la colilla de Bucay, la boleta del agua, olvidarse el mar. Olvidarse los restos, los rastros, los rostros, olvidarse del baúl, de Saúl, de Seúl, olvidarse el rito, el rato, el reto, a la Ritó. Olvidarse a Dios en el fondo del frasco de Trapax.
Lo  realmente feo es olvidarse el teléfono de Alanis Oreiro en el bolsillo trasero del bermudas y que alguien lo lave, lo introduzca en ese tambor traga bolsillos y lo sumerja a la reclusión perpetua de las vueltas. Lo someta a la potencial extinción del cosmos en lo que flota o va a flotar. El destino inevitable de lo que se diluye y huye.
Mirta Alegrand, ya te encontraré, almorzaremos juntos en chinelas con China Zorrilla, el Cholo Simeone y el Changui Cáceres, almorzaremos en Chile, en Chaco, Chubut y en China, un menú económico de Choli Berreteaga, comeremos cholgas, chicle y enchiladas, nos tomaremos un Chofitol y charlaremos de los Chalchaleros con Chiche y con el Che.


El visto bueno

            “Elvis está vivo, eternamente dormido en un inodoro de cristal...”
                                                                                                             Andrés Calamaro


Salir de la soltería puede ser más que un trance o, al menos, ese momento en el que uno pareciera expulsar lo inefable.  Los estereotipos no han sido una excepción en las formas de llevar a cabo una despedida de solteros, relativizando incluso hasta la propia idea de festejo. Desde el paseo ribereño del anfitrión desnudo, anclado en la turbulencia de una pick up, hasta el flagelante show de stripers inasible a sus manos esposadas.
Entrar en el mundo de los casados puede ser más que un trance o, al menos, ese momento en el que uno pareciera bien venir a lo inflamable, lo execrable.
A Elvis nunca lo conocí pero sabía de su afección al queso y de sus abominables momentos de constipación, que superaba encerrado en el claustro ulceroso de un baño. A Elvis nunca lo conocí pero sabía que soportaba una carga, una cruz pesada, que sobrellevaba las horas de su vida de una forma peculiar. Peculiar había sido su despedida de solteros y por encima de los límites de toda casuística, tal vez allí haya estado el elemento ocasional, ejecutor de semejante irrupción en la cotidianidad de Elvis.
A Rubén lo conocí en Pichincha, aunque tampoco supe de su faceta humorística, ingenio perspicaz e ironía. Rubén pertenecía a la clase de hombres que permanentemente buscan enardecer, divertir y fascinar al grupo con determinadas bromas o chascos que  consideran originales y únicos. Rompen la monotonía de una reunión, el apocamiento o la abulia. Elvis era un tipo abúlico y su grupo era un grupo abúlico. Elvis era un tipo apocado y su grupo era un grupo apocado. Elvis era un tipo monótono y su grupo era un grupo monótono. Elvis iba a casarse y su grupo iba a organizarle una despedida de soltero. Una idea brillante sería la que mantendría despiertos a todos los concurrentes. Rubén embadurnó de punta a punta el borde del inodoro con La gotita e introdujo en el café de Elvis un purgante de rápido efecto.
¡Ay! ¡Qué ganas de expulsarlo todo, dejarlo salir, al exterior, al mundo, que esa atrapada mugre conociera de una vez por todas la limpidez del agua del inodoro! Elvis corrió, rojo y enardecido, a sentir ese cosquilleo placentero que sentimos después de la eliminación de la Copa Libertadores ¡Corre Elvis!, le decía, su padre, al pequeño Elvis, ¡corre Elvis corre!, no te detengas, de lo contrario te mojarás la entrepierna. Sí Pa decía él, correré como maratonista, como un negro fibroso y bello con zapatillas con clavos y llegaré rápido ¡Dejá de pensar boludeces y andá al baño Elvis!, le decía su padre, siempre alentándolo a terminar algo, lo que empiezas lo terminas le decía a Elvisito.
Ese día fatídico, con d de dardo, con d de Duncan, Elvis corrió más rápido que nunca, porque explotaba como un globo al sol del mediodía de una playa caribeña, atestada de mosquitos y pequeños insectos indestructibles que tratan de hacernos las vacaciones más difíciles. Hemos aprendido a convivir con las moscas pero los mosquitos son distintos, duelen y la sangre derramada, el pinchazo, son jeringas voladoras. Los mosquitos se parecen a un vecino que chupa como loco. Ese día Elvis corrió y no miró nada, a veces nada mirás porque en otra estás, y ahí iba, loco como querer peinar a un oficial de la policía cuando está en el móvil con gorra.
Ese día Elvis cayó al inodoro desestructurado como cáscara de choclo en un pozo ciego y se aflojó tanto que perdió el aire, lo peor ya lo sabemos, vendría dopo. Al desplomarse su cuerpo se adhirió al adherente aún más y quedó pegado, así de llana y  lisa Minelli.
A pesar del auge de las cirugías plásticas, Elvis, casado, tuvo que empezar una nueva vida llevando un inodoro a cuestas. Debió soportar el peso muerto de un sanitario pegado a sus nalgas.
¡Qué momento aquél!, en el que en una vacación allá en Traslasierra debió subir al Cristo, con unas calzas que especialmente le habían fabricado. Si bien tenía la ventaja de sentarse a descansar cuando quisiera, ese peso era duro de llevar y traspiraba como payaso en un videoclub, ¡Vamos Elvis! le decía su amada, ¡Tú puedes! No tuvo mejor idea, después de ello, de asentarle al inodoro en la base rueditas, así fue más feliz, porque pese a todo era feliz, y su amada podía llevarlo de aquí para allí como sándwich sin jamón. Andar en auto era sí un problema, hubo que quitar el asiento, hubo que quitar la silla y vivir una aventura como las que nadie alguna vez haya narrado, más que Poe, más que London, más que Faulkner, más que Arlt, más que el Pinino Mas.



La ventana

                                 “Tengo esta noche las manos negras, el corazón sudado
                      como después de luchar hasta el olvido con los ciempiés del  humo.
                                  Todo ha quedado allá, las botellas, el barco,
                                  no sé si me querían y si esperaban verme…”
                                                                                                 Julio Cortázar

Llegó un poco antes de las nueve al bar, que ya era una habitación más de la pensión. Dos habitaciones tiene mi pocilga, solía decirle al vendedor de diarios de Urquiza y Sarmiento, quien lo escuchaba, misericordioso y cauto, como todo vendedor callejero que sabe que de su cordialidad depende la continuidad del negocio. Ya sus ojos habían visto cómo el bar El Cardenal, había desparecido antes de la primavera de su existencia, debido a que el dueño controlaba la mesa de pool como si fuera un custodio. En los bares uno tiene que sentirse más cómodo que en su casa, le decía su padre cuando salían del Cardenal, acá no veo mucho futuro, decía.
La ventana acercó el recreo a los ojos. En la ventana la vida salió a correr detrás de los otros. Algunos van apurados, otros le bajan el volumen a las bocinas hundidos en sus nuevos aparatos. Están los que llevan a los niños al colegio y estacionan en doble fila. Los que se apoyan en la pantalla del celular como único destino. La que llega tarde al trabajo con el trajecito arrugado como pasa. Pasa el cadete del delivery, los que  esquivan la escalera de la E.P.E., la que se quita el chicle del zapato con un palito. La ventana para salirse, para escaparse. La mano, mientras, transpira el vaso, saluda sin querer al náufrago que  tiembla en el trago.
Mas allá, en el horizonte gris de las mesas, como el mechón de un cardenal en una arboleda de la isla, como un langostino en una paella o como un alemán contra una pared oscura, se recorta una cara jugosa. La botella a media asta, los párpados encandilados en el vaivén de la intermitencia de un fluorescente y un cigarrillo que tiene que esperar, porque ahora no se puede fumar en los lugares cerrados. Palabras, muchas palabras en italiano se agolpan en la puertita interior de la boca, quieren salir a correr por el bar, parole, strada, farfalla. Es como si quisiera escupir la infancia sobre las mesas, tavola, vita. Regresar a las montañas de Ancona, destejer la tarde bajo los olivos, morte. Hay un barco que la arrastra del mar de las montañas hacia el mar verdadero y hacia el océano de la Pampa. Quedan aún pegados, en el cassette en el que guarda los sonidos de aquel mundo, los gritos alegres de los pibes de la escuela, alborotando el patio que era la pausa y un territorio donde las cosas tenían el color nuevo de la mañana, bella, finestra.
Y ahí está él mirando la película de la calle. El mundo de afuera parece estar clavado en la ventana, se proyectan las colegialas en la esquina. Un taxista impiadoso conduce a alta velocidad por el carril equivocado. Algo de todas las cosas que hierven sobre el pavimento no entiende de caducidades, el pasajero se queja. El accidente de todas las cosas, las cosas de los accidentes. Se ve el atardecer coincidente con la mano del amante bajo el escote. El mundo de adentro parece desclavarse de la butaca. Algo explota allí afuera entre los ojos del mendigo. Una pelea de amantes, arrojados a los insultos de quienes pretenden oír las pautas de la banda de sonido del escape.
Pide otro aperitivo. Los dedos amarillos sienten el equilibrio, el balanceo del cigarro sobre las yemas. El equilibrio del adentro y el desequilibrio del afuera. De acá el líquido, la pecera, quedarse guardado. El tiempo baila en los ojos, en el horizonte gris de las mesas. Se detiene el cuerpo, como en el tren, que es más refugio que prisión después de gastar las horas. Ella clarea la lúgubre nochecita de la soledad e invita a pasar con los pies descalzos, a desvestir el mundo. Huésped en tu mesa, por un rato. Como si fuera fácil, una cosa es pensarlo. Pasar cerca, buscar un signo, ella lo mira o mira a todos, o ve. A o b, cara o seca, te vas a quedar con las ganas se dice golpeándose el pecho con un guante invisible. La pensión necesita una visita femenina. Preparar un mate, mirarse al espejo pensando en alguien, arreglarse un poco, esperar a alguien. Recuerda ahora todas las mujeres perdidas, con las que soñó  aunque jamás cruzó palabras. Compañeras de viaje, vecinas, jugadoras de otro club, dónde estarán ahora, habrán sentido lo mismo?. Se levanta, eso ya es un progreso piensa, acomoda el diario sobre la mesa, tranquilo, no como para irse. Mira de reojo, algo pasa más allá, como en esas películas de guerra en donde pareciera que hay soldados escondidos en los yuyos. Él algo percibe, cierta energía, cierta atención, un cosquilleo visual. Arranca, cruza la primera mesa, siempre relojeando, se acerca un poco al horizonte. Ella ahora mira de frente, tal vez porque es el único que se ha parado, qué va a mirar, igual ella mantiene. Una mirada clara, imagina el perfume, el aroma del cuerpo, las manos, y sigue, firme como cuando era niño y se trepaba al trampolín de la pileta de Carcarañá y  no había otra que dar un salto al vacío para sentirse vivo.





El doble


Robertito se veía doble, y lo nombro desde un perspicaz diminutivo porque aún recuerdo las tardes inclinadas que pasábamos juntos devorando hasta las migajas de las tortitas negras con chocolatada. Porque aún recuerdo los ravioles de domingo que nos servía con rigor su abuela Tita, porque no puedo olvidar el día de los cincuenta buñuelos, la noche del lechón relleno con panceta. No puedo olvidar cada indigestión, cada madrugada de palanganas sucias, cada mañana de boldo y limón. Aunque sé perfectamente que desde que puso una rotisería en su casa, se casó con la flaca Loli y tuvieron mellizos, nunca más fue al club a jugar truco con los amigos y nunca más comió pizza popular en la cancha. Pero el problema de Roberto no era el casamiento, ni los hijos. Lo escandaloso era que Roberto se veía doble y no era su miopía ni su borrachera perpetua, sino los cincuenta kilos de más que poseía.
Sintió la urgente necesidad de adelgazar. Quería encontrar la manera de hacerlo en su propia casa, en su rotisería y sin dietas ni dietólogos. Con la flaca Loli y los mellizos como únicos testigos permanentes de este cambio. Con las hamburguesas y los carlitos saludándolo con sus olores y colores todos los días, como lo hacía el sordo Miguel, el de la ferretería de enfrente, que cada vez que Roberto entraba o salía de su casarotisería, le clavaba en el ángulo el ya clásico “quehaceitito”.Pero esta vez iban a ser las hamburguesas, desde adentro del pebete, asomando como una lengua entre la hoja de lechuga, las que le iban a susurrar el “quehaceitito” cada vez que pasaran frente a él.
Tremendo problema el de Tito. Porque al sordo Miguel se lo bancaba, como se lo bancó durante años, desde que el viejo Emilio crepó y le dejó la ferretería. Pero esas hamburguesas de mierda. Después de tanta fidelidad, de cocinarlas en su punto justo, dejándolas de ese color inconfundible, casi como el color que un pintor busca toda su vida y una vez que lo encuentra no lo deja escapar. Después de acostarlas sobre las hojas de lechuga más mullidas y de taparlas con esas rodajas de tomate que parecían dibujadas con un compás, y una vez que estaban listas, tomar valor y clavarles los dos escarbadientes con una rapidez y precisión digna de la colorada Rita, la enfermera que le ponía el Diclofenac cada vez que a Tito se le movía el cálculo renal. ¿Cómo resistirse entonces a semejante ceremonial, cómo romper ese lazo, el círculo de baba que habían tejido juntos, con tiempo, con dedicación, él y la hamburguesa?
Pensó en cambiar de rubro. Se acordó del sordo Miguel y de su ferretería.
“Se la compro… me mudo a la ferretería y ahí pongo mi cuartel general, sin tentaciones cerca. Es un buen primer paso”, pensó. Y en cierto sentido tenía razón. Cambiaba hamburguesas por tornillos, carlitos por cemento de fraguado rápido. Olor a papas fritas por el inconfundible olor a aguarrás… Buen comienzo. Y se la compró nomás.
Y ahora cómo seguía ?...  Sabía que la solución venía de la naturaleza, pero no sabía bien de qué lado.
En el fondo de la ferretería había un terrenito, medio abandonado y un par de limoneros cansados, que muy de vez en cuando dejaban asomar a lo sumo media docena de limones verdes como la lechuga mullida que usara en la rotisería.
Roberto daba vueltas y pensaba. Recorría la ferretería, salía al fondo, miraba los limoneros y cada vez que pasaba por la puerta del baño de afuera, que era de vidrio y que aunque estaba sucia algo reflejaba, se veía doble otra vez. Y en una de esas idas y vueltas encontró el cajón con las cadenas gruesas que una vez le habían encargado al sordo Miguel para las persianas del club y que después que el equipo de basket quedó afuera de la Liga Regional nunca más las habían ido a buscar. Candados había.
Un día se pegó un buen baño, se afeitó, fue al fondo de la ferretería y se encadenó prolijamente a los dos limoneros. Ajustado pero que no duela. Las llaves las tiró lo más lejos que pudo. Y en el matorral de la pared del fondo, las perdió de vista.
Esa tarde la ferretería tenía afuera el mismo cartel que usaba el sordo Miguel cuando se iba a pasar sus vacaciones a Bigand, a lo de su tía Olga, sorda como él.
La flaca Loli y los mellizos se habían ido a pasar unos días a la cabañita que el tío de Loli tenía entre Cachi y San Antonio de los Cobres. “Apenas estemos en la ruta volviendo y tengamos señal te llamamos Tito”.
Tuvo hambre. Pero él no quería aflojar. “Cuando vuelvan ni me van a conocer”.
Pero esa noche se acordó del agua. Tito se había olvidado de acercar el bidón con la pajita que prolijamente había preparado y que lo miraba fijamente desde el baño de atrás, por la rendija que dejaba ver la puerta de vidrio mal cerrada que hace un rato nomás lo había reflejado doble.
Entonces empezó a gritar, pero en el barrio a la noche se cerraba todo. Gritó un rato. Pero no mucho. Es que le dolía un poco el pecho. Y gritar le hacía peor. Él sabía que la solución a su problema estaba en la naturaleza. La dieta de los limones.
Un día volvió la flaca Loli con los mellizos, no encontraba la llave de la ferretería. Menos mal. Cuando Paquete, el cerrajero, sintió ese inconfundible olor, la cruzó de vereda y se la llevó a lo que quedaba de la rotisería, con el recuerdo del olor de las hamburguesas que te volteaba desde la puerta.




