Patio
potestad
a Rita
"Cuántas
muertes más serán necesarias para darnos cuenta de que ya han sido
demasiadas".
Bob Dylan
Como una pregunta acontecida fuera de la afiliación volvemos a
considerar todas las veces que hemos muerto descalzos jugando a terminar la
torta de arena para transi-tar el camino del pistolero menos vencido sobre la
utilidad del asiento de un triciclo respondido. Son pocas cosas más las que se
pueden corresponder después de la muerte.
Me consumía la
imagen del tendedero después del vidrio cuando era temprano y las medias podían
aco-modarse entre la voluptuosidad de los camisones y un gemido de lluvia
posteado en el alambre. Un dialecto conocido en la pleura del agua atravesada
por el filo de la madre de la lengua de la tierra febril.
Cuando alguien muere una vez nos preguntamos acerca de la misma muerte
como si fuera la propia muerte, vívida al margen de la pregunta que formula su
sentido genérico después de haber muerto o habérselo pregunta-do. Somos la
propia muerte de la propia pregunta. Cuan-do alguien se pregunta varias veces
el desvelo acabado en las formas de otra muerte ya no es el mismo. Cambia la
muerte pero no la pregunta. Somos la propia pregunta de otra muerte. Un signo
ajeno de vecindad calcada en los zapatos de suelas erosivas. El congruente
desecho de la pulcritud en los confines del imaginario colectivo.
Dueña de las parcelas perimetrales bajo la parra que oxigena todo el
tiempo del vino en el instante más am-putado del pellejo. El cerco transformado
a la desmesura un secador de pie desvestido por la ilustre rugosidad del
segmento vacío de mosaico y la misma uva que reconoció su muerte en la rejilla
perseverante del subsuelo. Una orfebre canción de cuna añadida por la corteza
de dos paraísos paralelos en el iris.
La muerte no
tiene cobertura en los ojos, cuando está no podemos verla y cuando quedamos
ciegos no existe. Sigue la muerte como secuencia invadiendo la óptica del lente
empañado, sugerida por la indisoluble manera de morir en la costumbre. La
esfera del rito hierático en el domingo de plato hondo, un recreo a la tarde
excomulgado.
La mueca del
desborde, la hojalata. Quién sabe si después de tantas muertes quedarán abuelas
incrustadas en la doble dimensión. Quién sabe de la muerte de la muerte. Quién
sabe de la pregunta que formula por la muerte de la muerte. Quién sabe de mi
abuela muerta. Una condición pretérita en los mecanismos preciados de la
desafiliación. Se preserva el derecho de admisión ante la respuesta del cuerpo.
Salpican las ranas como manja-res las cargas faciales. Son momentos de
indagación y los cajones suelen salvarse del influjo interrogante de los
observadores. Una excavación a la sangre que ahora pregunta que habrá después
de este después donde la abuela de ahora es la misma muerte nuestra en los con-cilios
de una definición traficada en el sótano de la conjetura y su aplicada
trinchera.
Lo que está en
uno cuando está en la muerte, hasta que se aplaque el virus del cielo
carbonizado. La madeja sucede al nuevo punto que hace pasar la siesta como si
fuese la última. Nadie durmió después del timbre del teléfono que anunció que
ya no era posible seguir mu-riendo y se extinguió la pregunta.
En
un abrir y cerrar de mundos
Sobre la
formulación de la pregunta "cómo me ve el mundo", la fragmentación de
la acción ver y el sustantivo mundo tienden a absolutizar el sentido. En este
caso cabe aclarar si existiese una diferencia entre ver y mirar. En primera
instancia una supedita a la otra, la antecede, se plasma en. El sentido de la
vista le da un matiz indivi-dual a la acción y sucede al acto universal que
sería mirar, el ojo ve y su manera de hacerlo remite a una condición inherente
planteada desde el alma y su mira-da. Los hindúes suponen que el mundo me ve
tal cual veo yo al mundo. Casi como una reciprocidad causal. Lo mismo pasa con
el mundo, la idea de conceptualizar desde lo pleno o superlativo nos predispone
a pensar en una génesis y un desprendimiento, en este caso el mun-do puede
disgregarse en pequeños fragmentos y en su estado irreductible sería un átomo.
Al margen del plura-lismo o el atomismo hay mundos que preceden mundos y otros
los suceden. En definitiva uno ve el mundo desde el mundo propio. Uno ve su
mundo desde el mundo absoluto y esa es la primera manera de relativizar la
formulación de la pregunta.
Las primeras
antinomias conjeturan si veo o miro el mundo, si me veo o me miro, si el mundo
me ve o me mira y si el mundo se ve o se mira. Ante cualquier suposición, todas
las incógnitas parecen responderse desde el mismo absolutismo que plantea en sí
el interro-gante. De todos modos, si el primer acceso a su fragmen-tación
remite a lo relativo, estamos en condiciones de afirmar que algún elemento
también debe antelar a la manera de formular. Argumentamos entonces que el
mundo me ve como yo creo que me ve. Desde la casuís-tica me ve como yo creo
verlo o como yo creo verme. El reflejo de mí en la mirada del mundo y
viceversa.
Aunque la acción
tenga que ver con la credibilidad y esta anuncie a la acción de ver, todo se
supedita al contraste de una acción individual y relativa que a su vez deviene
de una absoluta y genérica. Creer es no saber. Por encima del relativismo
mencionado “si el mundo me ve como creo”, eso quiere decir que no sé cómo me
ve, ni siquiera sé si me ve, ni siquiera sé si el mundo ve. El interrogante
ahora adquiere la fisonomía de la incerti-dumbre, no sé si ve y mucho menos sé
si mira. La cuestión es si todo lo que mira necesariamente tiene que ver, o se
puede mirar sin ver. Si en definitiva la respuesta es afirmativa, estaría
creyendo en la manera que el mundo mira.
En la a veces
incauta manera de mirar la génesis o buscar una precisión en ella, se disuelve
un sentimiento que en su búsqueda se antepone a la formulación, al
interrogante, a la posible respuesta, a la forma de ver y a la creencia que
tenemos al respecto. Como un motor inmóvil que genera el resto, puesto que como
planteó Shakespeare también es silencio. Silenciar es no formular y si no formulamos
no creemos, si no creemos no nos vemos ni nos ven. Si en el sentido de la vista
el alma no mira, sin alma el mundo no existe.
Miguel de Unamuno
concibe una forma preliminar a todo acto de credibilidad y funda esta noción en
el sentimiento de querer. Creo porque antes quiero creer.
En esta
circularidad aparece el origen del vitalismo, lo que quiero es la vida, quiero
creer en ella aunque no la conozca. Verme o sentirme visto será el reflejo
condi-cionado de toda manifestación humana en función de lo que representa el
lugar que el otro ocupa en mí y viceversa.
Mirarme o
sentirme mirado es recrear la sangre que urge en los mundos, sus
particularidades y presuntos circuitos energéticos que merecen la forma del
alma en el ojo. ¿Existe la mirada o es un mero reflejo de lo que queremos
mirar? ¿Existe la vista o es un mero ojo con el que queremos ver?
Sustento
de la fijación
Cuando se
desmorona el cuerpo no sólo se desmo-rona lo que en sentido tangencial
percibimos de él, sino también lo hace la idea que tenemos del mismo. Como si
lo material e inmaterial fuesen la precisa composición de la unidad o
básicamente partes separadas del todo. Así se edifica la noción del cuerpo y su
corporeidad, así se destruye la noción corpórea de todo cuerpo. La materia, la mente
y el alma son la misma cosa y a la vez se separan del resto, al margen del
grado de subordinación y del grado de funcionalidad que cada una ejerza sobre
otra, el engranaje mecanicista parece supeditar la má-quina corporal al
movimiento.
Somos en tanto y
en cuanto podamos hacer. La acción deviene como un determinismo que establece
su causa en el ser y la demanda en la trascendencia de la funcionalidad. La
existencia es instaurada por la presen-cia, el lugar que cada cuerpo ocupa en
el espacio nos da la pauta de encontrar otras formas de concebirnos, aper-cibirnos
en las abstracciones que pulsionan, desean o disputan el desprendimiento.
Hacerse es asirse.
Será, en
definitiva, darle presencia a la existencia, cuerpo al cuerpo. Darle mundo al
mundo. Captar las capas, que afloren, supuren y articulen experiencias. Hay
emociones que atraviesan el modo de ejercer el vínculo entre las distintas
materialidades y los demás compo-nentes. Estamos en condiciones de decir que
hay un nuevo elemento que coincide con lo más axial de las interacciones, las
sensaciones.
Sartre y su
existencialismo difiere del obtuso mo-delo del cuerpo máquina planteado desde
su utilidad, para crear los nuevos entramados de esos lugares donde el cuerpo
actúa en relación a los demás cuerpos y se reconoce como tal. En estas
dimensiones resalta los niveles del cuerpo para el ser, del cuerpo para el otro y del cuerpo para el otro percibido por el ser. Es en este
caso insoslayable la figura del cuerpo ajeno, del obser-vador que deposita su
mirada en el cuerpo ajeno y lo condiciona, lo determina.
Apreciamos así cómo
el cuerpo y la idea que tenemos del mismo son una mera construcción cultural.
Lo que se erige como modelo depende del lapso al que se lo someta y del tipo de
sociedad al que pertenezca. Somos en virtud de la idea de cuerpo que logremos
internalizar, y nos construimos desde dicha proyección. Devenimos cuerpo en un
cuerpo de ideas. Devenimos idea en una idea de cuerpos.
En función de lo
establecido la acción devenida del cuerpo reconstituye la instancia del
movimiento incrus-tado en ambas. Movimiento que también atrapa su génesis en la
misma construcción que justifica sus antecesores, en este caso es el cuerpo y
la acción los que deberán entrelazar su continuidad y su persistencia en las fauces
del deseo. Regenerar la satisfacción del mismo, hacerla cauce, expandir su
química, reconocer su caden-cia será, en definitiva, reconocerse en falta. El
cuerpo es falta y posesión, esmero y decadencia, superposición y ocultamiento.
El cuerpo es sanidad y vejez, enfermedad y nacimiento. En cada preposición hay
un retorno, un vector hacia el movimiento mismo, un alumbramiento per se. Como un cráter en la piel que
expulsa el desapego y la infertilidad, que invierte los vestigios de poros para
transfigurarlos en pasos. El que no se mueve quiere demostrar que hay
movimiento. Será en definitiva reconocerse en el cuerpo.
Cosas
del cuerpo
Fluye en la
cosmovisión de toda fisiología la idea de control, el mismo se da desde casi
los orígenes de la existencia, la neuralgia de la etapa más anal en el neo-nato
representa la posibilidad de manejar el esfínter como una condición superlativa
a la hora de concebir el mundo y su relación con el medio y su imposición para
con todos los agentes que intervienen. Esta voluntad de poder no debe
prolongarse ni siquiera postergarse ya que los irredentos del azar fundamentan
el desliz del improperio y la individualidad. Lo que nos atomiza es justamente
el descontrol, algo que ni siquiera en mí puede supeditarse a la esfera de lo
controlable. Supone-mos entonces que cuando el crecimiento se apodere de
elementos demasiado impuestos y racionales, todo lo que está fuera se
contamina, se atomiza y se hace esclavo de una ley que poco de universal tiene
y que lejos de ser anárquica no es ni siquiera parte de nuestro cuerpo.
El devenir
superpone la figura del recién nacido con la del anciano, enquistado en la
regresión como valor antagónico de toda proyección que en algún punto
interfiere al darwinismo y su supervivencia del más apto en la idea que los
occidentales tenemos de la misma.
El niño que logra
controlar sus esfínteres ejerce un dominio que trasciende lo individual para
emanar en un contexto que a veces poco nos representa, cree dominar el mundo
desde el dominio que tiene de sí mismo. El anciano desea inconscientemente
sentirse incluido en es-tos estadios cooperativos entre el cuerpo, sus partes y
un yo regenerativo. Ha perdido noción del dominio, algo que en él se torna
indómito, algo que incluso puede lle-gar a ser su propio cuerpo transfigurado
en una ilusión o planteado desde la misma pérdida consciente.
Lo que el cuerpo
desecha como parte de la diges-tión en la conclusión de la ingesta de alimentos
y su proceso, constituye la fuerza que moviliza y da origen al mecanicismo implantado
en la solidez del tiempo aciago. Todo lo que se modifica desde el cuerpo o como
cosa de él, construye o deconstruye, eleva o decae, hace que re-sista o que se
diluya, los casos del mundo. El control o la ausencia de él fundamentan la
historia y sus lazos de destiempos lógicos. Lo inorgánico, lo que el cuerpo
despide y se convierte en ausencia repercute en la forma que el dominio
adquiere y se reconvierte en presencia. ¿Es esta energía la coyuntura del
modelo que pregona cierto dualismo entre uno y los otros?
Tanto el niño
como el anciano ejercen un proceso continuo de reconocimiento, es en el
elemento maleable y dominado por naturaleza donde esconden sus vici-situdes y
miserias más limitantes. En dicho sentido sería importante rescatar que todo
acto de reconocimiento es en uno desde uno, o en uno desde el otro. La idea que
tenemos de nosotros mismos la fundamos en la que tenemos del otro y en parte
esto nos reconoce. Para reconocernos tendremos que hacernos cargo de lo que
somos y desde donde somos.
El hombre niño o el anciano hombre sustituye el valor de la voluntad por la figura del
ser omnipotente y recrea desde la figura de la materia fecal el movimiento más
dinámico del transcurrir en los oropeles carbonizados del hueso. Cuando la
voluntad se erradica del cuerpo todo vuelve al origen, todo comienza a
recrearse en las ventanas esenciales de la mañana moderada.
Control y
descontrol pueden ser una misma cosa como lo maleable y lo indómito, lo propio
y lo ajeno, el cuerpo y la construcción del mundo.
Somos en la
modificación de las cosas el propio control y su cadencia. Lo que se altera es
parte de la naturaleza apiada y advertida de nosotros mismos. En la conversión
trasciende la estructura y se hace otra.
Las
vidas del placer
En todo acto de
placer se esconde la búsqueda del mismo, la consecución invade el riesgo de
acceder a la felicidad como una consecuencia escindida de toda cau-sa. Obtener
placer por el placer mismo o buscar la obten-ción del placer por la búsqueda
misma, condiciona el goce que estimula el plano racional con lo sensual.
En dicha
divergencia se planteaba la
Grecia paciente y sus escuelas filosóficas, una nueva forma
de vivir. En cómo hacerlo estaba tal vez el secreto. La vida más feliz
transcurría entonces entre los que buscaban eternamente el placer tratando de
satisfacer el deseo o la necesidad inmediatamente, sin importarles tanto el
sentido ni los medios que los demás emplean, en defi-nitiva, sin importarles la
figura que el otro ocupa en la vida de uno. En este caso identificamos a la
escuela cirenaica como una de las más deterministas de la anti-güedad,
argumentando en el placer el fin de la vida.
En el otro
extremo y apuntando a lo racional como un modelo de continuidad en la obtención
o la búsqueda de placer, se encuentran los epicúreos que exponen su teoría a
partir de la supresión del dolor, en este tratado de abolición aparentan
disgregar tipos de placeres fun-damentando su obtención en el medio y no tanto
en el fin, considerando un riesgo o un error vital la obtención o la búsqueda
realizada a cualquier precio.
Al margen de las
dicotomías, subordinamos el acto de búsqueda al acto de obtención. De hecho
para obtener hubo que haber buscado, por lo tanto, de antemano en-tendemos que
la búsqueda antecede a la obtención y fundamenta la misma. Nada de lo que se
obtiene puede fundamentarse si no fue buscado antes. La búsqueda podría
estipularse en términos conscientes o inconscien-tes, en términos racionales o
sensibles, en términos im-puestos o liberales, pero siempre se busca. No
necesaria-mente el buscar determina la obtención. Plantear la vida desde la
continuidad de la búsqueda no representa una constante definitiva en cuanto a
lo que encontramos. Se puede pasar una vida buscando sin obtener absoluta-mente
nada, en todo caso, hasta se podría obtener sólo atisbos de lo que realmente
buscamos y en este sentido la ecuación también puede salvarse. Enfrentamos
entonces al placer con la obtención.
Cualquier acto de
obtención de placer y más allá de los diferentes tipos de placer, se fundamenta
desde la búsqueda. Para buscar lo que se quiere obtener antes se debe desearlo.
Buscar es en alguna medida desear, para obtener placer debemos desear obtenerlo
y en este caso se somete el objeto deseado al sujeto deseante. En otro plano y
tal vez más enquistado en la naturaleza del hombre genérico, aparece la
necesidad a contrapunto del deseo, también hace a la búsqueda. Podemos buscar
des-de el deseo o desde la necesidad que, esencialmente, impulsa cada acto de
relación hacia los confines del placer. Coincidimos que la búsqueda es una
intersección precisa entre el deseo y la necesidad que, a su vez, surgen desde
la propia concepción natural o no, del ser humano que, en su génesis, se
establece como ser nece-sitante y como ser deseante.
Justificar el
placer desde el placer mismo no erra-dica el sufrimiento y somete la idea de la
vida misma a una ignorancia perpetua. Entender el placer desde lo racional
optimiza la búsqueda planteada desde lo más arraigado del deseo y la necesidad
estipulada en la con-gregación prolífica de los actos más voluntaristas.
La ecuación se
constituye desde la búsqueda de placer circuncidada en el deseo y la necesidad
de obte-nerlo. En la constante se establece la dinámica que, a su vez, se erige
en la repetición de los actos felices que constituyan la vida más apropiada. Todos
los elementos de la constante deberán regenerarse para que justamente la
dinámica no se obstruya ni finiquite intempesti-vamente. La sucesión del deseo
es la sucesión del placer y viceversa, las cosas que nos anteceden pertenecen a
otra vida.
Todo
es rosa
¿Habrá forma
entonces de alejarse del mundo igual a la que éste adquiere para alejarse de
nosotros? El alejamiento como lo que surge del origen mismo de toda evasión, el
alejamiento como un constante desprenderse de la existencia. No necesariamente
debe haber dos pun-tos para que en la distancia se fortalezca la forma que
utilicemos para alejarnos, con uno basta. También el mundo puede alejarse de sí
mismo, también nosotros hacerlo de nosotros mismos. Coincidimos en que la dis-tancia
es estática, permanece sometida a las consignas de la permanencia. Alejarse es
permanecer.
¿Habrá forma
entonces de vivir permaneciendo o será que permanecer vivo difiere de la
frecuencia que el mismo alejamiento provoca? Coincidimos en que el acer-camiento
es cinética, impermanece sometido a las consig-nas de la impermanencia.
El vitalismo
planteado por Deleuze determina que uno, fundamentalmente, vive porque ama la
vida y no, como en otras ocasiones en las que uno supone vivir, porque está
acostumbrado a hacerlo. En la costumbre hay repetición, recurren los momentos y
se hacen monó-tonos, la vida se ridiculiza, se adormece y acaba en tedio. La
imprecisión por creer que nada permanece en cada momento vivido hace de la constante
vital un determi-nismo absurdo. Uno ama la vida no porque está acos-tumbrado a
amarla sino porque humanamente ama. Pero en la permanencia uno también se hace
nómada, se desterritorializa. En esa permanencia la idea del devenir o cambio
es notable, vivir el cambio resulta apropiado desde todas estas concepciones
que impone el vitalismo, la forma de vivirlo parece estar supeditada a la idea
del amor. Pero para que nada de esto sea sólo una idea, porque vivir también se
aleja de la vida misma, el amor no nos acostumbra, no nos repite, no nos
distancia más allá del alejamiento. Porque el amor se encubre en un hálito
disparador de elocuencias vitales, se escuda en la pulsión. Ésta nos redime del
aburrimiento inusual del cuerpo.
El válido ejemplo
que el filósofo francés denota a través del personaje animado envuelto en la
figura de una pantera rosa, ofrece la capacidad de simbolizar el modelo del
cambio a partir de la simbiosis, la combina-ción de uno con uno, de uno con el
mundo, en definitiva del mundo con el mundo. Para posteriormente confluir en la
separación, alejamiento o manifestación de la unidad en la diferencia. La
pantera iba pintando de rosa todo lo que se le anteponía a su camino, todas
estas cosas que de alguna manera atravesaban la ida. Las pintaba del mismo
color que el de su cuerpo, pintaba objetos, personas y paredes. Quería
construir una vida rosa, que todo lo animado y lo inanimado devenga en rosa.
Quería que el mundo fuera rosa, quería que el devenir fuera rosa. Quería
devenir en mundo. Encontraba en esta estrategia la mejor manera de fundirse en
lo ajeno desde ella misma, encontraba la mejor manera de pasar desapercibida
ante los ojos de cierta ajenidad.
El encuentro con
lo rosa es el encuentro consigo misma, es la distancia permanente que hay desde
un punto hacia el mismo punto, quedarse es cambiar, seguir quedándose es
hacerse nómada, cambiar la estática que-dándose es moverse. En la permanencia
del movimiento nada puede repetirse cuando la pulsión determina el compás de
cada acontecer vivido. Somos todo lo rosa que a los demás le falta. Somos la
misma pérdida, el des-pojo invertebrado de un cuerpo teñido de sangre aguada.
Las cosas que nos faltan hacen que permanezcan en los demás las mismas cosas
que revitalizan la existencia.
Los ojos confunden
la inmanencia con el accidente variable de los objetos y su seguridad virtual,
somos a partir de los ojos. Somos ojos y color.
Signos
rituales
En la aceleración
desacelera el mundo, como si todas las cosas se detuviesen en lo más rápido. El
equi-librio de los opuestos marca un efecto preciso pero la causa es el
desequilibrio. Nos aquietamos en el desa-sosiego, frenamos el tiempo
cronológico en lo menos lógico. Somos el punto de cocción entre lo crudo y lo
quemado.
Sin querer
occidentalizar, dejamos de hacernos cargo de lo oriental, como amalgamando las
rupturas históricas de los antagonismos, queriendo ser otros en uno. Dejando
vestigios en lo que creemos que es imborrable, devastando cada vicisitud del
presente, contraponiéndolo al pasado perfecto de un futuro pseudo predecible.
La primera noción
del dualismo puede fundamen-tarse desde la representación del yin y yang, en su
feminidad o masculinidad el origen del género vaticina la evolución de las
especies, la complicidad y contra-posición de extremos forman la identidad
unívoca de toda existencia: la luz y la oscuridad, el grito y el silencio, la
vida y la muerte. Todas las cosas se suscitan a partir de toda posibilidad de
ser uno en uno pero desde otro. Es en esta complementariedad donde emerge la
idea de un individual y colectivo en la colectividad individual. So-mos en el
todo una consistente parte difuminada en la reciprocidad. Le damos al género lo
que somos en el número. Un camino de vuelta en la propia ida.
Ninguna cosa
puede vivir sin su opuesto, el deve-nir del opuesto es su maximización o
minimización en otra cosa. El sentido del otro adquiere relevancia en la
construcción, cada vez más cercana al orden universal, desde la moderación y la
interdependencia. La dinámica referencial transforma y revierte toda conjetura
en rele-vante demostración que, lejos de lo empírico o cerca de lo abstracto,
impide retraer el yo al desorden prematuro del ello y viceversa.
Somos en este
devenir lo más contradictorio, como si lo estático pudiese moverse en la
finitud de la eter-nidad, como si la cinética se paralizara en la perpetuidad
de lo perecedero. Somos en este otro lo mismo que tuvimos cuando éramos uno, no
éramos.
Cabe preguntarse
otra vez si el dilema tal cual lo planteaba Shakespeare, ser o no ser, genera
la crisis sufi-ciente para que todo cambio deje de ser una posibilidad
partiendo de la decisión, y se convierta en acto. Es nece-sario que varias
fuerzas independientes se pongan en movimiento. Resuelto el interrogante,
ocluimos uno de los extremos para despejar desde la debilidad depen-diente del
detenimiento, dudas inocuas. Para que el río corra debe existir una superficie
sólida y seca que lo contenga, para que el tiempo fluya debe haber un destiempo
que lo desafíe. Para que toda decisión sea plausible y proponga una mutación
debe existir cierta incertidumbre que la coaccione. La respuesta parece estar
impregnada en la misma pregunta, somos para no ser y no somos para ser.