El gran escape

Según los libros de ciencia y los manuales de medicina el busto izquierdo tiene un tamaño superior al de su compañero. ¡Qué desgracia!, esas diferencias generan tirria, inquina y animadversión.
Ahora entendemos por qué la mama derecha siempre atacó a la izquierda. La cara visible, el vocero, el frontman. Siempre fue el pezón derecho el que le susurraba en la ducha o debajo de la malla, “sos más grande, pero mala leche”. El pezón derecho escupía la rabia de sentirse menos acariciado. Coquito, cucurucho, tetilla, le decía al izquierdo que, acorde a su grandeza, aguantaba los golpes sin chistar. Pero un día no pudo más. Todo empezó cuando Lucre, la portadora, vistió al pezón izquierdo con un piercing. El derecho se volvió loco, indiferencia parental. Los celos lo enfermaron y los ataques dejaron de ser verbales. Logró que el piercing generara una infección que puso en peligro la vida del pezón. Una vez retirado el objeto metálico, el izquierdo no hizo más que pensar en la huida.
En el verano del ‘90 Lucre rompió con su novio, Ramiro Roger, un tenista en decadencia, que no había pasado de algunos torneos nacionales. Armó valijas y huyó a Brasil para tener sexo licencioso e inmoral con cualquiera que no hablara castellano. Esa fue su premisa y motivación. Cada palabra en castellano le recordaban las estupideces que decía Roger.
Una tarde en las playas dulces de Itapema, todo es en película blanco y negro, con probabilidad de chaparrones, Lucre embala para el mar desnudita, la siguen cinco jugadores de futboltenis que despiden espuma por la boca. Lucre salta las olas, hasta que avista una que ha surgido de la nada y parece un tapial enorme, como el de la Cerámica Alberdi, parece en realidad un transatlántico y se le viene encima. El pezón izquierdo no pierde tiempo, espera el instante decisivo, como Cartier-Bresson ante su presa. Cuando la ola estalla sobre el cuerpo baqueteado de Lucre, el pezón del seno izquierdo se despide, arrojándose de cabeza a la aventura del mar. Se  confunde con las almejas y las rabas, hasta ser arrastrado hacia la costa, empujado por la punta de una tabla de surf. Una vez allí, habiendo escupido agua en cantidades que calmarían la sed de un pequeño pueblo del África profunda, se pega a la teta negra e inmensa de una bahiana que vende agua de coco. Ella se acuesta boca abajo en la playa, como Betty Page para que su hermano Jesús Da Silva, tachero y guardavidas, le tome una foto con el celular y la inmortalice, bañada de sal.
El pezón izquierdo, ahora huérfano, forcejea con el de la muchacha, cuyo nombre es Joseane, no sin esfuerzo y se acomoda en su nueva casa, más cómoda y amplia que la anterior, pero con vecinos que no conoce. Joseane se levanta con arena en todos los pliegues del cuerpo, mientras el pezón negro, abandonado y a la deriva, grita desde el mar, desde la confusión del batirse de las olas, pidiendo auxilio. Nadie lo escuchará y será absorbido por el caldo del olvido. ¿Quién lo hubiera dicho?, justo él, que fuera uno de los pezones más queridos del Estado do Nordeste, cuando Joseane trabajaba en Festa, un pequeño burdel en las márgenes del río Pitonsinho.
Y ahora Lucre sin su frutillita en la torta, soportando los avatares dolientes de toda soledad. La teta izquierda se había quedado sola. Su pezón se había ido. Lucre no se percató en el momento de lo que había ocurrido, reparó recién a la noche en esa ausencia tan vital, no sólo para ella, sino para su futura prole. El que sí se dio cuenta enseguida fue el culpable de la huida, el pezón derecho, que a los pocos días, escribía:
"... Vaya a saber uno qué calle estarás recorriendo, qué avenida o Boulevard. Qué lengua habrás saciado, qué labios avizoras, qué fiesta animarás. Tus hijos dilectos te esperan, quieren que vuelvas sin las vulvas de nuestro amor...". Carta escrita por el pezón de la teta derecha, nunca tan diestra. Leche de la letra transparente sobre el papel,  a la vista de un contorno labial del hijo busto. 
El pecho derecho nunca se recuperó de aquella pérdida. Ya nadie escucha sus palabras vejatorias, desdeñosas, cortantes como hojas de planta salvaje. Solo supone, cree, imagina dónde puede estar dando vueltas su antiguo compañero expulsado. Apezonado en las hojas de Pessoa, apisonado en la histeria de un punzón, apasionado en la silicona de otra mama. Buscando a quien amamantar una noche de verano, buscando una manta para pasar el invierno. El pezón de la teta derecha había cambiado. A veces uno no ve las cosas que tiene al lado hasta que las pierde, pensaba en las gélidas tardes de domingo, cuando hasta se le pasó por la cabeza tirarse al inodoro, ya había calculado la distancia, y perderse para siempre.
El pezón izquierdo en cambio, no carga la pesada mochila de la culpa, sólo arrastra un pequeño bolso con alguna que otra nostalgia. Ahora siente en su piel el cosquilleo del mar, trepa a las palmeras invitado por la teta de Joseane que es grande y generosa como la Pampa. Los amigos del novio de Joseane todavía no comprenden, al ver las fotos, cómo pueden quedar tan bien juntos dos pezones tan distintos. Y el pezón izquierdo piensa, que si las cosas se ponen feas en el país, no es pecado ir a probar suerte afuera.




El mediático


Las imágenes se presentan ante mí con tanta claridad que me da la sensación que todo hubiese pasado hace tan sólo un año y realmente creo que hoy estoy recuperado. Todo comenzó aquel fatídico día que despedí a mi novia con un “te amo” al cual respondió “gracias”. Su cuerpo se perdió al doblar la esquina pero, según me dijo antes del cachetazo, luego de hacer unos metros, volvió corriendo para decirme que también me amaba y justo vio cómo dos adolescentes de catorce años corrían escapando de mis piropos y movimientos pélvicos al mejor estilo “Elvis”. Fue el final. Después vinieron días de reclusión casera, donde me refugié en el televisor. Horas, horas y más horas frente a la pantalla. Mucho fútbol, muchas novelas, todos los capítulos de La Niñera y almuerzos guturales con Mirta. No trabajaba, no estudiaba, no vagueaba. Sólo miraba tele.
Un día la señal de cable se comenzó a ver mal y fui a efectuar el reclamo personalmente. Allí la conocí, tan segura de sí misma, brindándome respuestas certeras y expeditivas a todos mis planteos, con una sonrisa deslumbrante. Comencé a ir más seguido utilizando cualquier excusa y la invité a cenar muchas veces, hasta que un día dijo:
- Sí, me ganaste por cansancio.
- Fernando Braaavo!! – exclamé – Y bueno, al que quiere Celeste Cid que le cueste, juro, sentí en ese momento que un estado pleno de felicidad me invadía como a Palito Ortega cuando compuso su estremecedor hit. Envalentonado por su sonrisa proseguí:
- Estaba cansado de esta Soledad Silveyra, ya no sabía a qué Santo Biazatti rezarle para salir de esta situación, qué Corcho Rodríguez destapar para embeberme en una botella de vino picado, qué Tapita García evitar para no ser Coca Sarli y te encontré a vos. Esta noche te paso a buscar.
 Estaba espléndida.
- No sé qué querés comer. Hace calor – le dije – así que podríamos hacer un Chori Domínguez con Huevo Toresani o un Panchito Guerrero con Mostaza Merlo. Tal vez una Mayonesa Heinze; o una ensalada de Tomatito Pena, Lechuga Roa y Cebolla Giménez con un vinito Pablo Echart. El postre podría ser Coco Basile o helado con Cucurucho Silvani. Después podemos ir a bailar a Marcela Taura o al pub de la calle Común y Corriente. Si la noche lo permite, podemos concretar en beso toda esta expectativa en los albores del Raúl Portal de mi casa.
Me miró de una manera muy extraña y me dijo que estaba sintiéndose mal del estómago, que mejor lo dejáramos para otro día, que ella me iba a llamar para combinar.
En realidad ese fue el disparador para darme cuenta de que algo no estaba funcionando bien, que debía hacer cambios rotundos. Y así fui mejorando de a poco y hoy puedo decir que no tengo más ganas de mirar la tele, prefiero dialogar con el sodero de mi vida o escuchar una voz en el teléfono, pienso que el deporte y el hombre son un matrimonio que nunca debe divorciarse, hago fierros y corro a todo motor. Y no hay dos sin tres, cuando cambiás, cambiás, me siento un indomable, ya no soy un intruso en la caja boba, espiando lo que cien argentinos dicen, ahora puedo ser yo, descanso de 12 a 14 y el resto del día no me siento culpable de este amor por la  movida del verano. Voy de aquí para allá, vagando por la calle, mirando la gente pasar, saludo a Susana a Nico, éste es el mundo real, del que tanto había renegado por un maldito desengaño.

                                                                                 


Una línea


Extensión considerada en una sola dimensión: la longitud. Camino, vía terrestre, marítima o aérea. Línea equinoccial. Mañana pasaremos la línea. Linaje, ascendencia o descendencia de una persona o familia. Término, confín, límite. Serie de trincheras que levanta un ejército al frente de una posición. Todo esto es una línea, que puede ser también abscisa, aérea o alejandrina, ésta, línea agónica descubierta durante los viajes de Colón y que por bula del papa español Alejandro VI, se convirtió en línea de demarcación política para separar las posesiones portuguesas y españolas. Hay líneas curvas, de flotación, de aplomo, de circunvalación, de fecha, de horizonte o de inclinación. Encontramos además la línea de campo eléctrico y de campo magnético, pero sin lugar a dudas es la línea de campo de fútbol una de las más conocidas conjuntamente con la línea a secas, una línea.
La línea de campo de fútbol conforma un rectángulo perfecto, periférico, que alberga en su seno otras líneas, que dan forma a las áreas, al círculo central y a la media del campo.
La importancia de la línea es indiscutida ya, la línea es tan destacada y fundamental en el campo de fútbol que cuando no está se acude a ella virtual o imaginariamente, sustituyéndola por elementos ocasionales.
Una línea es todo, hasta acá llegué, dices tú cuando ya más no das. No has llegado a la línea o has llegado y te has detenido ahí, meta esta no alcanzada como el final de una maratón.
Abre los brazos el corredor y se lleva la línea por delante, muy aplaudido por los presentes, que fuman un cigarrillo tras otro porque su familiar no llega.
Líneas que pudimos haber escrito y no escribimos. Una línea –número infinito de puntos- define una letra, que a su vez son palabras, que quedaron en inexpresada idea en el espacio cósmico, indeterminado, de un par de labios que no supieron o quisieron darles vida.
Te has pasado de la raya, dice ella, luego de quitarle a él la mano de su seno semidesnudo. Hay una línea en el aire rodeando el seno que no podemos sobrepasar, a veces, sobremanera en los primeros encuentros amorosos con señoritas histéricas, pudorosas o muy ejercitadas en el arte de la seducción. Al pasar la línea ya estás, pero al pasar la línea se cierra el ciclo del deseo, -¿Le tocaste las lolas?-, pregunta el amigo, sí, responde el tocador, ya está, ahí concluye nuestra búsqueda.
Línea diagonal, interpretada por gitanas de ocasión, surca la palma de una mano en dirección a tres dedos,  que de un trazo dibujan la línea de la paz con silueta de paloma. Son las líneas de un Pablo con pincel o de un Pablo con poesía o de un Pablo pentagrama. Ellos –los tres Pablos- quizás, nunca pensaron al pintar, al escribir o al tocar que una línea uniera su arte, a través del incesante mar que en la serena mañana surca la arena.
Uno va pasando líneas sin detenerse, líneas con forma de metas, pero ojo, siempre habrá una más, la más dolorosa, y me cuesta decirlo, es la muerte, y más allá quién sabe, para enterarse consulte a Sueiro, en www.regreseconvidadelmasalla.com.
Aunque a Víctor nada de esto le importó. Su vida transcurría sin sobresaltos sobre los andamiajes precámbricos de una línea blanca. Su ámbito era apenas un campo de entrenamiento para la práctica de fútbol y así pasaba gran parte de los días recorriendo los laterales con un rodillo bañado en cal.
Nunca había podido salirse de los límites inmaculados de esa línea blanca, como si no hubiese nada del otro lado, como si ese marcaje determinara un antes y un después, un más allá y un más acá. No podía pasar desapercibido ante la mirada penetrante de entrenadores y entrenados, utileros y utilitarios. Víctor lo hacía con esmero y sacrificio sin llegar a preocuparse tanto por la alteridad denotativa que exige una simple mirada ajena.
Esta actividad fomentó, con el tiempo, una rutina rítmica en Víctor, que por encima de cualquier filosofía, religión o anhelo, hizo de todo esto una obsesión insostenible.
Así fue como comenzó a vivir con el rodillo atado a su mano izquierda y por donde Víctor caminase siempre una línea blanca se extendía en su dirección. Su casa era como un gran garabato arquitectónico, había líneas en todos los sectores.
Su esposa, sus hijos y sus vecinos tuvieron que ir acostumbrándose al olor a cal, al reflejo del sol sobre el blanco, a la desfiguración del cerámico y a no andar descalzos por cualquier parte. Los años se fueron haciendo eco de cada línea, de cada detalle de su arte manual, de la sutileza con la que pasaba el rodillo, de su efímero caminar sobre el candor de sus marcas. Víctor llegó a pensar que desaliñarse podría ser un efecto metafísico, pero siempre fue una suposición. Mantener una vida lineal, la estructura espacial alineada y la figura en línea fueron una constante. Víctor llegó a creer que podría adueñarse del mundo sólo con el trazado de una línea blanca.
Hoy vaga por los caminos del sur, dejando atrás una vida, un campo de juego que lo albergó como líquido primal. Víctor va, navegando rutas solitarias, manchando de blanco con insistencia interrumpida. Víctor va, hacia el mar. 