El duelo
pecaminoso de lo sagrado advierte el sentido cosmético de la voluntad humana,
se extingue la piadosa y desmesurada excitación por seguir siendo. Es en la
continuidad de lo discontinuo donde dejamos la marca. Como el otro en mí y su
anhelo intrínseco por dejar de ser.
Crearse
en la mirada
La incipiente
figura que parece incorporarse a la vida de cualquier espejo, resulta
contrapuesta a la creación del yo en la estructura psíquica de cualquier niño
que supera los seis meses de vida. Si bien también el cristal esconde un
vitalismo interno, todas las cosas que se transfiguran o revelan a partir del
reflejo incorporado en él, intervienen como agentes externos. Es mirarse a sí
mismo, es verse desde la investidura que propone lo invisible. Como un acto
perecedero que en definitiva nos identifica desde lo más accidental. El espejo
puede verse desde el niño, las cosas que nos permiten vernos y más allá de ser
vistas, pueden verse.
Lacan incorpora
desde la fisonomía narcisista la noción del descubrimiento a partir de la
imagen de todo niño y su psicología. El estadio del espejo frecuenta el
desalojo de un mundo intrauterino plagado de vicisitu-des desvinculadas de la
idea del otro, y origina la posi-bilidad de comenzar a crear identidad a partir
del orden que la integridad individual propicia, en este caso, bajo la
exposición que representa el mostrarse para ser visto.
Si el espejo nos
muestra es porque se siente visto. La figura coherente de unidad o de totalidad
en lo cor-póreo resulta en primera instancia satisfactoria desde el
desprendimiento que, empíricamente, provocaba el efec-to de poder apreciar sólo
parcialidades, partes precisas del cuerpo. El espejo ve en nosotros y configura
la imagen del molde humano desde la alegría, la sonrisa y la sorpresa. Esa
irrupción del estadio desarrolla el primer cambio existencial anímico cuando
deviene la angustia y la soledad que por encima de tener atisbos conscientes,
erige al sujeto como apto para determinarse, erige al espejo como la
consecuencia que sin determinismos, condiciona la causa del nacimiento. Es en
este sentido donde para Lacan es indispensable la aparición del se-mejante, la
concepción del otro en la vida de uno. El efecto provocado por la mirada del
otro –que en esta instancia no parece ser otro espejo ni otro estadio,
simplemente lo que el equilibrio emocional admite ser– supedita pura y
exclusivamente a la figura materna.
El dilema de
considerar a todo yo como un otro no parece traicionar ninguna búsqueda
filosófica despren-dida de la psicológica, ni en la esfera del más exacerbado
existencialismo, ni en la complicidad que tienen deter-minadas características
sustitutivas del individualismo. Se establece entonces en todo devenir óptico
que, frente al cristal, subyace, una estabilidad emotiva que no dirime entre un
frenesí ilimitado o un vacío perdurable. Ni la alegría ni la angustia consiguen
perdurar en el niño de por vida, ni en el imaginario colectivo de cualquier
optimista o pesimista que construya o destruya, respec-tivamente, su propia
vida a partir de la de los demás o viceversa. En esta confluencia surge el
placer inmensa-mente elaborado por la postura que la madre adquiere en este
vínculo: espejo espejo, niño niño, espejo niño, niño espejo.
Si podemos
mirarnos a nosotros mismos a través del espejo, éste puede hacerlo a través de
nosotros pero inevitable es el rol ajeno y la caricia del tercero en dis-puta,
la madre presencial que no ciega. El lazo con la humanidad de los espejos
propios, que están estipulados en los cristales de otros: los espejos que no
palpamos. Las cosas que nos siguen viendo sin que nos demos cuenta. El miedo a
la invisibilidad. Sentirse espejo, sentirse otro.
En el recreo
sustantivo de toda condición podemos escindir los añicos de lo accesorio como
escindiendo nuestra mirada concebida desde lo increado, para crear.
La
estampa del detenimiento
(sobre
la obra Diego y Ulises,
dirección
de Marcelo Díaz)
Diego y Ulises
sangran del mismo cuerpo, traicionan el esquema del movimiento, impuesto. Desa-fían
los límites de la materia, la traspasan. Cohíben a Newton y a todas las
gravedades aniquiladas, lo impenetrable. Segregan las leyes de la física como
si fueran otros cuerpos y detienen el jugo gástrico alen-tando la digestión
intempestiva. Algo de todo esto se le queda a uno en la garganta, como
atravesado o incrustado en las fauces sin paredes.
Diego les dice
todas las cosas que Ulises quiere escuchar sin hablarle. La ocupación del
espacio en el cuerpo y viceversa. Es en el sentido del espectador don-de se
superponen las esencias de lo invertebrado, no hay texto tangible ni audible,
todo es inefable y silencioso, los ojos atentos como curvas de advenimientos
plegadizos. El cuerpo también se encorva. La desocupación del espa-cio en el
espacio y viceversa.
El ojo también se
incrusta y todo es visual también en la estática. Se espera que otro sentido le
sugiera al espectador que lo auditivo quedará subyugado a lo vis-ceral.
Conciliar con los cuerpos ajenos una maniobra de violencia armónica, una
secuela del sosiego que dejó el reposo. Se materializa una razón: la de ser
uno.
La apresurada
manera de desprenderse, del cuerpo de uno en otro, del espacio del espacio del
otro en uno. Antes hubo vacío donde ahora hay plenitud. Se busca la forma
preciada de llenar la corporeidad de lo pleno, se busca la informe coacción de
des materializar la va-cuidad. La verdad son dos cuerpos.
La nada
troglodita que anega la presencia fértil del sexo hombre, insurrecto. La
paridad de las manchas en la piel curtida, danza el sinérgico tope de los
huecos. El todo contenedor que deshidrata la ausencia frágil de la sexualidad
mujer, mordida. El reflejo de las habilidades senatoriales en los espejos
deshabitados, actúa la mo-derada escena de las elevaciones acostumbradas.
Diego y Ulises
sangran el mismo cuerpo.
El afuera quiere
tocar cada parte pudenda del adentro. Un cigarrillo bien fundado en la boca
seca; la mirada se agudiza. El sentido empírico de las cosas, la visualización
bien fundada en la iglesia de la separación. Después nos miramos, vaya uno a
saber qué parte del cuerpo espacial que duerme en la esfera canónica de los
roces. Una pérdida inconcreta, el piso mojado y una víctima del desconsuelo
dual. No somos los mismos, ni tampoco otros.
La
permanencia del agua
“…desnudo vine del vientre de
mi madre y desnudo volveré a ella…”
Job
El primer
principio del primer origen se funda-menta como razón impostergable de nuestra
existencia y de toda creación posible. La diferencia de dicha cosmo-gonía
podría suponer que el primer origen del primer principio sería inversamente
proporcional. Suponemos entonces que podría existir un origen del origen, un
principio del principio, un origen del principio y un prin-cipio del origen.
Aunque definitivamente es el tiempo y su linealidad o ciclicidad respectiva
quien diferencia conceptualmente el principio del origen y viceversa.
Más allá de
ciertas etimologías, el principio posee un punto de partida, un eje
convencional, un origen que determina una recta histórica hacia la
preponderancia de toda cronología sometida al corte diacrónico o sincrónico del
universo o en él. El origen, más bien, se deja sustituir por un círculo que le
continúa a otro y que, en algún resquicio, consigue formar cierta intersección
en donde parecen coincidir todas las cosas, pero ningún círculo posee comienzo
alguno, ningún círculo posee final. La idea regenerativa del comienzo del
comienzo fluye, entonces, desde la posibilidad de concebir el cosmos desde una
entidad empírica que lo origine.
Los cuatro
elementos vitales interceden en dicha concepción casi como el único argumento
físico que le importa a la historia de la filosofía y sus albores. Agua tierra
aire fuego se superponen en la esfera calcada del hombre que duda de cada
fenómeno natural y se res-ponde complacientemente con la certeza de haber
creído descubrir su procedencia. Nada de todo esto parece tan antropológico
como preguntarse por sí mismo y dudar de su propia existencia.
El origen es la
última causa del primer principio. Surge así en Grecia y desde dicha necesidad
la idea del arjé y su ambigüedad. Por
momentos confundidos en el interrogante, se asoció este concepto a la idea de
prin-cipio u origen, para los antiguos era el comienzo de todas las cosas o,
mejor dicho, el primer principio. En otro contexto, se la asoció también a la
premisa de considerar-la sustancia o materia, aquello que de alguna manera existe
por sí solo y no necesita de nada más para hacerlo.
Si en los cuatro
elementos se esconde el secreto revelador como primer principio, esto quiere
decir que cada uno de ellos tiene un origen previo, algo los crea o alguien les
da la posibilidad de proyectar su génesis en un gran plan establecido. Si en
ellos determinamos el origen es porque consideramos que existen desde y para
siempre, sin la necesidad de haber sido creados por nada ni nadie. Viven por
ellos y les dan vida a todas las cosas.
El agua es el
primer elemento que como explicación física merece un desvío en la forma de
pensar o avalar el origen o primer principio del cosmos. Tales de Mileto transita
en los átomos de hidrógeno y oxígeno un camino de esencias concebidas a su
imagen y semejanza. Si para el acertijo bíblico toda génesis es el primer
principio, Dios es el origen. En Tales el agua es la génesis y el origen. Se
crea y nos crea. Se diluye y nos diluye. Se convierte y convierte todo lo que
la rodea.
En su receso se superponen las continuas conjeturas en torno a los tres
elementos restantes, cada uno tiene su precisa relevancia a partir de lo que
representa esta búsqueda mecánica por determinar dicha cosmogonía.
El sentido parece
pesar sobre la intermitencia de su cambio de estado y la sumisión que exige el
agua en torno a los vitales elementos que sudan. En la nada había agua y de ésta
surge todo lo demás, la división o se-paración confabula el devenir más próximo
en la unión o congregación. El todo se disgrega para volver a hacer todo en la
comunión; cielo y mar es lo mismo porque en definitiva también arriba hay agua
cuando llueve. Así se fortalece el aire, así se concibe el fuego, así pisamos
tierra firme. La feminidad del agua y sus escenas maternas.
Cuando cada
fenómeno natural se apresaba en la figura de los dioses o de un mito combinado,
la filosofía produjo un brote racional en la indagación.
Lo terrenal
descansa irredimible sobre los avatares del líquido insondable que se
rehabilita del espacio inte-rior como solidificando la memoria o su divinidad.
Crece la vida después de la bajante, la rapsodia infinita de la humedad en
nuestra nutrición. Como en todo lo que se termina germina y nace después
propensa a los des-parpajos, su armonía. La fecundación, la sangre, el sue-ño,
los despertares, el calor, el llanto, la cremación de cuerpos suturados. Todas
las cosas se conservan en el agua, todas las cosas se reproducen en ella.
Nuestra realidad
se constituye de agua y nuestra transformación se determina en el paso debido
hacia otra cosa absolutamente cambiante y aferrada a la naturaleza de este
primer y único elemento.
Sin contradicción
alguna y al margen de la mul-tiplicidad o unidad, el primer filósofo de la
historia condice con la idea que anexa, “…si la realidad es física, la causa ha
de ser también física…”
El agua y sus accidentes persisten en la trascen-dencia y el modelo
previsto de la condición humana reflejada en su medida y este diluvio nunca tan
universal.