Disalbio Robert, una chica sin faltas


Ana María Disalbio Robert era una distinguida niña de Fisherton.  Este barrio característico del noroeste de la ciudad ha mantenido a lo largo de los años su fisonomía aristocrática, con sus fantásticas mansiones señoriales. Actualmente se pueden ver también algunas estructuras que adhieren al minimalismo. Casas cuadradas con mucho vidrio que distan, no dictan, de acercárseles siquiera a esos palacetes engominados que llevaban toda clase de detalle, las rejas, los acabados, eran obra de artistas. Hoy desgraciadamente el alambre de púa y la alarma satelital han suplantado al herrero de obra.   
Más allá de esta nueva fisonomía mixta, Fisherton mantiene su charme, su estatus, sus canchas de golf, sus colegios privados. A uno de esos colegios concurría diariamente imbuida no solo en sus pensamientos, sino también en una pollerita escocesa, la niña Disalbio Robert, amarrada hoy al manual de historia debido a que en unos minutos la docente tomaría examen. La generación del 80, consecuencias políticas, económicas y sociales, la primera pregunta, que Ana María nunca contestó, ya que ese día, según cuentan las crónicas de su diario íntimo, no fue a clase.
Ana María Disalbio Robert era una buena compañera, si hubiera sido lo contrario tal vez algún buchón hubiera saltado. En el registro de faltas quedó grabada una sola falta de Ana María Disalbio Robert. Ella había pedido a su madre faltar la semana siguiente a la prueba, una chupina cantada, para ir con sus amigas a tomarse unos candies, pero no faltó. Piensen ustedes que sería una locura que la madre se diera cuenta al finalizar el año que el día que Disalbio Robert faltó era una semana antes o después, tarea de detective. Sin embargo, el día que Ana María supuestamente fue a tomar unos candies, su madre se antojó y quiso ir también y no encontró a nadie, ni a la Candeleria ni a la Candileja, las dos amigas íntimas de A.M.D.R. Si bien ella sabía perfectamente sobre la predilección de su hija por las cosas frías, cosa que, pensaba, heredaba de ella, nunca supo que tuviese una proclive determinación por los gustos raros, dijo alguna vez, esos esoterismos que se ufanan en el paladar como poemas de bóvedas. Esos gustos eran, crema del cielo, lengua a la vinagreta y zapallitos rellenos. Pero no encontró a nadie, a nadie, y se pidió simplemente un helado de agua y una bocha de pistacho. Los ojos del chico que atendía detrás de un mostrador le hicieron recordar la inclemencia veloz con la que el tiempo pasa o se detiene.
La pregunta es: ¿qué pasó esa mañana en que Ana María Disalbio Robert no fue a la escuela?
Caminaba sola, el viento la despeinaba como si cabalgara, pero iba de a pie con sus chinelas de cuero color crema batida de fresas, compradas el verano pasado. Sus pómulos rosados semejaban un helado también de fresas en la mente de José Américo Samudio, velocista, que venía a contramano haciendo su rutina de ejercicios, una hora más temprano de lo habitual, de lo contrario hubiera visto antes semejante explosión de piba. Samudio sólo quiso probar una bocha, pero terminó pidiendo un quilito. A.M.D.R. también quedó almibarada al ver venir los músculos de José Américo, que cortando el viento parecía un samurai. A.M.D.R., leyó José en el bolsillo de la camisa de la niña. A esas iniciales yo le cambiaría una letra, ¡oh! ¡oh!, ¡qué atrevido pensó la niña!, me tira onda, está mojado. El sudor de José se hacía vapor, hervía. El jumper de A.M.D.R. se dislocaba con el viento cálido de Fisherton, y alguna que otra tortuguita de agua podía concentrarse en las ondulaciones cuadriculadas del deseo, en el borde del arroyo. Le pondría una O por la D, le tiró, ¡ay mamita!, la cosa se puso seria, no medió nada. ¡No!, no es que no me dio nada, no medió nada entre ese labio y lo otro, digo el otro, un beso puro como un gajo de mandarina a contraluz, como la savia desparramada en la maceta de barro cocido, como un cucurucho desgranado sobre la comisura del labio. El aire se llenó de electricidad, ya que era un día húmedo y A.M.D.R. le dio su zarpado primer beso a un desconocido. Pero, ¿qué has hecho A.M.D.R.?, le decían las dos Candi, Candelaria y Candileja, ¡queremos conocer a ese hombre ia!, le habrían de decir después de que Disalbio Robert terminara un relato de más de media hora para contar cómo ese hombre la hizo mujer, bajo el puente del golf, una mañana pálida como las piernas de mi prima Susi.



Sed


“A través del agua se dibuja tu rostro frágil”, no, no, no, tres no, dijo, escupió enfadado el poeta y corrigió “a través del agua se dibujaba tu rostro frágil” y una lágrima furiosa le  recorrió la mejilla hasta perderse en los secretos del alba, en los colores. Cuerpo líquido, inodoro, insípido, incoloro en pequeña cantidad, el agua, se sostiene gracias a dos átomos a los que deberíamos honrar como a nuestros héroes. Así es ella, mujer, madre de todos los seres, líquido, la vida eres tú, amiga agua. Sabemos, porque así lo han catalogado los científicos que hay agua para tirar para arriba, la hay cruda o de almidón, muy usada en el planchado. Más tierna que esta agua no hay y es la de ángeles o rosada, que está perfumada con el aroma de variedad de flores. Hay también agua delgada, gorda y agua fuerte, que nuestro amigo Arlt ha sabido beber como ninguno. Agua nieve y del palo, a esta última no vamos a referirnos específicamente, nos contentamos con nombrarla. Muy cómica es sin dudas el agua de pie, uno no puede imaginarla, se refiere  a las fuentes o manantiales, pero igual es muy simpática. El agua dura, por su parte, es aquella que no forma espuma con el jabón por contener en disolución sales de calcio, magnesio o hierro y el agua vidriada que es metáfora de ese moquillo que suelen padecer los halcones y otras aves de rapiña. ¡Hay!, ¡hay!, hay agua viva, aguas falsas, agua perra, como si ya supieras y aunque parezca contradictorio hay agua firme, la de pozo, por ejemplo. Las más ordinarias son las aguas mayores, excremento humano y las aguas menores, la orina y cuando no sabes qué hacer, estás entre dos aguas, un agua por acá, le decís al aguatero, que te mira feo.
Tanta agua y sin embargo en un tiempo ni noticias. La escasez de agua nos mantuvo con la boca seca durante años. Nadie orinaba (agua menor), la lluvia era casi un espejismo, las distribuidoras de canillas y mangueras habían quebrado. Desde que la tierra avanzó sobre el agua, desde su avasallamiento, desde que la consistencia sólida del polvo predominó sobre la fragilidad del líquido, supimos mantenernos inermes y a la vez desprovistos. Ya no decíamos “está aguado”, porque nos daba nostalgia, tristeza, pena, lo tomábamos así, sin chistar.
Corríamos todo el tiempo, para transpirar, y con la transpiración hervir la pava para tomar un mate. Las fábricas de bebidas habían sido usurpadas y saqueadas hasta el hartazgo. Llorábamos con creces, y con las lágrimas higienizábamos las partes más impúdicas. Nadie se besaba para no desperdiciar saliva, la incontenible ansiedad de los amantes sólo se suplía con un siempre bien ponderado pico. El globo terráqueo era un solo continente. Había que volver al origen, había que detenerse en el principio de todas las cosas, había que volver a fusionar átomos de hidrógeno con oxígeno.
Elton pasaba horas encerrado en su laboratorio intentando buscar la forma, experimentó la fusión de distintos elementos químicos, estudió la composición de los mismos y los combinó de diferentes maneras, aunque no obtuvo ningún resultado. El tiempo le jugaba en contra, el desenfreno y el apresuramiento humano también, la respuesta debía ser inmediata o todo se solidificaría sin la posibilidad de cambiar su estado.
Elton no era ningún tonto, guardó agua en un tonel, alimentando en él infinidades de pescaditos de colores, tortugas de agua y hasta un axolotl. Elton siempre tuvo los pies sobre la tierra aunque en esta ocasión hubiese preferido hundirse en la inconsistencia acuosa del devenir. La idea era cambiar la dirección de algunos de los anticiclones para generar un diluvio, una gran tormenta que calme la sed de los mortales.
Y de repente, se hizo el agua. Y no fue al séptimo día ni hubo cordero sacrificado al dios ese tan raro, el que ama la sangre antes que el amor proclamado. De pronto, el agua. Elton sintió en sus ojos el sabor del agua. Es que no la esperaba ¿Cómo pensar que después de todo esto, después de este padecer, la reaparición iba a ser en forma de olas? Olas de río, no de mar, alcanzó a pensar él cuando atinó a cerrar los ojos, ¡la pucha cómo arden! Soplar por su  nariz todo lo que los pulmones guardaban como un secreto, para evitar su inundación. Olas que entran por las puertas, las ventanas, las hendijas de marcos de aberturas mal terminados. Olas de río marrón, mezcla de olor a arena, sábalos nunca pescados, vómitos de  cañerías mal escondidas que traen lo que en estas ciudades que juegan a que no saben, que no palpan lo que los otros dejan escapar con placer y cargo de conciencia. Sentados, con esfuerzo o no, amparados por alguna lectura quizá, o de pie y a los apurones, relojeando de lado porque la curiosidad por el tamaño es humana. Olas de río que lo empaparon, lo pegotearon, lo zamarrearon y lo estamparon contra su tonel secreto. Elton sufrió. Vaya a saberse si por el tonel perdido con pescaditos y tortugas tan sorprendidas como él o por no haber sabido prever este acontecimiento.  Tonel hecho trizas.
Tan de pronto como la llegada de las  olas, vio que sus alambiques se derrumbaban y que años y años de lucha se iban a despedazar contra el tonto cemento hecho piso. Quiso gritar. Elton no pudo porque tragó más agua.




Mi taller en la estación


Yo no sé qué tenía en la cabeza, estaba confundido, perdido, a la deriva, era un barquito de papel en una zanjita, estaba aferrado a mi inconsistencia como vagabundo a su perro ciego y bravío. Era como los restos de un jabón abandonados en la rejilla de la pileta del baño. Yo estaba ahí parado y nadie me traía nada, ni detergente, ni espuma para afeitar, ni un pico dulce, ni una caricia de una piba buena, ni nada. No encontraba mi destino, no encontraba mi camino, mi vida era un baúl donde se podían hallar restos de huellas escandinavas, marinos arruinados por noches gastadas, putrefactos almidones, un tachero sucio, había también espejos de colores que los indios me dejaron, una ducha seca, una botella de granadina por la mitad y mi vieja me decía, en ese baúl, maricón, deja de rascarte. Así estaba aquella tarde en mí, extraviado, por las vías del tren, ya no lácteas vías, sólo vías, y veías a Tobías limpiar su Ford en el recodo de la tarde.
Topé con él, con aquel afiche y entré, entré sin pensarlo, me dejé…, me dejé las llaves en el auto, pero no importaba nada, ni los niños hambrientos del África, ni la lesión de Navarro Montoya, ni aquel álbum de Fama que nunca pude llenar, ni ese libro de Richard Bach que ni me animé a abrir. Sentía que algo allí podía encontrar, bueno o malo, no lo sabía. Quería darle un sentido a todo esto, quería ser un artesano que con sus manos tejiera un poncho o una botella de escabio o escarpines. Quería tejer sin parar como una anciana desaforada y loca, quería que pase un tren y tejerlo también, quería tejer con Tom, tejer con Bob, tejer con todos esos espantapájaros que ya se han quedado sin personalidad y necesitan hacer algo con sus maltratadas vidas. Tejí y tejí, llorado de ají, y me animé al fin, me introduje, ingresé en el ducto, en lo que sería mi nueva vida en aquel bello lugar de maderas abetunadas y tuyas por doquier.
Ese afiche no decía se vende carroza de fuego, ese afiche no decía se necesita peón de estancia, ese afiche tampoco decía carnicería o panificadora o gym o gil, ese afiche no decía campo de batalla, batahola, busco perro, calefón. Ese afiche no decía marcapaso, trincheta, trinchera, buscapina, busca piña, ese afiche no decía vendo mi sofá, mi quincho, mi querubina, mi lámina firmada por Dalí, no decía Dalila, obra en construcción, barco a vapor, cancha de golf, no avance, recital de los Pericos, recital de Vicentito, ese afiche no decía vendo carbón, regalo pequinés manso, trucha a la parrilla, pez. Ese afiche, decía mucho y poco a la vez, ese afiche decía: Taller Literario.
Seguía confundido, pero el miércoles siguiente a la siesta hice como que me lavé el pelo, mi tía Nelly me consiguió un cuadernito Gloria ya usado y me fui. Un poco por timidez y otro para ganar atención llegué tarde. El profesor, se llamaba Beto Lobosque y el taller “Sentáte y escribí”, a la mesa había cinco señoras a las que se les notaba que no tenían ganas de estar en su casa porque no paraban de llenar el silencio con pavadas, ...mirá que linda la instalación…,  …yo me vine con esta blusa porque es más fresca…,   …a mí me gusta escribir en la cocina…, y cosas así. ¡Tantas pude descubrir desde una vieja mesa en una estación de trenes los miércoles a la siesta!
Pasaron algunos meses, Lobosque, esas mujeres y la literatura me están orientando.



 La Dolce Francesita


El tambor del Kohinoor arrancó uno a uno los hilos mal cosidos, los hilos parias de la costura enajenada del lienzo, despedazando la cortina.
Y pude verla esa tarde quitándose la ropa, pude verla desnuda a la francesita. Lo que había esperado cada tarde casi como una bujía espera esa chispa oportuna. Ahora mis ojos, sus pupilas, retinas y córneas se conglomeraban como en una procesión de fieles que quieren llegar sin prisa a la capilla para venerar la estatua.
Y un perfil incorruptible, a punto de mostrarme su frugalidad. Un pecho tieso de pezón erecto, nariz gruñida, labios disipados, los muslos..., sus muslos eran como el tapizado del D. K. W., nunca tan manchados del todo, nunca tan pisoteados, tan ignotos, tan mordidos. Sus pies hundidos en la sombra desfigurada del mosaico me anestesiaban.
En mi casa no había luz por la tormenta de la noche anterior y el gato siamés se tomó la única pastilla para dormir que me quedaba. Era uno de esos días en que uno ya no quiere ver nada, ni a nadie. En realidad creo que uno no quiere verse ni a sí mismo. Pero abrí la ventana como quien abre un cofre hundido en el fondo del océano buscando oro mojado, y la vi.
Y vi a la francesita desvistiéndose. Era el espectáculo más deslumbrante que había visto en todo el día, podría decir que en toda mi vida. Era el movimiento más exacto, más preciso y virginal. Era la puesta del sol reflejada en su ventana, a merced de sus periplos, esas periferias deshabitadas, las que al menos yo consideraba deshabitadas, las que al menos yo deseaba habitar.
Y lo peor de todo es saberse visto, yo sabía que ella lo sabía pero jamás pensé que adoptaría una postura tan desvergonzada, tan extrema y perspicaz. Lo que hizo me incomodó hasta las vértebras, me sofocó. Después corrió el vidrio y pronunció en un sugestivo francés, cierta frase eufónica que endulzó mis oídos, tu veux passer la nuit avec moi.
¿Hasta dónde podría asumir los riesgos de la perversión, hasta dónde la trasgresión de la lengua, su lúdico transigir muscular, su oralidad, su indómita saliva, hasta dónde el sincretismo de sus fisuras?
Y acudí al servicio de un diccionario pero este era español-francés. Entonces llamé a una amiga que tenía ciertos conocimientos del idioma pero mi pronunciación chabacana sumada al olvido involuntario hicieron imposible su traducción. Supuse que no habría forma de interpretarla, ni mucho menos de responderle.
No regresaré a pintar un cuadro tan bello con mi mirar, ¿qué idea más tierna y precisa?, pensé para mis adentros, adentrándome en la cocina para mitigar la angustia con un familiar de mortadela. Si debía esperar otro espejismo tal como el que había me acaecido, esperaría. Bajo estas pieles esperé, encandilado por la ausencia de la bella y estudiando mucho idioma francés, esa mirada, la de la mademoiselle me emborrachó el alma de amores puros y desintoxicados. La mujer es un pedazo de pan duro en la nevera, me decía Dorothy la mujer del carnicero, debes escuchar los consejos de una vieja sabia, que ha bebido todo. No Dorothy, yo decía, no me perturbe con sus frases, con tus máximas Sorrequietas, déjeme elaborar este proceso solo, sin su apoyo de tía de mentiritas. Porque usted bien sabe que no es mi tía, ambos nos creemos el cuento para decirles a los otros eso, pero ni pepa de la misma sangre, ni pedigree. Tú has planchado mi corbata, tú has armado mi fragata, pero no.
Esperé a mi france love, a mi internacional love, como los osos esperan invernar, como las cajeras de súper esperan la pitada final, hora en la que despegarán sus bellas colas de las sillas giratorias y acolchadas para sumergirse en su vida, porque su vida está allí afuera. Amo a las cajeras de supermercado, ellas siempre tienen una sonrisa para ti, cuando me hallo deprimido parto hacia un centro comercial de envergadura y allí yo soy feliz, ellas no, pero yo sí. Entonces navego las góndolas, deambulo y bullo de felicidad, de alta felicidad. Tropiezo a veces con un mocasín de un desprevenido transeúnte, pero lo perdono, le acaricio su mansa frente y lo palmeo, sigue amigo, le espeto, ya encontrarás la horma de tu zapato, a tu Norma amada.
Descubrí, el dato me fue acercado por un vecino que ahora no voy a nombrar porque más allá de que me haya convidado una información para mí de calidad única, costosísima, ha dejado en mí un sabor amargo la gran cantidad de atropellos a los que he sido sometido por semejante pillo. Su nombre es Marcelo Ferraro, DNI 24.456.686, en el momento de su desaparición vestía camisa a cuadros, un portaligas celestito, llevaba una cantimplora atestada de jugo Trechel sabor pomelo, dos Jorgito de chocolate y una impresora Hewlet Packard Deskjet 760 sin cartucho porque ahora están carísimos y te los recargan en los ciber pero no es igual, Dorothy dice que le ponen tinta de calamar vencida, por eso el olor que largan y el color que nunca es negro del todo.
Descubrí, gracias a mi informante, que la francesita gustaba de mí, qué ganas de chaparla en Chapadmalal o en cualquier complejo turístico.
Y ocurrió, después de una semana ocurrió, sí, la imagen fue un calco de la anterior, la citada más arriba que aquí vuelvo a reproducir textual: Y vi a la francesita desvistiéndose. Era el espectáculo más deslumbrante que había visto en todo el día, podría decir que en toda mi vida. Era el movimiento más exacto, más preciso y virginal. Era la puesta del sol reflejada en su ventana, a merced de sus periplos, esas periferias deshabitadas, las que al menos yo consideraba deshabitadas, las que al menos yo deseaba habitar.
Y lo peor de todo es saberse visto, yo sabía que ella lo sabía pero jamás pensé que adoptaría una postura tan desvergonzada, tan extrema y perspicaz. Lo que hizo me incomodó hasta las vértebras, me sofocó. Después corrió el vidrio y pronunció en un sugestivo francés, cierta frase eufónica que endulzó mis oídos, tu veux passer la nuit avec moi.
Pero ahora todo había cambiado, yo, había tendídole al destino una trampa. Susurré, arrimé los labios a las palabras, en un francés perfecto, en definitiva las acaricié, imitando al gran Marcello en la Dolce Vita, el film de Federico Fellini, quien le dijo “no soy un hombre de dar mensajes” a Martine Monod en abril de 1960, cansado de oír sobre el escándalo que el film había provocado en Italia. “Sabe usted ¿Qué fue lo que la alta burguesía de Milán no pudo tolerar?, la orgía. Los sacó de quicio. Se veían reflejados en ese espejo y agonizaban”
¿Y la francesita?, ¡Uh!, no sabés, un avión a chorro, divina, nos casamos. Con la Carla, la tercera, se vino un poco abajo después del embarazo, pero arrancó Taebo y ya.



El amor, esa humedad.


Capítulo 1:

Marito solía caminar por las paredes, las trepaba al mejor estilo hombre araña. Cuando los ojos se le ponían amarillos hablaba en perfecto arameo, catalán y guaraní. Podía dar vueltas en el aire y recitar de corrido cualquier cita bíblica, estrofa del Martín Fierro o epístola de su abuela Amanda, escrita a quien sería su abuelo, el general Riestra. Marito podía reír y llorar al mismo tiempo, masticar chicle y tocar la guitarra, hablar por teléfono y mirar televisión. Sin dudas Marito pertenecía a esa clase de personas que padecen anomalías, ciertas tendencias que las diferencian de las demás. Ya habían pasado psiquiatras, curas y manosantas. La idea de alguna patología psicótica, posesión demoníaca o gualicho habían quedado prácticamente descartadas y más aún después de haber sometido a Marito a todo tipo de terapia, a un exorcismo y al nauseabundo té de hierbas anti–sapo.
A María Luz la conoció en el colegio secundario, después de haberlo concluido siguió viéndola, aunque sólo en fotos. Ella creía saber perfectamente lo que a Marito le ocurría. Le molestaba tener que oír los comentarios ridículos que en el barrio se expandían, que tiene el diablo en el cuerpo, que está drogado, que alucina, que le falta un tornillo, que no le sube el agua al tanque, que se le rompió un espejo, que abrió el paraguas adentro, que era un indefinido sexual, que era impotente, que tenía los días contados, que se peleó con el cartero, con el repartidor de diarios o con su hermanita menor. Le molestaba tener que obligarse a verlo, por eso prefería no hacerlo. Entonces lo recordaba.
Así recordó cada instante que pasaron juntos, cada recreo adolescente, cada chupina sacrílega en las horas de religión, cada momento foráneo incluido dentro de un momento propio, el momento en que cada porción de piel se vuelve sangre. Recordó el dolor, el primer beso, la fractura de tibia y peroné, el calentito de jamón y queso de las diez y media y los uniformes manchados con tinta de biromes reventadas. Recordó cada carrera de embolsados como una profanación del suelo, cada dígalo con mímica como la sustentación del labio sometida a un gesto guionado, cada juego de la botella como un giro virginal, cada ojo adherido al cerrojo de la puerta del baño de mujeres como un acto libidinoso y a la vez obsecuente, cada cruzarse de piernas como una congregación de miradas furtivas.
Aunque a María Luz nunca le gustaron los adolescentes inmaduros, vulnerables y babosos, nunca negó las buenas intenciones de Marito. Pero ella esperaba que algo la despierte, rompa con la monotonía, desacomode el cuerpo, esperaba una demostración empírica. Recordó la tarde que le obsequió un pin de Festilindo y supo que su amor era verdadero, incondicional e intenso.
El amor, ¡Hay de él cuando nos llega! Se nos instala como lanza india en pecho español, se queda. De él se dice que es el sentimiento de inclinación o vivo afecto a una persona o cosa. Amor es también amortizar, o sea pasar los bienes a manos muertas, de amor. Amor es el afecto por el cual busca el ánimo el bien verdadero o imaginado, y apetece gozarlo, a gozal dicen en Centroamérica dos amantes que se han buscado y posteriormente encontrado en el mismo lecho o en otro sitio apto para el desarrollo de las actividades amatorias. Dice Sigfield Manfred en El arte de amar :“entrega total, absoluta, ya casi asquerosa, o hasta estúpida, según el caso”, dice Rolando Ambuello en El arte del mar : “largarse a la mar es amar”, dice Ronaldinho en Helarte en París: “no podías casi correr, las piernas se entumecían como camarones en una playa desierta”.
Hay amor platónico, amor puro, amor propio, amor mío, amor seco, amor sagrado, amor profano y amoralidad, esto es clave, hay amoríos, amorosamente y amorosos, hay también algunos amoratados, aquellos que se ahogan o buscan suicidarse colgándose de una cuerda, y los hay amordazados, pero este es un tema para los peritos.
María Luz, decíamos entonces, se sentía atraída como chocolatada en un embudo a la figura hierática y loca de Marito, lo de hierática está por verse. Se obligó entonces a amarlo a escondidas, escondiéndose de él. A esta clase de amor lo llaman en psiquiatría esquizofrenia, así, sin más, de todas formas cuaja en la tipología del amor, en su calendario. Lo que atinaba María Luz era, a ti te lo digo, dejarse horas en la bañera que tenía el baño del piso superior, no sola, sí con la foto de Marito en sus manos. Amaba esa imagen de Marito, que había robado, sin que nadie lo percibiera, del legajo de la policía, allí, en la foto, podía verse a Marito de frente y de perfil con los números que ella se figuraba eran los de un corredor de maratones, potenciaba el sentir de esa mirada la vincha Puma de Marito, que instalaba  sus cabellos felinos por detrás de la misma, esa es la función práctica de la vincha.
María Luz amaba aquella imagen multiplicada, de tanto tocarla la había desfigurado, Marito era flaco ahora y bello, no el desquiciado lechón que vagaba por el barrio y la pobre Mary Light no veía, ya que lo amaba sin estribos, alejada de todo límite sea éste físico, palpable o imaginario.
Mas allá de ello, ella, como señalamos en el comienzo de la narración, quería una demostración empírica, no ya el pin, porque habían pasado diez años de aquello y había ahora otros intereses como una moto de agua o una tartera, alguna cosita, aunque sea una piedra que rompiera la ventana del baño y cayera en la bañera. Pensemos que María Luz no se había movido de aquel aposento en diez años, la imagen de la foto era ya la de un palillo  escarbadientes, Marito semejaba un desnutrido niño ruandés. A la bañera los padres de María le habían colocado un filtro, para evacuar todo lo que ella evacuaba, le arrojaban también cloro en polvo y clarificador. Maria comía en la bañera sin soltar la fotografía, estudiaba a distancia y miraba puntualmente a toda hora la televisión, sin soltar la imagen.  La piel de María era ya la de una foca y su aspecto también, sus sobrinos ya no le llamaban cariñosamente la sirenita, ahora descaradamente le decían horca asesina.
María Luz almacenaba en el baño todos los viajes de Costeau y Waterworld. El agua era ahora su lugar, allí amaba a Marito día y noche. Era, de todas formas, un trastorno para la familia el traslado, los padres debían bajar la bañera con un montacargas para posicionarla posteriormente en un acoplado y de ahí viajar, como lo hacían todos los veranos desde barrio Las Flores hasta la casa de los abuelos en Santiago de Chile.



Cronología del hombre globo


Como tantos otros gametos uncidos, estos, habían formado el zigoto sin ninguna anomalía. Los espermatozoides provenían de la tesitura austera de un hombre de negocios, Oscar era dueño de una empresa de globitos de agua. Los óvulos, de una mujer confiable y sensata, desde chica, Elena se pasaba las horas haciendo grumos en las tortas, con crema y una manga. Después de haberse casado se dedicó de lleno a la repostería, a menudo, 24 horas de horneo. Una sola vez se le escuchó la extraña queja, disléxica quizá de "yo amaso, amaso y a mi nadie me amasa…”. Eleeeena, susurro Oscar desde la penumbra.
Los primeros meses de embarazo transcurrieron con normalidad, Elena, quien sería madre primeriza mantuvo con cautela y en secreto la noticia de la gestación. Tomó todos los recaudos necesarios, los indicados por su obstetra. Sabía que la única forma de perpetuarse estaba en el horno.
Iban pasando una a una las ecografías y si bien podía observarse que una masa corpórea aumentaba su tamaño proporcionalmente al paso del tiempo no había forma de determinar el sexo. A los progenitores poco les importó ya que se aferraban a ciertos esoterismos que incluso les provocarían en un futuro cercano cierta sorpresa.
A los siete meses y veintiún días Elena comenzó con las contracciones y esa misma tarde rompió bolsa, el momento tan ansiado había llegado. A pesar de lo prematuro su dilatación era buena. Elena abrió sus piernas ante la mirada abstinente de Oscar, su matriz era de lo más parecida a una torta de bizcochuelo, exquisita, esponjosa como la goma espuma del colchón de la cama que tenían en la pieza de atrás. Cuando ni el obstetra lo esperaba algo comenzó a asomarse, algo que quería formar parte de este mundo, algo que empezaba a pertenecer. Pero un estupor generalizado invadió a los médicos y sus enfermeras, lo que asomaba no era la cabeza estereotipada de un neonato sino un pico de goma para ser inflado. La exclamación de los padres fue inoportuna. La cosa había salido del todo, y aunque algún instrumentista mal pensado dudara al principio de que se tratara de un preservativo olvidado, y que atrás vendría el niño, no... no... el chico era un globo. Oscar y Elena acababan de gestar al hombre globo.
A pesar de sus rasgos y del tiempo que pasó suspendido en la incubadora, los profesionales pudieron determinar que su ciclo vital continuaría y su desarrollo sería regular. Ya había nacido, y más allá de eso, iba a crecer, inflarse, reproducirse y  morir.
Los padres fueron aceptando paulatinamente las dificultades que se les iban planteando en su crianza, superando con tino cada obstáculo, días de presión baja, masas de aire frío, vientos huracanados y en especial, una arraigada ciclotimia que caracterizaba al niño como una verdadera veleta. Así fue cómo ubicaron al niño con forma de globo, lo fueron insertando en la sociedad. Su primer trabajo lo llevó a cabo en la empresa de su padre, haciendo las veces de molde, esto le permitió mejorar la calidad del producto y aumentar considerablemente su producción. Después de los primeros tres carnavales de su vida pudieron vacacionar en la costa.
El epílogo de su niñez lo encontró trabajando en una clínica que realizaba cirugías plásticas, así, formó parte de algún pecho ajeno, erguido y manoseado. Jugó, estudió, se perdió en las fauces de cualquier tormenta de viento, se peleó con sus hermanitos, se emborrachó con Legui, dio su primer beso y se enfermó de angina, aunque nunca pudieron realizarle un análisis de sangre. Envuelto en el manto impoluto de la adolescencia el niño globular aumentó considerablemente su tamaño, su trabajo también creció. Todos los fines de semana lo contrataban para formar parte de casamientos, cumpleaños y despedidas. Fue en una de ellas donde conoció al primer y único amor de su vida, una hermosa piñata desinflada.
Los gajes de la maduración, pertenencia y progreso quisieron que nuestro hombre globo formara matrimonio y se independizara plenamente de sus padres. La reproducción de globitos creció cuantiosamente y para no ser menos que su antecesor, abrió una fábrica de preservativos. El hombre globo mantuvo su status durante años, perteneciendo a una de las clases sociales más elevadas. Supo sobrellevar el rol de padre como pocos, soportó los avatares del corralito y la indiferencia atomizada de la globalización. Fue ferviente seguidor del fútbol que practicaba Huracán y de la programación continuada de la cadena televisiva Brasilera O globo. Balloonman ya era más que un hombre.
En las postrimerías de la vida y desde la posibilidad de ser aerostático pudo recorrer el mundo desde el aire casi como devolviéndole al mismo la propia existencia. Balloonman nunca se resignó al sueño de ser terráqueo.
Ya, cuando arreciaba la sudestada y la familia anclaba en los techos de un pororero, para así manchar de color la tarde, el hombre globo dejábase hundido en sus pensamientos, podría escapar, golpear las ventanas del viento e insultarlo, sin embargo, veía a sus niños brillar como copas de plata en un mediodía de San Telmo, y se decía, qué bien, lo he logrado, la felicidad tiene forma de globo, la felicidad es aire encapsulado, jadeo, y feliz sacudíase como liendre... la respuesta mis amigos, está flotando en el viento. 





PARTE II



Mi nena



I
Los colores que se asoman al balcón tienen ganas de jugar con las manos de mi nena. Son de todas florcitas de jardines de un lugar que visitamos nuevitos con perfume primaveral. Algunos pájaros se acercan a comer alfajor y envuelven con el pico las trencitas de mi nena y de a poco la levantan como si fuera una campeona y la suben por la terraza, muy cerca de los aviones. Yo les digo que vayan despacio que acaba de comer canelones. Mi nena sonríe desde lo alto, mueve los piecitos en señal de agradecimiento y los pájaros la llevan bien agarrada de las trenzas a dar más vueltas. Cruzan todo el desierto de la panza de un televisor y la nena cambia de canal para volver a la selva. En la verde espesura de las comadres, que tienen frutas en las canastas de la cara, se mueven unos peces que arriman besos y orillas. Son pequeños, pero muy atléticos.
Más tarde los pájaros bajan a buscar un poco de azúcar de unos frascos que dejaron las abuelas. En la música que se escapa de los hornos de barro las ojotas chapotean, son los grillos más buscados, durmiendo bajo el bocado. Mi nena abre los ojos y me envía un e-mail: “papá, el viaje está de fiesta, vuelvo tarde, tardísimo”. Respuesta: “mija diviértase”.

II
Ella sabe lo que tiene que hacer cuando la proximidad geográfica es una excusa detenida y me envía otro correo recriminando mi inexpresiva actitud y me dice: “la próxima ponemos una camarita y por lo menos nos vemos los rostros”. Todos los viajes de mi nena son como rostros variables entre bolsitas de cumpleaños con caramelos de goma y el último gesto facial que aprueba el desvelo del último pájaro, el que nadie podrá explicar por qué es el último, el que maneja la bandada desde atrás observando las formas de rostros que también éstas toman antes de la tormenta de viento. Mi nena odia las tormentas porque justamente odia el viento, no quiere que se lleve su delicada figura por el aire denso de la ciudad, no quiere que la contamine el aire que viene con ese viento y parece nuevo pero no lo es, un viento que desviste a mi nena, la deja sin prenda.
“Con los ojos cerrados me vez mejor” dice recordando la canción que alguna vez intenté cantarle como imitando una frecuencia entre mi nena y su mundo exterior, sin saber bien si era de Sui o de Serú, volvíamos a presionar "repetir" en la vieja compactera para no levantarnos del sofá y que mi voz sea sólo una transición en todas las cosas que mi nena iba imaginando antes de penetrar la armonía y comer fideos.