La
transigencia del ojo
El acto de
construcción de toda ausencia visible emana de una presencia invisible, se
comprende que, por añadidura, la ausencia es invisible y la presencia visible,
de manera que sólo invirtiendo ambas características conseguiremos la emanación
de una en otra y viceversa. El acto es indiscutible y lo que se construye
también, en todo caso puede diferir que toda presencia invisible emana de una
ausencia visible. En los dos procesos la representación más pura de lo que
concluye o en lo que concluye, depende pura y exclusivamente de lo que es
mostrado y lo que se ve, lo que se quiere mostrar y lo que se quiere ver. El
acto de construcción de lo mostrado emana de lo que se quiere ver, se comprende
que por añadidura lo que se muestra no es lo que se ve y lo que se quiere
mostrar no es lo que se quiere ver. El acto es indiscutible y lo que se
construye también, en todo caso puede diferir que lo que se quiere ver emana de
lo visto, o lo que se quiere mostrar emana de lo mostrado, o en todo caso que
lo que se ve emana de lo que se quiere mostrar. Confluyen ausencias visibles
desde el mostrar, pero no desde el querer ver, así como confluyen presencias
invisibles desde el querer mostrar pero no desde el ver. Toda ausencia visible
puede querer ser mostrada y no ser vista, como puede no querer ser mostrada y
ser vista; que algo tenga necesariamente la virtud de ser visible no indica
necesariamente que deba o quiera verse. Toda presencia invisible puede
mostrarse y querer ser vista, como puede no mostrarse y no querer ser vista,
que algo tenga necesariamente la virtud de ser invisible no indica
necesariamente que no deba o quiera verse. En la intención se juzga el querer y
en el acto el ser. Entonces suponemos que la voluntad puede anteceder a toda
manifestación esencialista o empírica según la forma de considerar el acto o
por antonomasia que la inmanencia o efecto incontrastable por los sentidos
pueden anteceder a la voluntad. En el primero de los casos la relativización
del acto se supedita a lo que se muestra o se ve, y en el segundo la
absolutización del mismo se supedita a la absurdidad de lo que se estereotipa
como verdad universal adherida a las convenciones que obstruyen, obscurecen y
obstaculizan los motivos del ser para querer. Cuando lo que falta se ve, el
acto se constituye desde el basamento óptimo de lo que se posee y quiere o no
mostrarse. Cuando lo que se posee no se ve, el acto se constituye desde el
basamento óptimo de lo que falta o se ha perdido. Es en la pérdida donde
encontramos otro sustento axial de todo hacer, si de acuerdo a la voluntad el mismo
antecede al ser se dilucida que en la pérdida también se encuentra otro
sustento de todo ser y por la ley transitiva se hace extensiva a la
sustentación que requiere toda voluntad. Es en la pérdida donde se fundamenta
lo visible y lo invisible, lo que se muestra y lo que se quiere mostrar, lo que
se ve y lo que se quiere ver. La intransigencia de lo que nunca muta se somete
a la oscuridad inactiva del desencuentro. Lo que encontramos sigue siendo la
misma pérdida, la que transige como el ojo que ve lo que se muestra, lo que se
quiere mostrar, lo visible y lo invisible. Un ojo perdido en sí mismo.
Tiempo
temerario
Pocas cosas
definen mejor lo humano que la ma-nera de vernos. En dicha acción el efecto
puede ser unidireccional por lo tanto la respuesta siempre será unívoca, uno se
mira a sí mismo. En función de la alteridad, la acción también puedes ser
recíproca y la respuesta genera un ciclo, un circuito o una esfera de tiempo
circular: uno es visto por un par. Pero en ambos casos la manera de vernos a sí
mismos o la manera que el otro aplica para vernos, será el motivo para que el
factor humano pueda definirse, redefinirse y complementarse. En la mayoría de
estas ecuaciones se produce un proceso de identificación propio del lugar que
lo humano ocupa en el mundo y desea ocupar.
Así como para que
algo ocupe también algo debe ser ocupado, o como para que algo desee también
algo debe ser deseado, en la ecuación de verse, ser vistos o simplemente ver en
función de un otro, para que algo pueda verse también, debe haber algo que se
muestre o sea simplemente mostrado.
El silencioso
reflejo del prisma ladeado, sin reverso. Una calesita de reflejos disímiles,
monumento al lado del ojo cubista. Lo que merodea en la imagen de lo que somos
para darse vuelta y seguir siendo. Tácito encuen-tro con lo que hemos dejado
para entrelazar los hilos desfigurados de la madeja y seguir perdiendo.
Si mostrarse es
el antecedente de verse, perder lo es también para encontrar. La pérdida es un
flujo impreg-nada en toda demostración. A la vez que muestro, me pierdo:
mostrarse es perderse en la misma forma de ser visto. De todos modos para
perder, inevitablemente, an-tes tuve que haber tenido.
Lo que en
definitiva se tiene es lo que se percibe y, en este sentido, gira un poco la
idea mecanicista del mundo bajo la idea del movimiento o el propio devenir en
el equilibrio de los opuestos. Lo que percibimos se incorpora a modo de
impresión. Esas impresiones resol-tan de la primera manera de verse, es pulsar
para dentro en un mero acto introspectivo que deviene de lo que está afuera, lo
externo. Es la impronta que cualquier cosa dura deja sobre otra cosa blanda. En
una presión, nos hacemos uno. Nos imprimimos desde el dualismo de ser duros y
blandos al mismo tiempo para dejar marcas, la primera marca que nos determinará
ser también otros.
En torno a esta
idea que pareciera definir su estado de regla esquemática en la reciprocidad,
se funda la idea del otro, la que justamente comienza en uno en un acto de
impresión reubicado en otro acto que lo antecede y tiene que ver con la manera
de captar desde cuestiones externas, esas impresiones. Para, después, volcarlas
en la mirada del otro, para después hacernos uno en la mirada del otro. Es en
este sentido lo que determina la impresión se convierte en expresión, es
exprimir, separar desde el interior, disgregar lo que está adentro para que una
vez apretado se expulse. Es el vómito o el acto purgatorio que nos expone ante
el mundo, el que nos determina y nos hace visibles, el que nos certifica la propia
existencia. Es pulsar para afuera. Es el gesto que sale dentro de nosotros
cuando algo nos aprieta, y verter como líquido estancado el desenlace del
vínculo o la intención de ser en los demás, de ser los demás en el
estancamiento. Un desenlace propicio para coagular las formas que están
impuestas en los genes. El epílogo de las gargantas dictadas con sangre. El
grito primal.
Es cuando el
tiempo se para, lo estático de toda dialéctica que se presume soliloquio, un
desnivel en las encías. Nos vimos vistos en la impresión de las expresiones. El
modelo de todo móvil en la insurrección del relativismo.
La
salud de la ética o la ética de la salud
Desde la Grecia clásica hasta la
actualidad, la ética como disciplina o valor humano ha contemplado, obser-vado
y estudiado con detenimiento la conducta en el accionar del hombre en sentido
genérico. Le ha servido entonces a la moral para fijar pautas de concordancia,
vínculo, relación y supervivencia. En definitiva, le ha servido a la humanidad
para determinar qué es bueno y qué malo, qué es correcto y qué incorrecto, qué
es obligatorio y qué permitido. Los juicios establecidos me-diante una doctrina
ética imponen normativas o sen-tencias referidas a las personas, situaciones,
acciones o cosas, así se encuadra cierta valoración moral en torno a una
decisión posterior que supone carácter práctico.
El sustento de la
filosofía moral en la antigüedad proponía como costumbre, cierta etimología del
término ética que sobrevive hasta el estudio propuesto en perío-dos clásicos y
donde la misma admite otra raíz cuyo significado deviene del término "carácter".
Actualmente el
factor comunicacional adquiere un sesgo de primacía dentro del examen y la
relativización de las acciones. La primera característica que coacciona con la
ética es su autonomía. A diferencia del derecho, ésta no impone castigos ni
penas sino que ayuda al justo cumplimiento y aplicación de las leyes mediante
normas y responsabilidades propias que escapan a lo estricta-mente legal o
jurídico.
En términos de
otra característica, el entorno cons-tituye la base concreta de predisposición
y análisis en los parámetros que condicionan el comportamiento del hombre y su
modo de actuar. Todo a partir de lo que él mismo representa en su contexto, su
alrededor. Entonces es para cada quien un criterio diferente. Los antagonis-mos
y las estipulaciones en términos concretos de lo que está bien o está mal
radican en la voluntad.
Distintas
escuelas se han orientado en la estructura de la ética como apuesta fuerte
hacia toda praxis, desde los tratados de Platón y su ética política hasta la
ética de Nicómaco en Aristóteles, convencida de que el hombre busca su
felicidad. Desde las modalidades virtuosas de establecer la vida con moderación
hasta las suposiciones hedonistas de la búsqueda desenfrenada de placer, todo
parece encauzarse en una especie de arte del buen vivir.
La irrupción de
Kant y sus imperativos categóricos le adjudican a la ética una característica
primordial a partir del grado de libertad que cada acción manifiesta como así
también la utilización de la misma. "Actúa de tal forma que tu libertad
pueda coexistir con la libertad de los demás" parece ser la máxima
irrevocable a partir de lo que en el modernismo se combina con una suerte de
elementos aplicados no sólo a la individualidad sino que hasta lo institucional
se releva al estudio de la ética y sus principios. Es entonces cuando la
opción, la opinión, la responsabilidad, la fenomenología de los valores y las
emociones constituyen un abanico de incertidumbre que, desde el existencialismo
del siglo veinte hasta nuestros días, merecen estructuras de diálogos y debates
que tien-dan a no aniquilar el pensamiento pero que, de alguna manera, pongan
al servicio de la ética una beneficiosa tarea de acceder a toda praxis. Al margen
de los con-vencionalismos y las entropías la accesibilidad y puesta en escena
de los márgenes discursivos y sus estudios, deberán resguardar la bondad del
hombre y sus componentes. La integridad como desarrollo primario y la
complementariedad posterior en la congruencia estipulada de una sociedad que
crezca paralelamente al crecimiento humano, no será la oposición sino la
víscera adaptable al mundo abierto y su recorrido sanguíneo.
Todas las
ciencias, entendiendo la sistematización de la técnica y superponiendo algunos
desfasajes academicistas, pusieron al servicio de la ética todo su caudal y se
valieron de ésta para evolucionar históri-camente. La medicina no fue la
excepción.
La ruptura del
tiempo mitológico hacia un devenir filosófico hizo posible desestructurar la
visión de la medicina. Hipócrates, padre de la medicina occidental,
desarrollaba un sistema racional estipulado en la observación y la
experimentación de las enfermedades o patologías inherentes al cuerpo humano,
atribuyendo la causa de las mismas a fenómenos meramente naturales y no a la
intervención de algún dios. Se rompía así un esquema tradicional donde la magia
y la religión pare-cían la misma cosa. La inclusión del elemento físico a
partir de la causa-efecto suponía todo un avance hacia el desenlace de la vida
misma.
Hasta la llegada
de la medicina moderna, se describía al cuerpo humano como una asociación de
los cuatro humores (líquidos) que actuando en forma equi-librada mantienen la
salud inalterable. Si la flema (agua), bilis amarilla (fuego), bilis negra
(tierra) y sangre (aire) se perdían, el advenimiento de la enfermedad era inelu-dible.
La dieta y la higiene eran elementos persistentes en el cuidado del cuerpo para
mantener la salud inamovible.
Durante la edad
media y el renacimiento se le adjudica al médico un rol o una labor
establecida, de-jando de lado la participación del mago o del máximo religioso
a cuestiones estrictamente básicas como las de sanar o matar.
Se adquiere a
partir de estas apreciaciones un valor extra al trabajo profesional de un
médico que se sostiene en la actualidad y se fundamenta desde el juramento
hipocrático, una perfecta declaración ética cuya enunciación se extiende al
principio de la carrera del médico. Señalando entre otras cosas el carácter de
ho-nestidad, calma, comprensión y seriedad que el mismo debe mantener a la hora
de ejercer una buena práctica.
Así comienza a
formularse desde la ciencia médica todo vínculo estereotipado desde el rol que
ocupa el mé-dico en relación a su paciente, la persona que parece alguna
dificultad, enfermedad o patología. Más allá de cualquier objetividad o
subjetividad, la ética abarca en estos casos y respecto a la salud, algunas
consideraciones concernientes a la conducta de los profesionales e
instituciones relacionadas a dicho campo.
En el plano del
sentir, tanto médico como paciente son seres humanos, personas que sufren,
aman, piensan, extrañan, desean y sueñan. Desde la ubicación que cada rol
merece, sin transgredir las obligaciones de cada uno, el enfermo tendrá el
derecho ético de recibir un trato respetuoso, información, aceptación o rechazo
de un tratamiento, privacidad, garantías de atención, explica-ción de los
costos y de los seguimientos clínicos.