III
Ahora sale el sol, los pájaros se ponen otra vez en marcha.
Y vienen. Vienen a todo galope. Rebuznando de sorpresa, maullando de emoción. Estos pájaros, disparates escamados, son los mejores amigos de mi nena. A ella le divierte el vuelo rasante con sus cascabeles y campanitas que, muy golosamente, nos anuncian la lluvia. Mi nena dice que son puntitos que tiran desde el cielo y así los pájaros ladran de la risa. Cada tanto hay un dansin frenético y yo vuelvo a decirles a todos que bailen despacio que acaba de comer ravioles. Pero ellos ni se enteran pues están entusiasmados con sus disfraces y anteojitos. Pájaros, pajaritos y pajarones me la llevan y me la traen todo el día, todo el tiempo y yo los sigo en el vuelo, cuando puedo. Cuando me dejan. Hay momentos sublimes y es cuando ella extiende sus deditos y éstos rozan mis cachetes, mi cara redonda de nene. Y es allí cuando siento el rojo y el rosado que me pintan, que me inundan de alegría. Entonces yo atrapo algo que pasa volando y me dibujo. Me dibujo, infinitamente en esa fuga con ella, seguida de todos los pájaros del mundo.


Cuando sea grande quiero ser…



Cuando sea grande quiero ser aviador, llegar a países exiguos, grandilocuentes o mágicos, quiero ver unas vaquitas pastando en la pista, saludarlas, ver también a esos enanitos de los jardines que se ufanan de la ley de la ele pero se esconden todo el tiempo en lo de la doña. Quiero ver una cascarita de banana pisada en la esquina del cementerio y alguien con un clavel pintado, afuera.
Cuando sea grande quiero ser la hormiga atómica, un enfermero, un corredor, papel crepe, lluvia, el Chapulín Colorado, un ruiseñor, la promesa de la cama, un abejorro, no un dictador, quiero ser almeja, una vieja, tinta de impresora, la profesora. Quiero ser cucurucho, un serrucho, Pinamar, un frasco de anchoa, quiero ser Pessoa, un volcán, un sándwich de miga, un queso sardo, una piecita de ajedrez, una empanada de algas, un chulo, un bastón, no un inglés. Quiero ser porcelana, un ovillo de lana, una fritura púrpura que camine por tu cintura, un animalito, la pantalla grande de un cine al aire libre, un espejo roto del aire, la gota que se cae de tu ojo manchado, quiero ser tu hombre invisible, el tatuaje de las papitas, tu papito, tu gamulán. Quiero ser prisionero de tu contestador automático, dejarte algo así como: “mañana a las seis nos bañamos juntos”. Quiero ser Dalí, Dylan, diler, no dólar. Quiero ser Galeano y calentar a todas las nenitas de Humanidades que se van con las polleritas de colores y los aritos para aplaudirme todo el rato, quiero ser el novio de una nenita de Humanidades, las amo.
Cuando sea grande quiero ser un bombero y salvar a tu perro Asti, que se ha quedado mudo en la azotea de tanto humo y yo bajo con él en las manos y que vos me mires y me digas: “gracias señor bombero, como usted no hay” y después incendiarme en vos, inmolarme cantando el himno argentino.
Cuando sea grande quiero ser velador, estar todo el tiempo encendido en tu lado de la cama, amor.
Cuando sea grande quiero ser un sucio Boulevard y que los borrachos y Lou y Coky se pinten las uñas desaforadamente.
Cuando sea grande quiero ser el cartel de la cancha y poner bien grande ¡Gracias Don Angel tu blancura me anima a moverme más por los laterales!
Cuando sea grande quiero ser xilofón, lancha a pilas, un pate de foi, y ya me voy, ya me vua, quiero ser botella de ginebra y que venga Luca y me bese toda y me moje el cuellito.
Cuando sea grande quiero ser avestruz, para esconderme de los de la DGI, cuando vengan a las casa, ¡basta!, váyanse, no los quiero ni yo ni mi mujer.
Cuando sea grande quiero ser un tubo de oxígeno de un hospital, para servir para algo alguna vez en mi puta vida. Tubo de ensayo de laboratorio para que metan ahí unos polvitos raros y saquen colores que curen el sida, quiero ser tu botín, tu premio mejor, quiero ser tu botín Ronaldinho, tu bota Brigitte, tu taco Michelle.
No quiero ser cuando sea grande alfajor, ni prisma que no da colores, ni un semáforo en rojo, ni un Piel Roja, porque fueron asesinados por los hombres de gorro y pañuelo. Si quiero ser disco de pasta de los Beatles, de los Bee Gees, De Nicola Di Bari, dí bari, dilo, dilo, Matt Dylon.
Quiero ser película de la Coca, quedarme ahí, quiero ser película del cine Francés, de Godard, filmar con Depardieu, con Delon y Binoche, y que se haga de noche filmando y que estén todos los pibes del barrio tomando vino.
Quiero ser albañil y sudado y con los bíceps explotados piropearte así: me gustaría ser lágrima para nacer en tus ojos, viajar por tus mejillas y morir en tu pupito, con piercing o con aro. Quiero ser aro de cebolla, de básquet, quiero ser Magic Johnson, magic click, Don Johnson, tropa, quiero ser tu ropa, mami, tu shampú, tu comida para perros, tu Dogui, acariciado, guau, decir cuando me ames.
Quiero ser cuando sea grande una provincia de algún lugar raro, gobernador de Tiffany, desayunarme con Truman, con trompetas sonando, con una carita pintada de rojo pasando. Quiero ahora ser un clavadista en los mares de México, comer unos tacos antes del salto y gritar, ¡ahí voy!, despejen la zona, y me lanzo. Atrás viene mi compañero Johnny, que es de Dinamarca y tiene una hermana muy bella, nadadora también, practicaba en un lago helado y la naríz le quedaba toda colorada. Otro trago, decía acodada en la barra de un bar, eso la perdió, dejó todo, Johnny ahora le escribe cartas desde Yucatán, despiértate sister, vuelve ya a las aguas minerales.
Quiero ser un jardinero, quiero ser Cruz y podar un pinito con formas inmemoriales, dibujar en el aire con mi tijera platos voladores, mujeres sentadas al borde de la peluquería, un tranvía, hacer cositas en el aire y que los vecinos me llamen el hombre manos de tijera. Corte.
Quiero ser un alfiler, un manojo de hinojo, un proyectil de baba, una península de Valdez, tu diario íntimo, tu mayordomo, tu vasito de jerez, tu limonada, tu parte no acostumbrada, tu jardín de la república, tu folletín.
Cuando sea grande quiero ser Robert Redford, y comer junto a ti queso roquefort, llevarte en mi Ford a un fiord ¡oh mi alcanfor!, mi lord, mi muselina.
Cuando sea grande quiero ser bailarina, andar por ahí vistiendo ropas apretadas, estar atrapada en el ascensor y que vos me preguntes ¿Qué hacés?, soy bailarina, bailo en el Colón, con todos, con Guerra, con Bob, con Boca, con una esponja, con una ponja, con un pedazo de carne atado en el zapatito de danza, con un canario que canta mejor que vos, y saludar desde arriba y que me tiren flores de muchísimos colores de la platea, para vos le digo a mi novio que llego tarde de la oficina, para vos, sonso.
¿Sabés qué?, cuando sea grande quiero ser feliz.


Lauri, mi infancia


Las vacas daban vueltas con sus cueros rasgados. En la tranquera, al amanecer gritan sus cosas, unos mugidos graves que hieren el corazón del sol. Cuando amanece soy feliz, y el barrio se vuelve una bobina donde voy ovillando hebras muy dulces. La mañana tiene olor a pan con manteca, algo quemado, que alguien va comiendo mientras piensa en los colores del césped. Y dice. ¡Amo a Lauri! ¡Quisiera que estos pensamientos fueran un homenaje a sus lecturas!
Sin embargo el parque está vacío, y nadie camina cerca de las hamacas, ¡pero igual se mueven!
¡Es el deseo! ¡Lauri yo te amo!.

Hasta aquí la pintura de un laberinto, las tribunas circulares, las ruinas de un manual de sexto grado que encontré entre las cosas de mis abuelos. En las hojas amarillas unos niños se sumergían en las piletas municipales del Parque Alem cubierto con sus risas. ¡Y una olita cristalina avanzaba hasta el comienzo! ¡Quiero ser feliz! ¡En besos!  ¡El amanecer, las flores! ¡Ah, el amanecer!
¡Los fideos al pesto, la máquina de hacer chocolates! ¡Y esa churrera que se rompió hace tanto! Todavía me acuerdo de esos días cuando la luz quería durar
sobre las cosas...
¡Mi abuelo Héctor vive! ¡Babilonia, Babilonia!
Y así vamos al mediodía pensando que el tiempo se comprime o expande, en hendiduras ocupando la claridad, la nada. ¿Es posible que sigamos durmiendo bajo la manta del caballo? ¿Qué le demos de comer el pasto verde y de tomar el agua clara? ¿O que con una manzana nos acerquemos por detrás hasta su hocico
para decirle algo?
Suponer que los negocios se cierran y que el lápiz del almacenero da vueltas solo sobre la mesa. Que la siesta de este pueblo es muy larga. Que la casa de mis abuelos es ceniza. Que los buñuelos son azules al costado de las tazas. ¡Lauri yo te amo! ¡Tantas veces te lo dije! ¡Mis amigos me van a matar porque les arruino el texto! ¡Quiero chupar todos los mates, sorber todos los cocos!
En el pavimento apareció una mancha de aceite. ¡El otoño es tan hermoso en Rosario!
¡Toda la adolescencia, los caminos del colegio, la noche que nos sigue sin hablar!
Por la ventana de la casa del vecino se ve un microondas rosa, apoyado en una mesa de metal. Los adolescentes se abrazan en los patios barridos por el viento.
¡El amarillo de las hojas despilfarra todo el oro!  ¡La trompeta de mimbre, el arpa de paja! ¡Las medianeras que parten la sombra en meridianos! ¡El bebé ya tiene dientes! ¡Estas son las bodas del carnicero y la maestra! ¡Los vestidos  con delantales! ¡Me acuerdo de las tardes que pasamos juntos! ¡Y de que fuimos de la mano hasta un restaurante vegetariano donde miramos el menú! ¡Lauri yo te amo!
¡Besos, besos!
Cuando llega el crepúsculo unas bandas rosadas se quedan pensativas. ¡El sol nos saca fotos!
¡Cuánto me gusta el ocio de esta vida! ¡Miramos transformarse el paisaje y en la retina nos quedan los puntitos del color! ¡Hay un pintor chino ciego! ¡Hay un búho! ¡Hay un secreto! ¡La calle, el cordón de la vereda! ¡La luz que se deforma una y
otra vez!
¡Todo es tan suave! ¡Tomemos un helado! ¡Es la experiencia de la vida!
¡Empecemos de nuevo! ¡Los cuerpos, los cuerpos! ¡El manuscrito de un anciano! ¡Es abril!

Me gusta ver pasar el colectivo, me quedo en la ventana y voy siguiendo con el dedo el recorrido que hace por las calles. Miro a la gente parada en las garitas. Los chicos peinados para ir a la escuela. Una nena nos saluda con sus manos. Y una vieja matea en la puerta de la verdulería con su bombilla de caña. Está parada al lado de una jaula de alambre con un canario.  Me gusta cuando llega la noche y en la oscuridad del jardín se encienden los hilitos de baba de los caracoles que
trazan caminitos en el césped.

La ventana es cuadrada, pintada de celeste y crema. Es como si las vetas de la madera con las capas superpuestas de pintura quisieran decirnos algo, pero al no saber cómo empezar se quedan calladas. Me acuerdo de cuando me escribiste, "toda mi vida, mis estudios, mis viajes, fueron una preparación para estar con vos"... ¡Ay Lauri te quiero tanto, tanto! ¡Que este mundo permanezca!
¡Y qué aquellos que se besan mientras cantan superen en color al infinito! ¡Besos, besos!



La vida, ese tupper

                                       “Quisiera ser tupperware para poder conservarte”
                                                                                       Salvador Trapani


Sin precintos ni avatares, pasarse la vida entre paredes de plástico resulta frágil.
Esperar cierto destape y seguir enhiesto. Sentirse fiambrera, cumplir el ciclo desde un recipiente, nacer, comer, reproducirse y morir en el cubículo inesperado de la conservación de la especie.
El señor Earl S. Tupper no podía imaginar el furor que iba a causar su invento cuando en 1946 pergenió el famoso tazón maravilla. Nada tuvieron que ver – y cabe la aclaración – el joven ni la mujer maravilla. Aunque sabemos perfectamente que don Earl pasaba horas escuchando Wonderfull World con dos pocillos de porcelana en las orejas, para amortiguar el eco.
El “tupperware”, que significa “mercancías de Tupper”, permanece desde entonces entre nosotros, ayudando a la preservación de los alimentos. Y es que sirve para todo: congelar comidas preparadas, no preparadas, no comidas, congelar comidas congeladas y descongelar, sirve también para no congelar absolutamente nada.
Guardar restos en la nevera y nevera en los restos y transportar los alimentos sin riesgo de que se desparramen. Por esta razón, el tupper cada vez viaja más a la oficina, a tu casa, a la luna y hasta se puede plegar para transportarlo en una riñonera, bolsillo o estuche.  Humilde y hermético, comparte el don de los hombres sabios, el silencio.
Quitar el aire es su secreto; así ama, así mata, preserva ocultando. ¿Discreto por convicción? No, opaco por naturaleza.
70 y 30. 70 y 30. Cerrar un tupper con precisión exige pocas artes y mucha ciencia: 70% de fuerza en la mano izquierda y un 30% de la derecha, como disparar una 9 milímetros pero con mayor sutileza.
Danger. El uso de un tupper nuevo sin lavar imprime un sabor a momia irremontable, un gusto empalagoso difícil de explicar parecido a respirar pelusa de aspiradora mezclada con polvo de rincón. No olvidar, los tupper se curan como el mate, las ollas de hierro y las personas, a veces, claro.
Para apoderarse de algo uno debe crearlo cuidadosamente, pensó Confucio. Y Earl S. Tupper, con paciencia, aprendió a conquistar el mercado mundial de la practicidad. Jamás aceptó una campaña demasiado agresiva para promocionar sus ingeniosos ghettos atmosféricos. La guerra no se juzga, se evita.
¡Llame ya y obtenga 1000 tuppers, no causan sobredosis! Ni mangueras para enrollar, ni fajas reductoras, ni baba de caracol se ofrecen por más de dos unidades. Scheherezade y las 1001 noches, usted y los mil tupperware se animan al millar. La magia del vacío. Guardar significa amar, cuidar con persistencia, exhalar protección y volverse querible. ¡Guarda!
De todos los colores y de ninguno, el tupper juega al espejo, caja de trucos. Camuflaje, supervivencia, en la Naturaleza todo lo importante lleva tiempo.
Earl intuyó que los vacuos eran tan importantes como los llenos y concibió un objeto que ordenara atesorando. Quien ordena es poderoso y el poderoso elige.
Poder elegir hace feliz.  Sólo se trata de durar, pensó Earl S. Tupper cuando corría presuroso hasta el lavabo. De niño la fobia social lo había tomado de la cintura como lo hacía su novia Caterina Mc Intoch en las tardes chorreadas de crema de maní, en la costura de los campos de Connecticut. Ella lo aferraba de atrás y al oído solía susurrarle versos de Roco Sumbaba, un poeta africano que había viajado hasta el país del norte escondido en un barril de cacahuates desde Kenia. Le decía entonces Caterina “la selva me quema los labios, la lengua, se quema, se quema, se quema ahí”, todos poemas escritos por Sumbaba en su viaje de exilio. Textos que se habían convertido en lectura obligada en el sur de Tennessee, de donde era oriunda Mc Intoch. Esos poemas habían cavado hondo en el desierto mental de Earl. Entendía que el viaje de Roco, su encierro, lo habían conservado en buena forma. Comenzó a pensar que aquello que es sometido a un encierro perdura. Recordaba ahora a su abuela Murdel que permaneció cinco años en el baúl de un Buick, alimentada sólo con insectos verdes. Los ancianos del pueblo dijeron, al verla salir en un descampado de aquel baúl abierto que ella pensó cerrado esos cinco años, que se veía más joven.
Sólo se trata de durar, pensó Tupper una vez en el lavabo y aquella idea tomó forma de envase plástico, aquí todas las bolsas son de cartón, no como en Argentina. El plástico es un polímero que protege los alimentos, no como el cartón que les transfiere su aroma y humedad, sintetizó Earl en su cuaderno de anotaciones. Al instante corrió desnudo hasta el jardín, tropezó con el triciclo de Michael su nuevo amante, que dormía después de una borrachera y gritó “plastic”, plástico en castellano. He ahí el comienzo de una relación perdurable entre los humanos y su vianda, hasta la llegada del freezer, asesino del tupper, no de su esencia, que todavía olemos en los poemas de Sumbaba.


El almacén


En el almacén cotorreaban las cachorras y también las más ancianas. Se quemaban las orejas con ácida saliva, de puta o comadreja. Allí se destripaban los dolores con olores ajenos. Todas las tardes pasadas las seis, una cita obligada.
Las aceitunas descansan en los frascos como ausentes paquidermos al borde del desborde, las moscas y su música esperando el dulce de leche, de la heladera vuelan los lácteos a las bolsas de nylon. Marquitos se entregaba a los picles y las cebollitas, yo más conservador me limitaba a las galletitas dulces, que dormían con adornos de pintitas, membrillo y confites, en latas inmensas con ojos de buey.
Y entre tanta cita cotidiana, entre listas diarias a largar de memoria como versículos comestibles, a veces, el milagro. Como aquella tarde que mientras las mujeres se metían en otros cuartos, otros pasadizos, el Chori llegó corriendo, exaltado, con ojos de sapo, la transpiración al dente. Tumbó, gritó, la chata del repartidor tumbó. (Pasa que en el barrio los badenes son como malecones de estación). En verano, cuando la lluvia se espesa, los badenes son piletas donde perderse, los cuerpitos naufragan entonces en el marrón, con ganas. En los tiempos del carnaval, son lugares estratégicos para montar el ataque, ya que se detienen los desprevenidos y los cagones, no así los ciegos que dejan allí de recuerdo el caño de escape.
Los almacenes de barrio no van a desaparecer, como las medias can can o las medialunas. Los almacenes se mantienen ahí, como monumentos o rostros de héroes perdidos. Son el patio trasero, el bar que no está, la heladera suplente, la vecina de los huevos dorados.
Los almacenes de barrio no van a desaparecer, como los discos de pasta o las chicharras. Son el ruido a persiana herrumbrada, la cucaracha en el mostrador, la pesadez del aire, la libreta con precios como palotes rupestres, la posibilidad de comprar al fiado.
Los almacenes de barrio no van a desaparecer, como el lunar candente de la entrepierna, el ruido blanco del afilador, la moneda de un peso falsa. Son la figura edilicia que Alicia nunca pudo espejar, el recoveco esquinado, el arquero suplente haciendo ejercicios de precalentamiento para jugar de nueve.
Ahora otra era la pelea, insoslayable resulta considerar justo un reclamo del consumidor, pero parecía que esta vez la razón la tenía el almacenero y no iba a cambiar ese paquete de fideos que Irma nunca pudo servir en la mesa. Que se les hayan pegado es una cosa y que reclame sobre el supuesto de que estaban plagados de gusanos es otra. Yo venía a ser algo así como un testigo accidental, un observador circunstancial de los hechos y hasta intenté comprometerme en acto con la situación, al menos seduciendo desde la propia retórica y calmar los estados de ánimo. Lo que jamás hubiera pensado es que la violencia intercedería como un integrante más. Irma revoleó el paquete con lo que quedaba en su interior, con vehemencia. Esos fideos que nunca introdujo en la olla, contra el mostrador de los embutidos y el almacenero no vaciló en agarrarla de los ruleros arruinándole el peinado. Irma también supuso que en los almacenes se ocluye ese no sé que de adrenalina invasora que hace de todo esto un fabuloso engrudo.
Chapoteando en el frasco de aceitunas, ahuyentando hormigas del paquete de vainillas, practicando el estilo mariposa en la barra de chocolate derretido, haciendo salto con garrocha con el escobillón, allí me había quedado extasiado, más allá de cualquier pelea, badén o chata de repartidor.
Los almacenes de barrio no deberían desaparecer, como las Remington, las Vespas o los molinos. Son las ganas que nos atienda la hija del almacenero, el resbalón en el piso recién encerado, el error de la máquina registradora, el vuelto con caramelos de goma, la lapicera en la oreja.
Lástima, pienso hoy, rescatando lo que queda de ese espíritu lúdico en dibujar rayuelas con las ruedas del changuito en un pasillo interminable de tan blanco. Lástima tanto nuevo metro cuadrado y luz fluorescente, sin mapa que ayude de pasos bizcos y góndolas cartografiadas. Y tantos detractores con forma de shopping alentando la extinción de la especie, tanta especie por el piso y tantos tractores detrás. Tanto delivery serpenteado con comida recalentada, tanta fisura aglutinada y uno que no se da cuenta lo atractivo que resulta ir caminando de mañana al almacén de la esquina y volver caminando de tarde a casa.
Mi almacén, tu almacén, nuestro almacén. Esa alma zen que tanto nos protege del malhumor enquistado en la cara de una cajera, ese aroma milenario anestesiando los precintos protectores de la fauna y la flora.
Los almacenes de barrio no van a desaparecer, como el bandoneón apoyado al respaldar de la cama del nono, la vigilia del canario enjaulado que ensaya al unísono su canto estridente. Son amebas degeneradas cansadas de tanta monotonía, tanto ritmo absurdo, tanta contaminación matutina. Son las crisálidas entusiastas que nunca rompieron el abrasador castigo del capullo.



La señora que tiene miedo


Lunes

La señora que tiene miedo se levantó a las seis de la mañana, desayunó, salió en bata a la calle con una tijerita para asombro y comentario del guardia de enfrente y de algún automovilista madrugador: ¡Qué raro la señora, tan formal! Hojeó el diario, se bañó, la cotidiana rutina, la señora que tiene miedo estuvo ocupada  hasta el mediodía, era lo previsto. Sirvió el almuerzo a la familia y se sentó a comer, las papas no habían terminado de cocinarse bien, para algunos será una cuestión menor, indigna de registro o comentario, para otros ¡no! Después del postre cambió zapatos de taco aguja por zapatillas y, ropa ciudadana por remera  y jogging, se fue con su hija a caminar porque es día de sol  como escribían los chicos en el colegio, se escuchan pájaros, se interponen rostros figurados, se escucha el glamour adolescente de un recreo,  hay perfumes de flores, quiere llegar hasta el final de la calle para detenerse a mirar  dos azaleas rosadas de un tamaño infrecuente, sabe que no puede demorarse, que toda pérdida en detrimento del tiempo la somete, la reduce, la pierde, pero la señora que tiene miedo atesora  instantes, minutos, se cuela  por intersticios, por fragmentos, se deslumbra ante la armonía, se siente envuelta por el aire, siempre está envuelta la señora, el calor comienza a convertirse en mochila, entra apurada en  su  casa, necesita orinar simplemente eso, ninguna descripción de chorro, chorrito, hilos, gotas finales o salpicaduras, el olor le recuerda los espárragos del mediodía y justifica la urgencia, la señora  se baña otra vez y se cambia de ropa para recibir a sus alumnas de la tarde, porque la señora enseña  oculta en su carcasa de profesora, en su inquieta palidez, qué otra cosa puede ser una señora miedosa como ésta sino una profesora atrincherada detrás de unos libracos, reordena  la mesa donde esta mañana se dispersaron tacitas de café, vasos, cucharas, manchas de porcelana en unas jarras y papeles de caramelos, repara en el minúsculo florero  destinatario del corte matutino de jazmines, en medio un pimpollo de rosa blanca, es la primera que ha dado el rosal, ése que alguien le regaló porque sabe que a la señora le gustan el blanco, las úlceras del ocio, las rosas, la señora escribe lo que escribe, tiene deseos de escribir  el deseo. Siempre la señora  termina su clase casi a las seis de la tarde cuando llegan los nietos porque la señora tiene nietos; han salido  de la escuela y como suele suceder los días  lunes vienen  a tomar su merienda con ella, a que les ayude con los deberes, a ensuciarse de jardín dormido a relamer el último cuento del día y a jugar. Al anochecer los acompaña hasta la casa, apenas media cuadra, la señora camina inclinada para ayudar a su nieta que insiste en volver en bici aunque no sabe pedalear bien, la señora tiene miedo de que los chicos sean imprudentes al cruzar la calle entonces decide sus ínfimas decisiones alzar con la mano derecha la bicicleta y con el brazo izquierdo extendido pretende agrupar y dirigir a los tres chicos vamos rápido que allá viene un auto no vayas por ahí que hay barro adelantate y tocá el timbre saluda besándolo a su hijo, conversan, la señora que tiene tantos miedos piensa que él se le parece en el modo de establecer lazos, en la sencillez, en la búsqueda constante de evadir la rutina y en el color de piel, la señora tan aseñorada pocos minutos después extiende el mantel y organiza la cena, la sobremesa es breve. La señora miedosa señora se lava con jabón la cara casi ni se observa en el espejo, no a esta ahora, sí por la mañana. Contempla los ojos que la miran busca la mirada la enciende sonriendo como si frente a ella la saludara, no el reflejo de sí misma sino alguien decidido a acompañarla sube las escaleras no necesitaría encender luces en la planta alta podría recorrerla a oscuras ahora sí  la lámpara iluminando el escritorio entonces abre la novela ajena y continúa la lectura, la mano ahuecada sobre los labios la señora desliza los dedos y alcanza los bordes tiene miedo de la hoja que responde a su demanda a medida que avanza percibe hasta qué extremos palpita cuando sostiene el lápiz nuevo lo apoya sobre el texto tiene miedo de las marcas, de marcar, pero se arriesga a abrazar algunos términos los encierra y desplaza cambia la posición se sumerge en los renglones con miedo con miedo con miedo la señora se pierde entre palabras con miedo se pierde se pierde.

Martes

La señora que tiene miedo se midió un trajecito que usaba de joven cuando las sombras no se enchufaban a su cabeza que madruga, su cabeza que tiene frío, allá arriba, cuando piensa, la señora se midió el trajecito y con miedo se acercó al espejo, para verse otra vez, para mirarse de nuevo, se detuvo y descubrió que no estaba tan mal, no, para nada, que podía encontrarse de nuevo en el trajecito, la señora salió a la calle como aquella vez que fue la primera que usó ese traje que ahora llevaba bien puesto y se dio cuenta de que no estaba tan mal y que la miraban, la miraban bien y fue entonces hasta el almacén y entró con una sonrisa que se la contagió a todos y que buen día de acá y que buen día de allá y un vino, sí, pidió un vino de más de cinco pesos, porque tampoco era cuestión, había que festejarlo, el trajecito y la sonrisa y la belleza de las flores del jacarandá que ahora veía y compró flores también y cuánto hacía que no comía cornalitos, como aquella vez en el puerto, en Mardel, de niña, con las trencitas bien pegadas al cuerpo, después desatadas las trenzas al aire que por ahí la llevan, entró a la pescadería y hacía tanto, otra vez ese aroma, los peces siempre le parecieron bellos, pero ese aroma y déme medio kilo y entraron bastantes y cargó más cosas en la panadería, pancitos para untar antes de la cena y apuró el paso y entró bella y feliz a la cocina después de poner un disco de Elvis y abrió el vino, aunque eran las siete de la tarde, aunque estaba sola, decapitó los cornalitos, los hundió en harina con alegría, mientras tanto untó queso en unos panes y tomaba vino y bailaba y ya los cornalitos en el aceite hirviendo, en su boca, llevándola al puerto, a los barquitos de color. El marido llegó tarde, después de las doce, la encontró en la cama, con una sonrisa que ya había olvidado.


Tanta sequía

 I
Anoté en el cuadernito, debajo de un paraíso, sacudido y frágil, unas palabras que se caían solas, se caían una a una, como gotitas de vino en un mantel de plástico, después de un vaso chorreado, recogés ese charco rojo y lo llevás a la frente porque da suerte, una cruz en la frente. Anoté:                  
“Después de tanta sequía escucho gotear la lluvia en el techo de la casa vieja y es escucharla en, es escucharla de la manera en que Vos la escuchabas, de la forma en que Vos la sentías, tan mansa, tan ojoslíquidos, tan fuera de Vos y dentro de todo”.

II
Anoté también, mientras pasaban, del otro lado de la calle, a ritmo acompasado, dos mulatas, como salidas de un libro de antaño, vestían, ropas de verano, dejaban al pasar bolsitas de agua que los maratonistas recogían y luego arrojaban con desprecio, más allá de todo, anoté:
“Sé que esta lluvia al fin te regresa aunque sea por unas horas, mezclada con todo eso que sí amabas tanto: las tormentas de noviembre, el mar oscuro en la noche, el aroma del jazmín desparramado en los jardines”.

III
Se partía la tarde como un pan duro, pité rabiosamente un cigarrillo de chocolate, esos que la nona traía en sus espaciadas visitas, venía poco la Luisa, pero era amable y delgada como un grisín despeinado. Recuerdo los patios baldeados, se partía la tarde, decía, como una bailarina cayendo del escenario, no atajada y yo anotaba sin perder de vista tu rostro:
“Tengo ahora la cabeza entre los brazos y hace rato que viajo por estos mantos de arena, buscando en tu cara ese gesto de niña que traías desde siempre y que, de cuando en cuando, dejabas asomar como un sol efímero”.

IV

Ahora se desviste la tarde, muestra sus pechos dóciles, en el acantilado de mi fiebre, y yo, que ahora me siento poeta, escupo, desde una terraza palabras como cataratas y más abajo en las alcantarillas corren sin cesar otros líquidos, menos amables que los que en las cataratas caen, me siento poeta y me siento a pensar y me siento a secas sobre el cordón de mis zapatillas viejas para abandonarme, para dejarme ir como un bondi que no para, siempre hay que anotar el número y reclamar, el cambio empieza por vos:
“En ocasiones la forma de vos inalterable se me aparece en el pliegue del cierre de los ojos, entonces te aprieto y retengo y te muerdo y saboreo todoloquepuedo,  de la manera en que me enseñaste, para que todo lo bueno no nos abandone tan así como así;  tan gratuitamente”.


V
Sólo el humo infecto, lo que escapa del escape. Mi posición casi fetal admite indefectiblemente la posibilidad de un futuro cercano, un erguirse prematuro. Soy como un domingo sin fútbol, eso que se toca de oído. Soy ese hisopo que naufraga la periferia del cosmos. Pero anoto, otra vez anoto:
"Sigo con las manos dibujando en la arena sin tiempo : digo sin tiempo la arena, sin tiempo tus manos, la traza. Todo. Es lo que sucede en este silencio".

VI
Suena Bruce Springsteen en el estéreo, gasta la garganta hasta allá. La luz de la luz en mi alfombra oscura. Un cartel dice "los ojos tuyos, son míos”, propiedad privada, candado. Tengo un carro para recoger los gestos de una mañana joven, los restos de los náufragos, los paisajes deshabitados de lamparitas sucias, esas tardecitas inefables de los domingos esos de los que siempre hablo pero que nunca estribo. Ahora vuelvo a escribir:
"Es ya la última visita del sueño. La última toma. Hay que volver. En el espejo retrovisor: las estrellas y miles de ventanas que tragan polvo y olvido. No dejaré de ver eso nunca: la inmensidad sedosa del cielo-smog de Buenos Aires; la estela del sonido del paso del tiempo en la mente. Quedan surcos, quedan para siempre agujeros imposibles de rellenar".   
               
VII
En el mojón, que en la orilla señala algún kilómetro, en  San Nicolás, se reventó un neumático pero la vi, y sé perfectamente que era ella. Lo que nunca supe es cuánto cobraba por mes trabajando para patrulla urbana. Me vuelvo en moto esperando encontrar ese punto final que determine otro comienzo. Sigo escupiendo palabras como guanaco inerme supeditado al vicio de mascar chicle en primavera. Sigo escupiendo...
"En la repetición de este decir abierto y descalzo, en la lluvia del eco de este decir me desnudo de la cáscara del tiempo y reencuentro las palabras, la huella de las palabras con las que puedo volver a silbar tus alas y a mojar tu orilla, como entonces".