Los códigos de
los profesionales son establecidos por la deontología que trata sobre los
deberes del médico en función de la disciplina apropiada que deberá aplicar
para la preservación de la salud. La cotidianidad y los avances tecnológicos
sumados a la intrínseca voluntad de poder hacen que en la actualidad los niveles
de desconfianza crezcan. De ahí la severa importancia de una pedagogía
apropiada y sana al servicio de la ética y su enseñanza para que por encima de
los modelos empíricos o esencialistas, la honestidad y los valores morales
ingresen al estadio de los nuevos paradigmas vigentes. Dicha vigencia se asocia
no sólo a una ética teórica, sino práctica.
En tiempos de
recesión y exclusión la psico-pedagogía asiste a la comunidad desde su saber y
su formación teórico-práctica atendiendo a cuestiones de diversidad, inclusión,
resolución de conflictos. La situa-ción que convoca remite a los derechos de
las personas y al aprendizaje de la misma. Sus ámbitos profesionales le
permiten actuar desde la estimulación temprana y orientación vocacional hasta
la perspectiva laboral y violencia familiar, educacional e institucional.
Mediante dichos ámbitos tiene por aptitud insoslayable preservar, mejorar,
organizar y cambiar los modelos de aprendizaje establecidos haciendo hincapié
no sólo en lo individual sino también en lo grupal e institucional.
La importancia
que adquiere por lo tanto la figura del otro, nos llevará a suponer desde la
alteridad, que existimos, y que en función de dicha existencia actuare-mos con
los demás como quisiéramos que los demás actúen con nosotros. Para que no se
enferme la ética y la praxis sea buena. Cada impronta es parte de una conducta
así como cada conducta merece una impronta de otra conducta.
Impulso
sin sujeto
(la tendencia
es más ciega)
De toda decepción
se desprende que la bipolaridad excede los límites del suceso, los dos
elementos que lo superponen son habitualmente el fracaso, la frustración o el
desengaño en contraposición a la expectativa, ansia o posibilidad.
De esa
intersección irrumpida en la mixtura de un sentimiento alegado y respectivo al
primer elemento y la necesidad sometida e intrínseca al segundo, surge el
pesimismo como escuela filosófica.
Posturas de
vernos en el mundo, de ver el mundo en nosotros, de vernos sin el mundo, de ver
el mundo sin nosotros. La máxima de considerarse vivos dentro del peor de los
mundos posibles. El pesimista espera pero también se recluye en lo inesperado,
las formas concretas de obtener lo inconcreto y viceversa. El horror de haber
nacido como una privación del azar y la evasión de una muerte rápida.
Schopenhauer
entabla desde su perspectiva un vínculo que por momentos roza el
irracionalismo. Desliga definitivamente al mundo de toda razón suficiente, lo
somete al absurdo del mismo modo que somete al hombre a un destino irrevocable,
experi-mentado indefinidamente en el sufrimiento y la desgracia.
Se vive
básicamente por un principio de moti-vación que sólo puede explicar el tiempo,
el lugar y las circunstancias del acto. No explica que se quiera. En este caso
la voluntad que antecede al motivo, y hasta cierto punto puede escindirse del
mismo, apenas es un es-fuerzo sin fin ni términos, esfuerzo que no puede ser
realizado ni satisfecho bajo ninguna circunstancia. Para Schopenhauer, una
tendencia ciega.
Cuando la
voluntad adquiere su mayor grado de consciencia en el hombre, este sabe ante
todo que quiere la vida individual (instinto de conservación) y poste-riormente
quiere la especie (instinto de procreación). Esto tampoco le impide a la
voluntad ser absurda ya que antecede a la razón. Según la filosofía de
Schopenhauer el pensamiento está al servicio de la voluntad de vivir y la
consciencia es el único y auténtico efecto de aumentar la miseria, poniendo al
hombre como el más desgraciado de todos los animales.
La obviedad
resulta de esta desgracia en relación al sufrimiento, ya que justamente dicho
sufrimiento se asienta inevitablemente en la esencia de la vida misma.
Así la vida
transcurre entre deseos, esfuerzos y posibilidades de satisfacerlos, estas
vicisitudes llevan im-plícitas una carga alusiva de pena y decepción que cuan-do
no se concretan aumentan el sufrimiento y, cuando se satisfacen reiteradamente,
se cae en el tedio que es un sufrimiento mayor.
Esta oscilación
entre la dolencia y el cansancio convierten al hombre en una presa del sufrimiento
ya que esforzarse es parte insoslayable de su naturaleza, su sed inagotable
hace del querer una necesidad, una carencia. Se desea lo que no se tiene pero
la tenencia agota el deseo.
La vida que menos
decepciones padezca y que se acerque más al estereotipo de felicidad será
entonces aquella en que el deseo y el tedio se sucedan sin grandes
interrupciones. Toda la vida de un hombre se somete a estos influjos, cuando un
deseo se realiza deviene la saciedad, la atracción que lo mantenía intacto se
denigra y se erige la posesión. El surgimiento de otro deseo bajo una nueva
forma es ineludible, de lo contrario sobre-viene el vacío, la náusea, el
aburrimiento vital.
La decepción y el
sufrimiento descienden cuando el deseo y la realización no caen en agujeros tan
prolon-gados ni tan cortos.
La constitución
de un esquema idealista es para Schopenhauer descubrir la incógnita del dogma,
remi-tirse a los lugares más recónditos del pecado original. El relativismo de
la vida como sueño o el sueño como vida infecta al hombre por delinquir
atrozmente, delinquir por haber nacido.
La suposición de
la huida del mundo es el perfecto reflejo de la superación por la superación
misma.
La decepción en
las formas de muerte no es decep-ción, porque la decepción no es muerte ni la
muerte decepción. La decepción es fundamentalmente asimi-lación pendular de
esas voluntades de vida, la supresión de la misma es vivir necesariamente.
Veneno
negro
“Decirle a un fumador que el opio lo está
degradando equivale a decirle a un pedazo de mármol que Miguel Ángel lo está
deterio-rando, a un pedazo de tela que Rafael lo está manchando, a una hoja de
papel que Shakespeare la está emborronando, o al silen-cio que Bach lo está
interrumpiendo…”
Jean Cocteau, Opio: diario de una desintoxicación.
Evasión o
introito, exacerbación o sosiego, creación o relax. Desde la forma más
primitiva, la humanidad ha identificado la utilización de determinados
elementos lisérgicos abocados a la distensión, con el disfrute, el deleite y
cierta sintonía mental con potencias supremas.
El efecto de la
adormidera se manifestaba de diversas formas en cilindros babilónicos,
bajorrelieves y accesorios casi mitológicos para diosas huérfanas de amor pero
cargadas de deseo ostentoso.
El empleo médico
de algunas sustancias se remonta a los jeroglíficos egipcios donde queda
expuesta defini-tivamente la noción de que el jugo del opio evitará que un bebé
grite fuerte. El elemento catártico aparece en la Odisea de Homero cuando
remite específicamente a dicha planta para hacer olvidar las penas impuestas
por el destino irrevocable y el instinto de perpetuidad que lo contrapone.
El eclecticismo
antiguo eleva la intersección entre lo medicinal, lo lúdico y lo vomitivo.
Fecundidad, sofoca-ción uterina y analgésicos, son las pautas griegas que
predecían lo efímero y lo eterno, entre la plausible ar-monía de una divinidad
y el inexplicable acontecer del dolor humano.
Desde la suavidad
de las mañanas que cubrían las habas de Marco Aurelio hasta el cercano
sometimiento del ciudadano romano con la ensoñación salvadora que los llevaría
al suicidio, la figura de la adormidera siguió envolviendo los avatares
ilimitados de la vida y la muer-te, el frenesí y el aburrimiento, la obtención
de poder y la inversión económica, la panacea y lo despreciable.
Un regalo de dios
para los persas, el paso de la segunda a la tercera edad para los árabes, una
guerra hostil y cautivante para los chinos. El opio se convierte, se adoctrina
insurrecto, a las perversas sendas lucrativas del primer mundo que avasalla la
utopía y aliena el cuerpo.
La antinomia del
lenguaje como signo salvador de la especie crea en William Burroughs la génesis
de la infalible generación beat, la razón es un organismo pará-sito que
encuentra un hábitat en el hombre aplastando su naturaleza real y creando un
universo donde existe el tiempo, la muerte y todos los males.
El recurso
insistente de distintas drogas en estratos artísticos determinados, emerge
desde el silencio hasta la obsecuente alucinación de lo inefable, se sumerge en
la profundidad de una palabra, una nota, un color.
En la armonía del
ocre algo se refleja como anhelo del espejo que quiere vernos sin vernos,
tocarnos sin tocarnos, custodiar los mantos de la saciedad sin cuidar la
hoguera del cuerpo.
Lo
inefable es absoluto
Rozar el
instante, mantenerse fuera del foco, esca-parle al tiempo. Tocar el instante,
¿Con qué? La mano vacua que mueve lo pleno. El instante como presente es lo
único que existe, como un desfasaje, una disonancia entre el pasado y la
eternidad. Tocar el todo con la nada, lamerlo, masticarlo, fundirlo en la
precisa negación y hacerlo ausencia.
La afirmación del
instante rompe la estructura relativista, la consagración del tiempo
preestablecida. Se erige así, desde todo principio subjetivista, la génesis de
toda existencia. Una irrealidad que confluye en líneas de fuga, advenimientos
ficcionales entre el ser y el no ser.
La sucesión de un
momento acaecido en presente continuo, la fijación de lo inmediato en la
práctica de la realidad espiritual sometida a la física y viceversa. La visión
cabalística y sus derivados unen y separan las palabras como un constante
devenir de revelaciones. Puntos de contacto, profundidad abierta entre el antes
y el después.
Lo que existe
separa.
Lo que es
separado no existe.
La exactitud de
lo pretérito. Un registro tácito. Oraciones desmembradas. El primer motor
inmóvil del engranaje.
Rozar la nada,
mantenerse adentro del foco, acer-carse al tiempo. Tocar la nada. ¿Con qué? La
mano llena que detiene el vacío. La nada como nada es lo único que no existe,
como acuerdo, la armonía entre lo que es y lo que no. Tocar la nada con el
todo, velarlo, iluminarlo, fundirlo en la imprecisa afirmación y hacerlo
presencia.
El escepticismo
como eje cartesiano en la duda con-lleva a la absoluta negación de todo
principio, dogma o estereotipo impuesto por cualquier paradigma. Así ama-mos la
nada por la nada misma, y esto es algo. El nihilismo tiene su origen en el
sofista Gorgias, padre de la máxima “nada
existe, si algo existiera seria incognoscible, si algo existiera y fuese
cognoscible sería incomunicable”. Excluyendo toda posibilidad de reconocer
o afirmar va-lores, Gorgias suprime la teoría del homo mensura, exagerando
destructivamente el lugar del hombre en el mundo reconocido como la medida de
todas las cosas. Es también cuando el antropocentrismo se reduce a la
imposibilidad, a las fauces de la nada.
Se sucede la
historia entre vitalismos y objetivi-dades, materialismo dialéctico y
oscurantismo, pero el hombre mata a dios. Nietzsche encuentra en dicha muerte
la reivindicación del género en la búsqueda. Reconsidera toda cristiandad y
espiritualidad posible.
Es la nada del
instante o el instante de la nada.
La plenitud
absurda del vacío, lo que colma la ma-no abierta. Lo que puede existir a pesar
de todo. Lo que no existe a pesar de la nada. El instante perpetuo, la nada que
existe.
Somos algo en el
instante y nada en el destiempo. Somos tiempo en el instante y nada en algo. La
inmu-tabilidad sucede al ciclo de la transferencia, lo que cambia de estado es
lo nunca dicho.