Encima rima



Hemos percibido cómo, a lo largo de la historia, el recorrido de la poesía se ha visto engalanado con la rima, es ella y no otra la que se ha adherido a los versos de poetas célebres que buscaban con su música, seducir a un público ávido de eso, música. Ha habido en todo este camino miles de obstáculos que sortear, principalmente de alumnos incrédulos que han visto en la rima el lugar de la estupidez y el amor vulgar. El siglo XX empezó a marcar el final de una costumbre poética, comenzaron entonces a atacarla, a decir que eso no es poesía, que el que juega con dolor y amor, es un tonto, con florero y sombrero un fumanchero. Piña va piña viene, los poetas rimados dejaron de arrimarse, se iban por los bordes, le decían no al pañuelo cuando había desconsuelo, le decían no a la emoción cuando había pasión, le decían no a los vecinos cuando hacían humo con las hojas del otoño.
Consonancia o consonante, asonancia o asonante, vemos que hasta la definición misma de rima rima. Qué casualidad, qué coincidencia, qué bestialidad, qué incidencia la que ha tenido la rima en los poemas, por ejemplo, de Garcilaso. Sin embargo, hay quienes quieren firmar el acta de defunción de la rima, tirando por la borda una horda de libros y escritos que han marcado a fuego lento a generaciones de ávidos lectores de poesía. Intentan hacernos olvidar de un sinfín de rutilantes piezas literarias, pero cómo olvidarse la maravillosa composición para una joven de Almafuerte “me pides verso y quiero/ sin ponerme y sin quitarme/ para tu bien demostrarme/ tal como soy, todo entero” ¿quién puede dejar escondido en un cajón de la memoria la delicadeza filosófica de Francisco de Quevedo? “Pues sepa quien lo niega, y quien lo duda/ que es la lengua la Verdad de Dios severo/ y la lengua de Dios nunca fue muda”. Fray Luis de León exclamaba “¡Qué descansada vida/ la del que huye el mundanal ruido/ y sigue la escondida/ senda por donde han ido/ los pocos sabios que en el mundo han sido!”, San Juan de la Cruz se pregunta “¿Adónde te escondiste/ Amado, y me dexaste con gemido?/ Como el siervo huyste/ aviéndome herido/ salí tras de ti clamando y eras ydo”. Mientras que más acá nuestro amado Gustavo Adolfo, nuestro enamorado Bécquer nos dice humildemente quién es: “Yo soy sobre el abismo/el puente que atraviesa, yo soy la ignota escala/ que el cielo une a la tierra. Yo soy el invisible/ anillo que sujeta/ el mundo de la forma/ al mundo de la idea. Yo, en fin, soy ese espíritu/ desconocida esencia/ perfume misterioso/ de que es vaso el poeta”, ¡bello, bello!, un aplauso para este exponente genial del asonantar o aconsonantar.
Queremos rescatar también, en el frío invierno de Rosario, a poetas contemporáneos que hoy se encuentran perseguidos por dedicarse a rimar, son amenazados por aquellos que no lo hacen, deben publicar sus poemas en revistas que circulan en círculos diminutos como el orificio de una aguja pequeña, muy pequeña. Gracias a nuestra participación en un encuentro clandestino y a sabiendas de que, al no ser poetas rimadores por excelencia, no seríamos atacados, nos han entregado un material único e inhallable. Transcribimos a continuación una selección de dicho material, detallando no los nombres de los autores sí sus pseudónimos para que puedan continuar con esta sana costumbre que es rimar:

I-
¿Por qué desapareciste y me dejaste el perro ese que no come balanceado? Alan Ameba (pseudónimo).
¿Qué faré yo o qué será de mibi?
Habibi,
non te tolgas de mibi.
Garid vos, ay yermanelas,
¿Com´ contenere meu mali?
Sin el habib no vivreyu
ed volarei demandari.


II-
My love, por Rita Lord (pseudónimo)
Si las musas de overol
tejen mudas estas llaves,
yo abrevaré despacio
las esquinas
de tus naves.
Oh my love, Oh my looby,
No te olvides de este hobby.

III-
Mi enzima, tu cima, de Gregory Suárez (pseudónimo)
Si el pináculo del chori
consume al asador,
para con el chimichurri
compra un catalizador.
En las huestes del carbón
andan tus besos perdidos,
pasame bien el jabón
que tengo los dedos vencidos.

IV-
Del queso y otros ratones, de Bill Buffalo (pseudónimo)
                        a mi mouse

Si olvidé el doble crema
fue por una razón
mi ratita estaba enferma
le dolía el corazón.
Óptico o inalámbrico
creo que era igual
ahora puse una trampera
con queso de Senegal.
Sólo quiero el descremado
para hacerle un homenaje
a este poema rimado
que no tuvo defasaje.


En la estación



En la estación, donde me figuraba, unas horas atrás, nadie llegaría a recogerme, decidí incendiar una parte de mí, la del adusto introvertido que convive con los huecos del pasado para convidar al otro, al que habitaba partes más profundas pero de todas formas ahora significantes, ya que pugnaba por vomitarse por esos pasillos atestados de bolsos y braguetas ardientes. No hay relojes que demarquen los pasos del viandante cuando éste desespera por llegar, por acomodarse en una butaca gastada y ahí dejado y solo palpitar la inconsistencia se hace un deber. No alcanzan las baratijas, ni las revistas de moda, cuando clavado el objetivo está en la retina del tiempo todo desaparece, se esfuma.
A mí nadie me recogería en la estación, eso me figuraba horas atrás, pero a alguien sí, a una mujer tal vez, a una estudiante, ya que era viernes y ellas se embarcan a sus pueblos o ciudades cercanas. Soñaba cuando estudiante, cuando todavía se me permitía soñar, noviar con una niña de un pueblo, estudiante sí, pero de pueblo, no con trenzas como Grecia, ni con manteles a cuadros, sí con una mesa larga al sol de la primavera atestada de embutidos artesanales preparados por su madre, tal vez su abuelo, de manos amplias como la Pampa, de delicadas formas de mirar, como lo hiciera una vez en una visita al museo Nacional de Bellas Artes, detenerse, imbuido en uno y el cuadro, detenerse, vibrar en el acompasado ritmo del transcurrir sin horarios, detenido, ante un Modigliani, un Renoir o ante el guardia que quieto como un cuadro te observa, te genera la fantasía de correr hacia el cuadro, sacar tu trincheta de actividades prácticas y hacer mierda una obra de millones de dólares, salir en los diarios después dando explicaciones podría ser divertido. Ciertas veces uno piensa estas situaciones, en un segundo podes tirar todo por la borda, meter tu mano fría en la entrepierna caliente de la que viaja a tu lado en un colectivo de mañana hacia el trabajo, romper vidrieras con botellas  vacías, ciertas personas al cometer estos actos con premeditación y prudencia se convierten en inofensivos, como los corredores nudistas que invaden los campos de fútbol con insignias ecologistas, yo no me refiero a eso, sino a actitudes irracionales, que sin dañar a nadie podrían generar tamaño alboroto.
Ya que nadie me esperaba pensé en sacar otro boleto a ninguna parte, a donde alguien que me interesara estuviese haciendo la cola, salí a caminar entonces la estación buscando a esa mujer que me llevaría a ningún lado. Y esos clips posmodernos sacudiendo las telas del viento. La atmósfera ocasional de los escapes como una latita de Warhol enmudecida y vacua en otro cuadro o fuera de éste. Nunca me gustaron esas papas fritas envueltas en los papeles recónditos de los micros, su efecto, toda su sal apelmazada en su flora intestinal, mi fauna de fauno. Nunca me gustó la espera, aunque sé de su conservación potencial enquistada en la carencia de encuentro. En algún punto yo quería esperar, seguir esperando en la estación los restos imaginarios de la mano que me ubique en el asiento trasero, que sorprenda los intersticios de un cuerpo inerme como ubicuo en la no espera.
Ya que nadie me esperaba pensé en sacar todos los boletos a ninguna parte, a donde alguien que me interesara estuviese haciendo la cola, entonces salí a caminar entonces la estación buscando ese lugar que me llevaría a ninguna mujer. Volví a Reconquista.
En la estación, donde me figuraba, unas horas después, ningún lugar es para esta sangre, decidí apagar el incendio. Esa parte de mí que había quemado, que había sometido a la combustión interna de las arterias. Y era como extinguir ciudades concurridas o viciadas por la inconcurrencia. El olor emulado de la piel en las multitudes, la mesita de luz y las tetas que nunca olvido pueden indultarnos o mejorar los síntomas del paisaje que nadie ve, que nadie ha visto.     
También había soñado con esos espacios profanos, la masa crepuscular de los puntos cardinales, el esqueleto hosco de un continente que nunca llega. Las vanidades emplazadas de un fiordo, una estepa, un canal castigado por la mirada de las parejitas alucinadas por la luz del flash. Y uno se va dando cuenta de que todos los lugares conducen siempre a ninguno, que cuando llegamos no hicimos más que habernos ido, que esa senda no tiene dirección ni sentido.
Ya que nadie me esperaba pensé en despertarla. Las geografías y las mujeres son el sesgo más onírico de un niño que nunca viaja.


Alguien detrás de un vidrio



Alguien 1
Alguien que limpia vidrios no es sólo alguien que limpia vidrios, es quien puede ver del otro lado sin trepar medianeras ni tejidos, incrustar la cabeza en el tiempo pretérito de lo que está adentro. Es quien puede escribir con el índice "Lucrecia te amo" y guardar rincones de ella en la otra mano sin firmar su obra cuando el invierno empaña la dermis y borrarlo después con toda la palma izquierda sostenida apenas por el hálito de la sensación térmica. Es quien puede pararse frente al televisor cuando Central tiene un corner a favor y que otro pregunte gritando si es hijo del vidriero. Es quien mantiene con premura la mirada fija en las dos adolescentes del octavo B que se quitan el uniforme apresuradamente para fingir otra tarde atlética bajo las vueltas crónicas del cordón en la plaza. Es quien se cuelga del miembro del mundo desde la herrumbre de una roldana insegura de sí misma.

Alguien 2
Alguien come de los restos de hinojo que quedaron en la jaula del conejo, el desasosiego troglodita, como salir del foco, desenfocarse. Sobre la cajita de música aún baila descalza con la planta del pie imantada al círculo magnético de la fertilidad. Propone el origen de una raíz. El pararrayos de la iglesia crece después de cada tormenta, como salir del efecto, efectuarse.

Alguien 3
 Alguien que limpia vidrios es una obra en construcción de los paisajes, puede verse a sí mismo cuando el sol de las doce pega de lleno en la complicidad refractada de los balcones y hacerlos más nítidos después de la lluvia de sus dedos empuñando un líquido. Es el cráter de las estructuras de cemento inhóspitas, el descanso del ladrillo visto, el interludio de la luz. Es un paria del humus, un trapecista aferrado a la gamuza amarillenta corroída por los domadores casuales. Es un vaivén apologético, la continuidad del andamio, es quien termina con la neblina de otros.
   
Alguien 4
Alguien que limpia vidrios impone la proximidad, remarca las aristas de las cosas, hace que los puntos sucesivos sean más compactos, puede espiar ebulliciones, estados de tibieza, desayunos a solas, hacer que se enhebre en otros la mirada más arisca y confundirse. Es un ave atada, un equilibrista en mameluco, un detalle arquitectónico; se mimetiza e irrumpe, es un detalle superfluo, enagua de cortinas, atajo de luz sobre el escritorio poblado de papeles vacíos.
 Alguien que limpia los vidrios hace que Lucrecia sea una inmediata incógnita, que las cucharas se detengan perpendiculares a los rostros y los despierte, que se pregunten si el texto sigue, si los pies que se mueven en el vacío cuando bajen al cemento van a caminar hasta ella; todos los ayunantes con un puñado de lunares oscuros y blandos empiezan a desparramarlos tentativamente sobre ese cuerpo desconocido.
 
Alguien 5
Alguien pide en el desierto el reflejo de un secreto, una mano agitada sobre la voz de un texto, dijo, aferrado a una ventanamuda. Cuando se apagaban los restos de la tarde, en el espejo retrovisor de un Fiat chocado, miró como la chica picaba hielo sentada en la vereda. El reflejo de una bolsa de nylon, de una bolsa de Jaimito, lo arrastraron a un tiempo de volados cristales cuando alcanzaban unas monedas para comprar curitas.


Alguien 6
Alguien que limpia los vidrios no es la máscara que enarbola un trapo sino la figura blanca que desespera por otra que la ensucie; que la desgarre desde la piel hasta las ropas y que luego le pida disculpas detrás de un susurro apenas audible. Nadie se reconoce en los vidrios. Nadie reclamará disculpas en esos reflejos tibios de agua concentrada: no todos los cristales sin pulir terminan transformándose en espejos.



La boda



Maquillaje, en los rostros devastados una capa de pintura. Todos al tono, todos bien, las mejores pilchas, el cepillito pasado una y otra vez, el gel, la purpurina. No llegamos bebé y eran los desfiles de muñecas retraídas. Eran las voces de esos cuerpos, las que se disipaban como espasmo por los pasillos del civil. Sí quiero, dice ella, quiero contigo, ¿vos también no?, sí mi amor, sí, sí. Alguno disimulaba su bronca, su orgullo, su desazón o su ira, pero todos sonreían para la foto, porque no iba a ser cosa que después en el álbum se notara y tiraban arroz de manera descontrolada, lo tiraban sobre el rostro de la novia que no podía respirar. Siempre arrojan el arroz sobre la cara, me dijo uno, son las hermanas del novio, estoy seguro.
El cura rojo, vibrando en los altares como ángel borracho, los ojos sobre las lentes escupen sobre los pecadores. Besa a la novia con ternura boba y se sumerge en las escrituras, no da respiro. Los nenes susurran al silencio su canción dura, el Ave María baja del más allá y lloran todos hasta la muerte. Las flores recostadas y los músicos envueltos en sus pólvoras húmedas. Guirnaldas detrás del cortinado, la party total, el desconche, desfachatados todos, locos. Martita discutía con tía Celia, los duraznos rociados eran chupados por las moscas. La tortilla de queso servía de pista maratónica para una cucaracha dotada atléticamente. Héctor se fumaba un porro en el baño, el cordero a la estaca ya no estaba y todos sonreíamos, poníamos cara de contentos cuando se acercaba el camarógrafo a filmar.
Las copas de sidra caliente enardecían los ojos que fibrosos y frágiles sacudían las arterias. Un vaivén de chiquilinas agitadas en vestiditos encajados hasta ahí. El calor trituraba al asmático, debajo del tinglado ni una mínima corriente. La musa de los mozos sangra, los restos del festín: un banquete introvertido consumido en el ángulo mustio de la cocina. Alguien tira la liga, alguien la agarra, alguien murmura y alguien se burla, tal vez el borracho sentado en la mesa de atrás, siempre ha detestado las bodas.
El baile de la botella y la novia que se agacha meneando las nalguitas, la tanga caída y una a una repiten la ceremonia y el fotógrafo sudando leche en la pista con los ojos afiebrados del click, guarda los fuegos del momento en su cajita de cristal. Tantos flashes tuvieron que emocionarnos otra vez, acudieron a la desmesura, al deleite inusitado del cotillón, al orgasmo desprevenido. Nunca hubo saxofonista, mariachis ni odaliscas, sólo los pibes ejecutando piezas tropicales, transpirando hasta las axilas de las cuerdas de una guitarra absorbida por la falange del gordo Pedro, que en un gesto intrépido y altruista, al menos con la pareja recién casada, arrebató el micrófono del vocalista para gritar ¡Viva los novios!
Un vals interpretado en vivo no es un vals cualquiera, primero el padrino carcomido por la barra libre de granadina con vodka, después la madrina enriquecida por el don de la luz negra. Uno a uno los invitados sacudidos por el ritmo fueron pasando, desplegaron sus cuerpos adormecidos como aferrándose a la tracción y a la inercia de los prometidos.
Y el exceso devino en templanza, los rostros maquillados se desfiguraron, los invitados corrieron hacia el centro de la pista, alguien pidió un teléfono y después las sirenas, las sirenas sonando en la calle, su aproximación era inmediata, el reclamo también. Tal vez nunca debieron levantar al novio, tal vez debieron sostenerlo en su inminente descenso, su inspirada caída libre. Pero quién sabe si no era el destino. Tal vez la novia había cometido el desatino de casarse con el inadecuado y ahí estaban las Moiras para cumplir el designio que ni los dioses pueden doblar. La humanidad avanza hacia la tragedia cuando intenta contrariar el mandato. Desata lo peor, el torbellino de lo que duele y duele. Una fiesta desgraciada, ¿quién diría?
Todos con las copas afiebradas en las manos en el pasillo del hospital. La novia se sentía en un teatro griego, en un drama de Shakespeare. ¡Qué honra la de tener una vida trágica! ¡Vivir asolada por la pena de una desgracia! Belle de Jour tal vez sería de ahora en adelante, o enloquecería de amor, o, lo que es mejor, moriría de amor.
Cuando el médico dijo que todo estaba bien, fuera de peligro, “¡Viva los novios!”, gritó entonces el padrino de nuevo.
¡Qué pena que hubiera grotesco y no telenovela! ¡Alegría alegría!