Buscar
es perderse
(la
tragedia y su encuentro)
En el sentimiento
trágico se imprime tácitamente el origen de la propia existencia. Es cuando se
rompe la bolsa donde el presagio de toda pérdida, despojo, co-mienza a
manifestarse en lo que después será un verdadero indicio de tragicidad. El
llanto del neonato atravesando corporalmente los límites del útero como grito
primal, expresa metafóricamente o desde la psicología del ello la desilusión,
el haber dejado algo que hasta ese momento era mejor que esto, lo que se
denomina “un lugar en el mundo”.
Si bien el
término tragedia padece un origen griego, entremezcla dificultades no sólo a la
hora de conceptua-lizarlo sino también al hacer cortes sincrónicos, diacró-nicos
o ejemplificar todo tipo de materialización posible al respecto.
Históricamente el
hombre ha tenido que luchar con lo inexorable, el destino, la vida, la muerte.
Determina-das representaciones artísticas han sido las primeras formas de
materializar parte de estas inmanencias. El sustento siempre se asoció a lo
meramente catártico, casi una idea aristotélica de purificarnos, para elevar el
alma a lo más prístino. Así ha surgido la tragedia griega. Dicha aparición
pertenece a la sublimación axial de una obra absolutamente religiosa, ya que su
esencia remite a la representación del sacrificio de Dionisio, dios de la
exaltación, embriaguez, éxtasis, símbolo del placer, el dolor y la
resurrección.
Los teatros se
construían en las inmediaciones de los templos, y los actores y cantores eran
considerados por los sacerdotes, personajes sagrados.
Durante la época
de la vendimia se cantaban los ditirambos en su honor, los cantantes y
danzantes repre-sentaban a los "hombres cabrones" o
"sátiros" (seres mitológicos que tenían cuerpo de hombre y piernas de
cabra) que lamentaban el sepelio del dios. Cuando los ac-tores interrumpían,
inusitadamente su participación para tomar aliento se introducía la figura de
un recitante que interpretaba estrofas acompañado por gemidos eje-cutados por
la concurrencia. Las ofrendas del público consistían en la entrega de un macho
cabrío, de ahí la analogía etimológica con “trago día”, que deriva del griego
tragos (macho cabrío) y oda (canto).
Entre la
incorporación y experimentación de más-caras, y la utilización de ostentosos y
significativos disfraces, queda instaurada la tragedia como género literario e
histriónico, la figura del hombre se debate en los antagonismos que subyacen de
su presencia y el cosmos y las hostilidades entre el género humano y el poder.
Quedan exaltados los valores, entre otros, pa-trióticos, míticos y hasta
farandulescos. El público llegaba a identificarse de manera sublime con el
drama de los actores, hasta formando parte del espectáculo, concluyendo con la
posibilidad de aprobar o desaprobar desde su raciocinio, o no, los bagajes
artísticos de la obra como así también los traumas de las miserias humanas
expuestas en su accionar.
Sentimientos
encontrados se situaban en las orillas de una ficción real, de una realidad
ficticia. El enojo y la resignación, la aceptación y la esperanza, la alegría y
la tristeza oscilan sobre las distintas personalidades, contradicciones y
anhelos de quienes no decidieron existir, pero existen.
La literatura
visionaria de Esquilo, Sófocles y Eurípides entre otros se niega de alguna
manera a que la memoria perezca.
La perfecta
contraposición filosófica se da con Nietzsche y su visión dionisíaca del mundo,
incluyendo al dios Apolo desde su resplandecer perpetuo, desde la apariencia
del sueño como la transgresión que desfigura y figura todo arte caminado tan
cerca y tan lejos de Dionisio. Este carácter existencialmente nihilista nos su-merge
en el amor exacerbado por la nada, poniendo en evidencia la parte más lúdica de
esta filosofía y en definitiva de todo arte. Como si en el equilibrio se
encontrara la propia nada y viceversa. Como si en la vida se encontrara la
propia muerte y viceversa.
En esos juegos
festivos donde líquidos narcóticos se apropian del cuerpo, el hombre pierde la
subjetividad, el hombre se pierde en el olvido de sí mismo y logra re-conciliarse,
no sólo con los demás hombres, sino también con la naturaleza.
El sufrimiento,
el dolor, la belleza nunca quedan exentos de la circunstancia antagónica de la
tragedia. Evolutiva o involutiva, ésta parece iniciarse y concluirse en la
misma obligatoriedad que impone la razón por sobre la pasión y los estímulos
elementales e instintivos que autoriza, conmueven y modifican toda estructura
racional.
Los imperativos
del arte consumen en este caso la primera manifestación posible del sentimiento
trágico. En dicha oclusión se desprende la primitiva iniciación ritual y
vincular con el dios personal, el panteísmo ad-quiere su fisonomía dinámica en
la continuidad de la búsqueda. ¿Qué trágica ilusión se subleva del mito? ¿Qué
mito deja de lado lo ilusorio para converger en sí mismo? ¿Qué existencia se
superpone con la esencia? ¿Qué apariencia nos desvincula más que la realidad?
Los cánones
siguen vigentes.
La posibilidad de un posible
Hacer de su
metafísica algo meramente geométrico es lo que Leibniz propone justamente desde
la física. Más allá de su filosofía esencialista, el abordaje fecundo de un
determinismo enquistado en la lógica nos perturba con su “Nada existe sin una razón suficiente”, ni siquiera la misma
esencia.
La reducción de lo esencial nos permite distinguir entre los distintos
pensamientos de Leibniz (en los que figuran su loable optimismo y sus primeros
principios del cuerpo en la sustancia), la teoría de los posibles. En ella se
desprende como una especie de grados. Desde ya, defini-mos a lo posible como lo
que no tiene contra-dicción, por antonomasia decimos que lo contradictorio es
imposible, un círculo cuadrado o un rectángulo triangular son im-posibles desde
lo más intrínseco de su concepción hasta lo más demostrable de su existencia.
Cabe rescatar la
diferenciación apreciable que pro-duce la filosofía de Leibniz en su principio
de identidad, desafiando en parte aquel principio de contradicción
aristotélico. Este nos marcaba que un mismo atributo no puede pertenecer y no pertenecer
a un sujeto al mismo tiempo y bajo la misma circunstancia. El principio de
identidad, desde su búsqueda, rompe con la negatividad, la estática y la
inflexibilidad. Toda verdad debe ser idéntica y se exige que ningún espíritu se
contradiga. Dicho principio asegura cierta coherencia incluso en el discurso,
interna o formal, y es para Leibniz una evidencia suprema. A es A.
Ahora bien, determinada esencia puede no ser contradictoria y sin
embargo no posee la posibilidad de ser realizable. En este caso toda
posibilidad se resguarda en lo abstracto. Si vemos el ejemplo de una sirena
podre-mos considerar la diferencia, un cuerpo de mujer y de pez al mismo tiempo
puede existir desde la posibilidad abstracta, pero no desde la posibilidad
real. La no reali-zación de un organismo tiene justamente que ver con que nada
existe aisladamente, las cosas son parte de un todo, de un conjunto, todo ser
forma parte de un sistema. Por ende, para comprender si una esencia es
realmente posi-ble, o posiblemente realizable, será apropiado considerar todos
los demás posibles a los que dicha esencia está rela-cionada, a todos los demás
posibles con los que puede vincularse. A estos posibles que, por añadidura, en
forma, en accidente, por precisión aleatoria o lógica, llegan a constituir el
conjunto de cada uno de los posibles, Leibniz los llama composibles[1].
En la
composibilidad se encuentra el secreto más importante de la filosofía optimista
de Leibniz. Este concepto marca definitivamente cuándo una posibilidad
abstracta no puede ser real, no puede ser concreta, no es composible. El mundo,
entonces, se fundamenta y se halla regido por estructuras que son composibles y
por estructuras que no lo son. En la generalidad estas es-tructuras forman algo
así como un universo, y es este universo el que es posible.
De aquí deriva que todos los posibles tienden a la existencia, esta
siempre depende de la medida de su per-fección o esencia. Todas las cosas que
tienen posibilidad de existir se manifiestan a partir de una potencialidad, hay
en ellas cierta exigencia de existencia, las cosas posibles pretenden existir y
la esencia de las mismas también. Para Leibniz este derecho en las cosas
depende siempre de su cantidad de esencia que no es más que su cantidad de
realidad. Cantidad que se establece a partir del grado de perfección que las
mismas cosas encierran.
Aunque la
pregunta parezca retórica, la respuesta obligada estaría planteada en saber
cómo una esencia que no es posible puede poseer una tendencia a existir, que no
es otra cosa que una pretensión devenida de la prepotencia o exigencia que le
denota el rasgo más alusivo de todo esencialismo.
Otro dilema queda
expuesto cuando analizamos determinados conjuntos de posibles que no llegan a ser
composibles. El ejemplo que Leibniz instaura desde la singularidad es el de
Adán. “Adán no pecador" es in-composible con el mundo donde Adán ha
pecado. "Adán no pecador" es
contradictorio con "Adán pecador", pero no es contradictorio con el
mundo en que Adán ha peca-do. Simplemente entre el mundo en que Adán ha pecado
y el mundo en que Adán no peca hay incomposibilidad.
Es en este
contexto donde Leibniz parece aclarar ciertas vicisitudes arraigadas a una
mecánica metafísica, es cuando aparece y se incluye la idea de dios en su
filosofía. Los posibles se consideran en la mente de dios y pesan sobre su
voluntad exigiendo ser creados.
La idea de dios
en Leibniz no admite disyuntivas ya que es el mayor fundamento ontológico. Dios
tiene su razón de ser en sí mismo, es por eso que existe neces-ariamente. Es
allí donde surge el optimismo, sustentado y teniendo como apoyatura la génesis
de la filosofía de Leibniz en la teoría de los posibles.
La creación del mundo en la
mente de dios es libre, y la elección entre los mundos posibles también lo
será, aunque para Leibniz lo concreto sea la creación de uno, de este mundo, el
mejor de los mundos posibles, ya que si no fuese el mejor carecería de razón
suficiente, sería incomposible.
Zona bipolar
(de
los extremos y sus anormalidades)
Si es el borde el que difiere del desborde y lo antecede, el límite
pareciera estar prefijado. Todo se supe-ditaría a la línea demarcatoria entre
este lado y el otro. Habría entonces dos lados, dos cuerpos, dos mundos, dos
espacios.
Si es la
monotonía la que antecede al delirio y a su vez difiere del mismo, la cordura
pareciera estar descom-puesta. Todo se supeditaría al supuesto bienestar entre
las cosas benefactoras y la malignidad de un acto irre-versible. Habría
entonces un término medio, un estado óptimo de conciencia, una vigilia eterna.
Identificamos el
borde con la monotonía y el des-borde con el delirio. Traspasar lo que denota
un límite, pasar al otro lado.
En cuestión está
determinar qué de todo esto se hace visible en uno y qué se mantiene invisible
en el resto, acaso no podríamos preguntarnos si estar de este lado no es estar
también del otro. ¿Qué determina el borde entonces? ¿Quién alude a la intención
del des-borde después?
El borde es
impreciso, no determina ni condiciona el desborde. Incluso nos obstruye el
querer ver por en-cima del lugar donde estamos. Desanda el camino que elude los
estereotipos. El espacio físico que está del otro lado del cuerpo es el mismo
cuerpo, porque el cuerpo es en sí el espacio físico. Podríamos afirmar que no
hay nada en un borde que determine partes, que nos separe de lo que se supone
resto. Deviene el desborde –aunque no del borde–, deviene de la
extraterritorialidad, de todo lo que está fuera de un exilio prematuro, de un
viaje con retorno obligado. Vivimos anclados en el desborde, superando el
límite de las cosas impuestas. Un incesante y constante fluir entre el
equilibrio y el desequilibrio. En la intersección está el desborde, en ninguno
de los dos extremos, sino en la superación propia de cada uno de los extremos.
Si el equilibrio y el desequilibrio son los extremos, el punto medio se da en
el desborde. Como un entorno transhumante que representa la efervescencia del
modelo coercitivo que de esta mano nace en la otra.
Si el borde
desangra, el desborde sutura; si el borde presume, el desborde consigna su
asunción como el ori-gen de las cosas; si el borde es la estructura, el
desborde la coyuntura; si el borde se extingue, el desborde renace. Las cosas
en un mismo lugar a veces están en otros y siempre se normalizan en la nómada
sensación del des-velo. Un motivo extra para desvincularse del desvinculo.
Entonces ir a otro lado es quedarse, quedarse para no volver.
Como si salir del
surco al labrar la tierra infiera como patológicamente en el delirio cuando
éste no ha evolucionado tanto en términos de creatividad. Lo que sale de lo
establecido como norma en verdad suele normalizarse. No desde el engaño, si
desde la supresión de la idea del límite. No desde la enfermedad, si desde la
posibilidad de curarse.
La monotonía es
el propio exilio que nos hace dejar de ser y está íntimamente ligada al borde o
al extremo del equilibrio o desequilibrio. Tomar el desvío es enderezarse. Como
un pie anfibio que hace del caminante una contraposición elocuente y óptima
entre lo terrestre y lo hídrico. Como un pie líquido y telúrico.
Del
sentido del sentido
El devenir del
sistema del sintagma que en parte determina el origen del empirismo se
constituye en la noción de Berkeley y su mentada frase esse est percipi («ser es ser percibido»). En él se superponen entre otros
el principio de identidad, no contradicción y recipro-cidad, el subjetivismo y
el objetivismo, el esencialismo y el empirismo. Lo que se considera como
certero es el acceso a la única forma cognitiva a la que el ser humano llega
teniendo como condición las sensaciones.
En torno al principio de identidad, no podríamos afirmar
que ser es ser y no puede bajo ningún punto de vista y en ningún momento ser
otra cosa, como tampoco no ser. En esta tesitura tampoco podríamos afirmar que
ser percibido es ser percibido y no puede bajo ningún punto de vista y en
ningún momento ser otra cosa, como tampoco no ser percibido. Básicamente se
constituye des-de la reciprocidad causal que determina como única razón del
ser, el ser percibido y viceversa. Para deter-minar que existo debo entender
qué ajenas sensaciones deben y pueden hacerme existir, estas sensaciones fun-damentan
los sentidos. Suponemos que para que esta ecuación concluya antes debí haber
entendido mis sen-saciones a partir de la posibilidad de percibir ajenidades.
Experimenté primero la existencia del otro a partir de mis sentidos, logré
percibirlo y determiné en él el carácter del ser, no como esencia neutra y
privativa de toda idea, sino en relación a lo meramente perceptible.
Experimenté después en la presencia del otro cierta devolución a modo de
considerarme existente desde la percepción de éste que determina en mí esa
forma primitiva y tal vez determinante de conocernos.
El no ser nunca puede ser percibido y el no ser percibido
nunca puede ser, el ser es en la medida que se lo perciba y si bien nunca puede
no ser, tampoco puede pasar desapercibido. Entonces no coincide con otro de los
principios que estipula en Leibniz la razón suficiente.
Sujeto y predicado
concuerdan en la continuidad de uno en la sucesión del otro o en uno en el
antecedente del otro, verbo copulativo y participio añaden al sujeto la
correspondencia suficiente para confabular la condes-cendencia del ser y su
ambigüedad literaria.
Como destapando
el orificio de un sueño que amordaza la especie, vemos tocamos oímos olfateamos
degustamos de los temas, lo que en definitiva somos. Lo mismo que los otros
hacen de nosotros o con nuestros presagios. Una huelga racional definida en la
impronta de ninguna idea. Somos lo que no está en la mente. La nada y el todo
no entran en la precisión.
En estos términos
plagiamos lo impuesto, sea por la figura de un líder o la misma cultura. La
preservación de la belleza como síntoma de las herraduras del tiempo. Lo que
limita exactamente al ser como cadencia de lo percibido.
¿El sentido de lo
que se percibe adelanta la idea? El sentido de lo percibido concibe al que
percibe. ¿El sen-tido que percibe sucede a la idea? La idea del sentido
engendra al ser.
Una evasión de
formas incluidas en los sujetos pretéritos, ser percibidos en el mundo para ser
mundo. Percibir el mundo para ser, un esqueleto de motivaciones ajenas
coexistiendo con la duda del engaño o la equi-vocación. La distracción nos hizo
menos perceptibles, por lo tanto, menos seres. Lo demás será parte de la
sanidad de las cañerías, no será nada, o seguiremos inmersos en la infusión de
lo imperceptible.
La razón del
modelo plástico en la sucursal del ojo avizor, el dedo súbdito, el yunque
hereje, el labio inferior o el tabique hegemónico. La vida tiene sentido, la
percepción lo desprotege.
La
mutilación del deseo
El distrito del
placer consume jerarquías y espacios mentales que, desde lo albergado,
representan inusitados momentos en la trayectoria vital de un ser. Podríamos
eludir la animalidad que supone un recurso amable y por momentos antagónicos
entre la empatía o el disgusto producido a la hora del vínculo, sea éste con
otros seres u objetos inanimados.
Ardua resulta la
tarea de desprender e incluso, más allá de lo estrictamente filosófico, no sólo
la idea del placer como cosa abstracta en sí misma sino la manera de
materializar su búsqueda y su obtención. En este sentido lo primero que cabe
rescatar es que un antecedente óptimo resulta de lo que ocasiona el deseo, casi
como ese primer motor inmóvil aristotélico que viene a ser parte de ese
engranaje que le da continuidad a los días, deseo en oposición a tenencia pero
como posibilidad de gene-rarla y regenerarse en ella.
En estos términos,
la razón impone pautas que a grandes rasgos podrían diferenciarse entre el acto
de re-primir y el acto de sublimar. La práctica de ambas empresas parece
imposible si en definitiva no se utiliza la creatividad, la imaginación y las
redes del fracaso in-terrumpen el sueño por la mañana débil y ya nada es
creíble con los ojos abiertos. El acto de reprimir el deseo sugiere
inevitablemente una muerte implícita, las fauces de la frustración. Cuando se
reprime, la impronta del trauma desarrolla la inevitable caída del cuerpo y,
como consecuencia de lo intangible, no existe ningún otro ar-gumento para hacer
de él un transformador recoveco de la existencia. Si bien sublimar implica
cambiar un bien por otro, en este caso sólo el objeto deseado podría in-currir
en esta supuesta mutación aunque jamás podría hacerlo el acto en sí mismo. Uno
desea porque sí y bajo ninguna circunstancia puede suplantar o suplir el acto
de hacerlo por otro acto.
Más bien
percibimos el impulso del deseo como ese movimiento subyacente de toda
manifestación humana que incluso, y al margen de preceder al deseo, precede a
la existencia. Somos porque alguien nos ha apreciado antes, somos producto
benefactor de ese deseo. Somos lo deseado.
En este acontecer
entrevemos la materialización de lo espiritual en y desde el mismo movimiento
que pre-valece a priori como forma
inmanente de la búsqueda, es en esa corpórea manifestación donde atisbos de
encuen-tro se hacen empíricos, se reconocen mediante algún sen-tido. Es cuando
nos convertimos en lenguaje, es cuando necesitamos decir para regenerar, para
volver a desear. En la ecuación disolvemos qué es materia y qué es idea aunque
si el resultado somos nosotros mismos y nuestra manera de existir será entonces
porque somos nuestro propio deseo y la manera de desear o ser deseados.
El interrogante
cuestiona en qué momento el deseo se convierte en necesidad o viceversa, la
superposición de uno con el otro supedita la diferencia, se desea lo que no se
tiene y se necesita desear. Encontramos el único antecedente que hace plausible
al deseo, la necesidad. Necesitamos desear porque necesitamos ser deseados. Lo
deseable hace a lo deseante y viceversa. Ahora bien cuál es el punto de deseo
que poseen las cosas deseables, y cuál es la necesidad de hacer deseable esa
misma cosa, sólo se determina a partir del influjo que la obtención y la
movilidad generan en torno de la propia búsqueda. Desde el momento que algo
posee o es poseído deja de ser deseado o deseable.
Un cortejo de
estáticas envolventes en la elástica genealogía de las momias y sus ancestros
dominantes del miedo, una coalición entre lo que es moderado y se exalta a la
vez. Las puertas de la percepción que William Blake entreabre sin finitudes
obsecuentes a la hora de la precisión que dios le dio a su aburrimiento.
Margen
concomitante
El cuerpo no es
uno sino uno en el cuerpo. En la construcción y la deconstrucción se establece
el vínculo más directo con lo que nos envuelve y nos desenvuelve. Es la manera
de encontrarse en él, donde cierta aproxi-mación al concepto del ser supone un
encuentro también con uno mismo. Definitivamente es uno quien hace al cuerpo y
es en su hacer donde predice la forma y aunque nada será percibido en su
plenitud desde el propio accidente, uno ejerce la continuidad de la acción que
determina al ser. Uno hace para ser.
En dicha
constante uno se va marginando y también experimenta el desencuentro con esa
especie de ilegalidad en la misma forma, como un tipo de lumpen de especie
inconexa que se destituye de sí mismo. Entonces uno comienza a rebelarse contra
lo que ha creado, esta rebelión es contra uno mismo. Contra lo que el ser que
recibe de sí mismo en función de su hacer, de su acercamiento, de su expansión
y de su instinto por imponerse al otro en tanto y en cuanto el estereotipo de
lo creado no perezca con intensidad prematura. En la voluntad de lo creado y su
manera de haberlo hecho se esconde la intersección congruente de toda búsqueda.
Un cuerpo definido sólo puede buscar otro cuerpo definido. Primera
contradicción estipulada en torno a que ni siquiera la búsqueda del propio
cuerpo puede de-finirse. Por añadidura determinamos que los cuerpos son
indefinidos. Consideramos motivos prudenciales a la naturaleza, a la propia
acción, al relativismo que toda realidad del ser propone en las cosas que
penetra, se impregna y finalmente engendra.
En términos
filosóficos se postula el concepto de apeiron desde la combinación que padece
la búsqueda de los cuatro elementos vitales en Anaximandro. Ni el aire, ni la
tierra, ni el agua, ni el fuego habían podido suplir la esencia del origen del
cosmos y todas las cosas que le pertenecen. Es por eso que, a modo de sinergia,
surge la idea de lo indefinido. La perfecta fusión que preserva las propiedades
de cada uno y a la vez no conserva ninguna. Lo que no tiene límite ni
definición pero a la vez coincide con lo que viene, está del otro lado o supera
la consecución de sí mismo incluso en la propia etimología.
La aparición del
concepto del apeiron encierra una contradicción en sí misma, incluso en el
modelo de lo indeterminado o ilimitado perdura la constancia del mo-vimiento
que en la idea precede a la acción. Es cuando se desprende dicha contradicción
que la lucha amerita la exención de cualidades de todos los mundos creados, de
todas las cosas creadas, de todos los cuerpos del mundo y de todos los cuerpos
de las cosas. En este principio sin forma es la acción concomitante del límite
como con-trariedad la que enquista la base de todo lo que existe.
En oposición a lo
lineal la ciclicidad prevalece en tanto y en cuanto la necesidad, o el deseo,
logren con-cebir al otro, todo saldrá y todo volverá al apeiron.
Por definición
seguimos esperando lo indefinido, como un cuerpo que espera la ilimitada forma
de otro cuerpo, lo inconcebible.
Los resabios de
un pasado transeúnte, amarrado a la rigurosidad del dogma. Nada se detiene en
sentido contrario, porque el sentido también está determinado por la nada. La
nada definida como un cuerpo que también se busca a sí mismo.
Queda
de toque
¿Salva el arte o
sus hacedores? ¿Mata el arte o sus verdugos? La construcción ideológica
oriental difiere de la occidental en tanto y en cuanto la primera estipula la
salvación del alma, a partir de una transmigración o su-cesión de vidas que se
materializan en cuerpo y forma, mientras que la segunda determina una muerte
corpórea y como sustento de un determinismo, por momentos incomprensible para
la razón al margen de lo teológico o la misma fe, pretende salvar el alma y
perpetuarla. En torno a la primera contradicción suponemos que lo que se salva
no muere, de todos modos el que salva puede morir o podríamos salvar la muerte.
La segunda contra-dicción podría interpretar la muerte como salvadora, en
función de dichos antagonismos se suscitan también la vida y lo insalvable.