Vivero



"Porque somos como troncos de árboles en la nieve; en apariencia, están puestos lisos sobre ella, y con un pequeño empujón uno debería hacerlos correr. No; no es posible, porque están fuertemente unidos al suelo. Pero mira... esto es, inclusive, sólo aparente."

                                                                                              Frank Kafka




No, ya no, no lo hagas ahora, tonto no, ya no. Desperté así, mirando cómo él, el asesino serial, intentaba serrucharme el tobillo como si mi cuerpo fuera un telgopor pintado, un bajorrelieve egipcio, una cadenita pisoteada por el hombre piedra, un triángulo escaleno, un ángulo llano. Ya no, hazlo después, tonto, ya no.
Y encendió su motosierra con un único tirón, como si fuera una sola cosa, él, el tirón, la motosierra, el clamor cerril de la moto alumbrando la penumbra con su ronco ruido de explosiones repetidas. Como reprimiendo ese instinto asesino aplicó en cada ramita de esa cabellera despeinada del árbol lo que había incorporado en el curso de jardinería. Las cortó una a una, podó también la parra, regó las rosas chinas y ubicó la gramilla en los soliloquios telúricos de nuestro vergel. Ver gel en la copa de los árboles, la copa de vino tinto, la copa de verano. Como la clorofila recorriendo las venas del malbec bajo el sol castigador de enero.
Desperté así, mirando cómo ella, una vaquita de San Antonio sumisa, caminaba inquietante sobornando la gentileza de los poros.
En la dermis pasan descalzas las carmelitas, los monjes tibetanos, un alguacil. Supuse olvidar los vestigios de la noche anterior. Los restos de oscuridad sazonadas con muerte. Y entré despacio, sin que los serenos de la fábrica de al lado puedan oír mis pasos. Abrí la puerta del vivero. Me escondí tras el sexo de una enredadera promiscua.
Un vivero es un bosque en miniatura, una casita dibujada con hojas, un cuadro impresionista con olor a sed. Un refugio de hormigas, un papel glasé amontonado en la humedad de las paredes rústicas. Un vivero es el mundo verde de los enanos, un resquicio de claridad, un zaguán de clorofila.
La tarde avanzaba sobre la desmesura del odio, Washington Armoa, dejó de mirar por la ventana porque los albañiles se la habían llevado el día anterior, para cambiarla, la anterior era metálica, la que vendría de madera. Él entonces debía vigilar su propio hogar, era un guardián de sus secretos, otra no le quedaba, ya que si por esas cosas de la vida él quisiera ir a tomar un fernet con coca a la esquina dejaría a los ladronzuelos con una libertad total para ingresar a su terreno y quitarle sus cosas más preciadas, es por eso que pensó “mejor me quedo a cuidar casa”. Por otro lado, recordaba a Sacco y Vanzetti los luchadores sociales asesinados por el gobierno, ellos dejaban la casa con las puertas abiertas. Todos lo que algo quisieran llevarse se lo llevarían pero porque lo necesitasen realmente, tampoco es que entrás y te llevás lo que querés. Armoa desertó de la idea de tener un gesto tan anárquico, simplemente porque él era un trabajador que había tenido que sudarla para vivir, como dicen aquellos que han degustado la siesta sin pensar en el mango. Después vendrían a buscarlo algunos encapuchados y el Fiat 600 nunca se detendría. 
Oh Vivero, ¿vive todo ese resquicio de vida ahí verde, las exquisitas golondrinas, los nematelmínticos vermes, los ciempiés verdaderos? Si sólo  fuera lo verde que se aprecia a la distancia, ya la ventana daría unos frutos claros y oportunos de verano y no ese amanecer a desgano que precede a la tormenta.
Todo despertar es en sí una otra siesta –pensé sin desperezarme- y la siesta –me dije de golpe- solo se duerme una vez, como la muerte, el verdadero amor o el servicio militar en sus múltiples acepciones. Desperté así, como si hubiera venido de dormir una larga siesta en el fondo húmedo y pringoso de un bote con verdín y algo de moho.
Era hora –me dijo-.


Rogelio, el extra


Rogelio Urdivach tuvo una infancia feliz. Como todo niño sano de la periferia, le daba sentido al transcurrir de las horas arrojando naranjas a los bondis, quemando sapos con cigarrillos y robando alguna cosita de los súper, que se instalan grandilocuentes en las afueras de la ciudad quebrando una armonía paisajística que a Urdivach le importaba un pito. No porque renegara del paisaje y la belleza de los horizontes manchados de naranja, ahora manchados de carteles, sino porque en su mente solo cabía una cosa, estaba ahí todo el tiempo como esas vecinas insoportables que, salgas a la hora que salgas, las ves boludeando en la puerta; le dolía el pecho como a Materassi, de sólo pensar en la posibilidad de ser actor de cine.
Rogelio Urdivach se dejaba seducir, de pequeño, por los actores de cine. Este es un dato de importancia, ya que el actor de cine es de una estirpe particular. Hay actores que habitan la pantalla, juegan dentro de ella, Robert De Niro o Marlon Brando han sabido gastar la suela en las pantallas, han vivido más del otro lado que de éste y son actores de cine, su vida gira en torno a eso, no pueden salirse de la pantalla. Actuar es como imaginarse una remera celeste y estar desnudo, es enajenar los reflectores azules a las profundidades del río clarividente. Actuar es pensar que uno puede besar a la protagonista sin resquemores, pedir auxilio al borde del camino aunque Shepard tenga en su hoja de ruta un recorrido parisino al final, y nunca lo haya sabido Kerouac. Actuar es construirse en la forma abstemia de los cristales desde toda posibilidad de ser colorante, es dormir abriendo los ojos hasta el sueño cerrado. Actuar es recrearse.                                  En La Rosa púrpura del Cairo los personajes hacen huelga en la pantalla de cine, Rogelio Urdivach siempre repudió indignado tal medida de fuerza, imaginando lo que él hubiera hecho si le hubieran dado pantalla por un rato.
Rogelio estudia teatro en la Provincial y además toma cursos particulares. Lo siguen dos amigos, "El Boga" Pulitzer, ya mayor y Delmir Roca, un excéntrico nadador cubano que después de intentar cruzar una laguna atestada de cocodrilos se vio privado de gozar de los servicios que una vez le prestaran sus dos piernas. Ha sabido sortear la mala pasada con charlas que brinda a niños incrédulos, "hay vida después de estos malditos anfibios", tira Roca a los pibes que lo miran como a un pobre tipo. Afincado en Rosario, aprovecha entre charla y charla y se hace algún cursito de teatro con Rogelio y El Boga, para ocupar el tiempo, ya que no puede olvidar a Joseani Silva, una cubana sabrosa que lo esperaba del otro lado de la laguna, "si cruzás, soy tuya", le habría dicho en
aquella oportunidad la morena.
Aunque ahora la oportunidad era otra, tal vez un llamado telefónico pueda cambiar sus vidas, como un baño de inmersión evapora la dermis hasta hacerla nimbo, los resortes de un rodaje los elevará a la cúpula del estertor.                                                                       ¡Hecha! Se imprime. Aplausos. De a pedacitos se forma la ficción. Microrelatos, ni siquiera en orden. Invierno y va el abrigo. Verano y va el vestido. Pará, apagá el motor, soltá la vela. Acción. Agresivo el barco, y las piernas de la uruguaya. Y Rogelio sigue eligiendo a la de vincha. Y simulando, simulando. Celuloide la peli, celulitis no tiene. Tres plumas escondidas en un bolsito que cuelga de la silla. La mítica Pandora no los abastece como es debido. Habrían hecho falta treinta por lo menos. La utilería invade hasta las botellas y sobrios no son ni lo que perdieron. La luna tunecina no entra en cuadro y ellos tampoco.
No había guión, algo les decía que las chicas presumen los alcances del papel de reparto. Habían ido por los excesos, volvieron por los accesos. Ser extra es como estar afuera, saber que algo pasa y no hacer nada para modificarlo. Es querer ser protagonista desde la exclusión preventiva de los barcos. Un paria ajeno, el ungüento marginal de la impronta. Ahora alguien cambia el libreto, pero seguían más allá del paisaje. Los extramuros los seducen, las extravagantes divergencias absuelven la estática, los extraterrestres invaden la zona. El límite entre realidad y ficción no merece los reclamos del primer plano.
Todos tomaron la ficción y se volvieron amigos de antaño en una foto, borrachos bailarines en la fiesta y dedicados peones del ajedrez turquesa que conforman la ropa uniformada y las adrenalinas.
Atrás de los vidrios y las lentes, del borde iluminado, del travelling de mano y los gestos pungidos. Adentro de la tela futura, del glamour candoroso de las premiers,  avanti, del calor pudoroso del brindis de año nuevo. Estén o no estén, lo real es el borde, el equilibrio en la línea vertical que intenta sostener como ficticio un vulgar desamor en tríptico.
Corten. El Negro Roca, Rogelio y El Boga Pulitzer estiran las piernas, encienden un cigarro mirando cómo recogen los cables y el sol se arrima desde el río para ser protagonista. Empiezan las pibas a trotar por la costanera, el día revienta. Y en las caras, en el cansancio de los tres se refleja un grito de triunfo, han pisado el celuloide, en puntas de pie, pero ahí están, pintados para siempre. "No cualquiera es extra, ojo con esa Negro, hay que saber moverse hermano, la camarita revoloteando, ¿quién te dice?, por ahí algún día pegamos el saltito y al frente papi."


Espaldas con nardos



    “…a matar al hada que me quita el sueño, voy a apuñalarla, es lo que quiero…”
Coki Debernardi                                                                  



I
Cavar fosas de luz en el centro exacto de las sombras. Clavar astillas de miel en los ojos: urdir dulcemente la disección de los recuerdos. Someter unciones a los puntos inexactos, secuenciar el estertor en la vista, en lo mirado detrás de los espejos. Despejar lo que embista sin asco ni medida; lo que queda en los ladrillitos tiroteados. Y esas paredes vencidas, el aliento a cal o a huella blanca, la rústica intolerancia del tiempo, no pueden erguir el vacío de las casas. La ausencia intolerable redobla lo que falta con insistencia mientras el hambre arrasa con las
ceremonias olvidadas.

II
¿Y si esperara al albañil colgarse de un hueso tibio, descascarar el atardecer, mateando en la azotea? ¿Y si esperara al albañil capaz de reparar el daño, la grieta, esta soledad? Y decirle que más tarde, que pase más tarde, que aún deseo conservar la pena, la osadía del dolor dentro de mí.

III
Y sentarse al teléfono sería razonable. Sentarse al teléfono a regar el jardín, que crezcan de una vez los rótulos de pie de página que te escribía, que sean las ramificaciones de un vientre batido, como esos pájaros que se alejan, incendiando
la costura de otro cuerpo.

IV
En ocasiones siento la mata de tu entrepierna merodeando mis placeres, agrietando aún más la casa, doblegando los nardos, carcomiendo el gozo en el silencio. En ocasiones siento el ruido de las máquinas mutilando el deseo, como estancadas en su naturaleza virtual, la impronta del dolor en las pupilas llenas de techos estacados. En ocasiones siento el movimiento de tu espalda. Las huellas que en tu espalda intentaba descifrar bajo la mirada oliva de la tormenta. Recuerdo, ahora, la grafía inocente que una mujer invisible dejaba en la mesa secundaria. Imaginaba, al responderte, te imaginaba. Éramos niños jugando a descubrirnos, las palabras a la mesa, la espera. Yo escribía cosas estúpidas, vos a la tarde le agregabas dignidad a mi miseria literaria. Ahora busco, en la soledad de los trenes, algunos disparos de esa inocencia arrodillada a orilla de párpados incendiados, mirando todo con la frescura del verde, con la sabiduría de la piel en los tatuajes.

V
Ya no somos niños. Unto con tinta la solapa del encuentro. Me inclino sobre tu espalda para besar aquellos nardos doblegados, lo súbito del traspié, el estallido del instante en la punta de la lengua, lo fugaz, el halo. Inscribo en el vacío de esta casa la precisión de tu gesto en el húmedo sedimento de los cuerpos. Ya no somos esos niños inhóspitos disimulando una secuela viril en la cornisa, manoseando lo que quedaba de la tarde como un pañal desbocado en los bordes, los mismos bordes de ayer. Ya no somos... alguien pudo imaginarnos tal vez, después de la grieta en el techo, como formas inusitadas del sueño, como encinas mordidas por la espera. El envoltorio del hábito pudo olvidar el vértice holgado del patio. Allí, habrá algo más para decir. La caricatura de un balde poroso o la mudez de sus labios.

VI
Siento las baldosas frescas del patio contra mi espalda. La pulsión del pavor en el desencuentro pule esta jauría de perros muertos que me carcomen las vísceras. ¿Estarás vos para salvarme de esta savia negra que me inunda las venas?
Baldear las migas, acercar los huecos al rocío. En la ruta pudriéndose al sol unas flores atadas, que vos arrojaste con la pintura de tu cintura corrida, decías más allá de los helechos y las certidumbres que la mañana nos salvaría, que los anteojos negros debían descansar en las zanjas.
Ahora, cuando el barrio se pone su guante blanco, espero, derritiendo la pintura de una pared descascarada, proyecto imágenes, diapos de un lugar seguro para construir puentes de barro. Sopla la máscara de la tormenta, podemos aferrarnos a los palitos de la ropa, secarnos al sol, ya no como lápidas. 





Índice

La estrategia del caracol (con Carla Schillagi)
Felipe, el clavadista inoportuno (con Ricardo Guiamet)
Alanis me da su teléfono (con Fernando Marquínez)
El visto bueno (con Lucas Simeoni)
La ventana (con Bruno Liberati)
El doble (con Fabián Gallardo)
El gran escape (con Ivana Simeoni)
El mediático (con Ariel Lamanna)
Una línea (con Héctor Antonelli)
Disalbio Robert, una chica sin faltas (con Gustavo Tinivella)
Sed (con  Luis Novaresio)
Mi taller en la estación (con María Paula Alzugaray)
La Dolce Francesita (con Pablo Molina)
El amor, esa humedad (con Gustavo Herrera)
Cronología del hombre globo (con Marcelo Scalona)
Mi nena (con Florencia Balestra)
Cuando sea grande quiero ser… (con Germán Roffler)
Lauri, mi infancia (con Francisco Garamona)
La vida, ese tupper (con Celeste Galiano)
El almacén (con Mariana Busso)
La señora que tiene miedo (con Tona Taleti)
Tanta sequía (con Miguel Culaciatti)
Encima rima (con Valeria Tinivella)
En la estación (con Rubén Vuzzi)
Alguien detrás de un vidrio (con Daniela Piccione y Roberto Lobos)
La boda (con Mercedes Gómez de la Cruz)
Vivero (con Eugenio Previgliano)
Rogelio, el extra (con Pablo Javkin)
Espaldas con nardos (con Patricio Raffo)


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