El indulgente no
es precisamente quien se salva o debe salvar como el matador es quien mata o
debe morir. Aunque parece separarse tangencialmente lo salvado de lo muerto, el
primero remite a lo abstracto o a lo ideal mientras que el segundo a lo
empírico o a lo concreto. Así logran coincidir desde sus opuestos dos escuelas
filosóficas diametralmente disgregadas como son el esen-cialismo y el
empirismo. En este caso el alma como abstracción pura pertenecería al
esencialismo mientras que el cuerpo como concreción pertenecería al empiris-mo.
¿Antecede el alma al cuerpo? ¿Antecede el cuerpo al alma?
Para Platón se da
una idea de claustro o encierro a partir de la consideración que determina al
cuerpo como la cárcel del alma. Como si el afuera adjudicara todas las
condiciones características que el adentro posee. Si bien en el adentro se
encuentra la esencia ésta condiciona y se deja condicionar por lo que
percibimos desde el afuera. El afuera sólo percibe el afuera, lo que se parece
sólo es percibido por lo que se parece. Si bien el adentro con-diciona el
afuera y lo que parece no es, debiéramos argumentar si el adentro como esencia
es y no parece y en qué medida lo que es puede determinar lo que parece.
La idea de la
trascendencia se da sólo en el ser, en la esencia, el resto es perecedero. Lo
que parece no coin-cide bajo ningún punto de vista con lo infinito. El gran
desafío entonces estaría dispuesto en la posibilidad de encontrar un porcentaje
de compatibilidad entre el afue-ra y el adentro, lo externo que puede
concebirse como físico y lo interno como idea. ¿Puede el afuera perturbar la
esencia? ¿Puede el adentro ser parte de lo empírico?
Inevitablemente
uno debe salvar al otro para justamente convertirse en otro. No se cuestiona
qué parte de la esencia mata la existencia y qué parte de la existencia mata la
esencia, sino que en función de cierto pragmatismo vital algo de cada uno debe
morir al ser salvado y, en este proceso de reconstrucción, se suscita la
constancia en la continuidad entre la prepotente forma que el cuerpo impone en
su manera de mostrarse a los otros cuerpos y todo lo que se difumina como ocul-tamiento
en la razón de entendernos a ciegas.
Es el otro que
está adentro quien mata o muere, es el otro que está afuera quien salva o es
salvado. Se recrea la forma de la defunción informe, y en términos coyun-turales
la estructura se somete a ella misma. Como un dualismo que le da a toda muerte
un sesgo de salvación, le da a todo afuera un atisbo de adentro.
El arte salva, el
arte mata. Los salvados son mortales. Escarbando la finitud de la arena hasta
que un grano ulterior nos contagie de la profundidad que el resto contiene. En
esta remoción salimos y nos hundimos a la vez porque la existencia de adentro
amedrenta la esencia de afuera.
El
mito de los coladores
La mayor divinidad
representada por un colador inconmensurable persiste en hacer confluir el
axioma de la trilogía crear, recrear y destruir. En la primera acción sustituye
la noción del ser creador como antecedente a todo ser creado para determinar su
primer atributo de autosuficiencia creándose a sí mismo. En dicha con-fluencia,
como primer atisbo de la ambigüedad podría-mos afirmar que algo creado por sí
mismo es también increado. En este sentido el dios colador debe primero crearse
para crear después. En la segunda instancia es cuando se da una repetición o
una recurrencia en el acto creativo, ya se creó, por ende puede recrear. El
colador de las inmensidades deberá entonces recrearse y es, en este instinto de
adquirir distintas fisonomías, donde le atribuimos la segunda característica
que lo determina co-mo un ser increado y polifacético o ecléctico. Un dios que
se ha creado y se ha recreado a sí mismo. Para llegar al tercer punto
deberíamos considerar que para recrearse, algo de lo creado debe destituirse o
erradicarse, por lo tanto un acto meramente destructivo sólo podrá hacer lógica
la idea o la posibilidad concreta de volver a ser creado. Esta forma de
materialización divina se crea y en el mismo momento que quiera volver a
hacerlo deberá destruir la forma de creación anterior. Si la idea antecede a la
forma, la destrucción será en primera fase ideológica. Este dios debe destruir
en sí mismo la idea de ser creado que determinará la concreción de un dios
nuevo en la recreación. Cuando esto suceda, otra idea lo someterá a la
necesidad de volver a destruirla. El ciclo confluye en el egoísmo neutro que
proporcionan los distintos motivos de aburrimiento. Un colador aburrido no
podría dejar pasar ni siquiera el líquido menos viscoso y más inusual,
definitivamente no podría destruir nada ni tampoco po-dría recrearse. Dejaría
de ser colador, dejaría de ser dios.
Esta concepción
enfoca la mirada del acto creativo a la esfera de lo secundario, lo que no está
en uno ni lo determina. Sin lugar a dudas crear también es darle forma a lo que
se quiere crear, lo otro, lo que está fuera, lo que se complementa, lo que
nunca puede ser uno. El colador universal y creador de sí mismo decidirá crear
otros coladores a su imagen y semejanza para que nada difiera de la idea formal
que el acto creativo ocasionará al ser creado. En este orden la única condición
que se le asigna a los otros coladores creados es la de seres creados por un
ser increado. El interrogante se plantea entonces a partir de cómo un ser
creado por un creador increado pueda recrearse. En primera instancia debemos
marcar qué atributo le ha asignado el creador, y si fuese positivo, también los
coladores creados podrían recrearse. Por ley transitiva también le atribuimos a
estos seres la tercera acción con la cual podrán y deberán destruir lo creado
para volver a crearse.
Estos pequeños
coladores resistirán al modelo recreativo e impuesto por el colador mayor e
intentarán convertir y asignarse al menos el don de ser recreativos.
Posteriormente y por añadidura se adquirirá el tercer eslabón que concluirá la
trilogía, la destrucción. Pero un ser creado por otro ser que tenga la
posibilidad de recrearse y a su vez destruir lo que ha creado para darle
continuidad al ciclo, también intentará destruir las for-mas creadas que sean
análogas a la suya. El colador necesitará destruir a otros coladores que tengan
sus mismas características para lograr recrearse sin la nece-sidad de destruir
lo que han creado. Sin motivo de autodestrucción, es la destrucción del otro lo
que les permitirá recrearse y es por esta consigna que también se intentará
destruir al gran colador creado e increado. Los coladores intentarán colarse en
las fauces de los coladores iguales y la omnipotencia se sumará incluso como
primera característica de estos seres creados, a la premisa de aniquilar al
colador supremo. Algo de todos los coladores no podrá colarse, algo del dios
colador podrá ser colado en detrimento de las cosas que nos quedan líquidas en
la presunción de pasar de colador en colador sin terminar de ser colado aunque
dejando al-guna propiedad táctica en la colación. Coladores colados sin ser
vistos aún por la ley del ojo avizor de un colador ajeno que supone el cielo de
todos los coladores y sus elementos benefactores en el espacio que habitan
todos los coladores limitados.
El mito fenece en
el punto de fuga que lo creado le reconoce al creador sin la instancia de
destruir la esencia. Creer que lo creado es sólo líquido que atraviesa los
límites contenedores de la materia.
Ruidos
molestos
Desde Orfeo y su muerte
ambigua, hasta la idea genuina oriental de la palabra vibratoria o sonido
primario, la humanidad conserva la nota menos precisa y más atonal para
modificar atisbos que la naturaleza le impone como resistencia o desvelo.
Dominando y pose-yendo el latido ajeno que el origen determina, el primer
indicio de vida en un efecto in útero lo marca la diástole y sístole del
corazón materno y arrasa con la fisonomía semiótica que a priori determina el
lenguaje. Dominando y poseyendo un grito primal como salida al mundo, hace que
el neonato proporcione cierto vínculo con la ajenidad con un desarrollo
auditivo que a su vez le adjudica ciertas potestades. Dominando y poseyendo el
mundo se convierte en ruido y muchas de las cosas no tan genuinas son
descubiertas apenas por un acto repetitivo o por imitación. El mundo comienza a
vibrar y las formas que las cosas tienen se incorporan a uno y uno las hace
propias, cree poder perpetuarse en la vibración que las cosas tienen, como
medida de todas las cosas, también el hombre las crea en su crecimiento que a
su vez es parte de la naturaleza. El hombre crea cosas que después apropia con
una vibración natural, propia de las cosas que el hombre jamás podrá apropiar.
La destitución o
paralización manifestó la muerte del sonido que ejecutaba la lira de Orfeo, se
admite lógicamente por decisión de los dioses o por el desapego vital que la
tristeza le había ocasionado; es el músico, hombre o admirador de la belleza
del sonido quien se aniquila, por no tener arrojo o por arrojar con desprecio
su instrumento. Fue en esta segunda versión donde la contradicción de lo que
para cualquier oído es bello en función de lo primal determinó el descontento
de los ha-bitantes del pueblo de Orfeo que no soportaron seguir escuchando la
fealdad del sonido provocado por la lira destruida. Fue entonces el hombre
quien dejó de vibrar, a pesar de su irrupción sonora insostenible para el
tímpano, el instrumento siguió haciéndolo. El mismo había sido creado por Orfeo
pero mantuvo su vibración más allá de la desaparición de su creador.
El destino de los
hombres sin sonido no es el mismo que el de las cosas sin vibración. Cuando los
hombres mueren las cosas suelen seguir vibrando.
En relación a la
mitología hindú, la misma asocia cada nota musical con un color y con un grito
natural de un pájaro o una bestia. Es así como, por ejemplo, do está
directamente relacionado con el color verde y el sonido que produce el pavo
real, re con el rojo y la alondra, mi con el dorado y la cabra, así
sucesivamente se identifica lo visual con lo auditivo. La oscilación de
cualquier color que representa una imagen figurativa en una cosa perdura en la
dificultad de armonizar y controlar las manifestaciones de la naturaleza, el
acto violatorio se manifiesta también en la palabra como síntoma del len-guaje,
todo antecedente ejerce en sí mismo un efecto conciliatorio entre el deseo y la
posesión.
Si todas las
cosas que alrededor de Orfeo se mar-chitaban por el molesto y horrendo ruido
que su instru-mento musical provocaba, es porque la consecución de vibraciones
que impactan entre sí no soportaron el ahogamiento carcelario que el hombre y
su desasosiego les imponían. Un oído absoluto que redescubra, de todo color y
de todo grito bestial, el sonido exacto que pro-porcione la armonía efectista
de toda circulación. La sangre en lo humano o la humana sangre que corre por
dentro haciendo vibrar cada conducto como el mismo ejercicio de continuar
sumidos a la música de otros corazones que se asemejan al molesto latido que
nos hace uno y al mismo tiempo inaudibles.
Entre idas y vueltas
(moderador
de tiempo y espacio)
Uno va al mar
pero el mar vuelve a uno. La acción de ir se remite a una condición virgen,
única. Sin repe-tición, recurrencia. Uno va a un lugar adonde no haya ido
antes, el mismo preserva las condiciones necesarias para que el acto sea
unidireccional. En el ir no hay retorno, nada regresa. Uno puede ir muchas
veces pero, como nunca ha vuelto, el acto sigue siendo el mismo. Uno va al mar
pero nunca vuelve a él. Desde la figura del devenir en Heráclito, el agua del
río debía perecer para que haya más agua, para que venga más agua, entonces el
agua también viene a uno, pero la acción de uno en la constante ida difiere en
algún punto del deve-nir, el agua que va también viene y eso origina más agua.
Uno solamente va, entonces no puede bañarse dos veces en la misma agua, va al
agua como parte de la gene-ralidad que en este caso concede la figura del mar,
pero no va a la misma agua. No existe una doble acción porque no hay
coincidencia en la vuelta. En definitiva, uno siempre va al mismo mar que
cambia el agua que lo somete a una constante e ineludible ida.
La acción de
volver nos lleva al requerimiento más fósil del que fue. La concreción del
círculo, el cierre del claustro, tapar el orificio. Si bien volver es también
ir, en sentido contrario, al lugar de origen, el acto difiere en la constancia
y en el modelo. Volver es ir a un lugar cono-cido, a un lugar ya visto, al
lugar donde hemos estado al menos una vez. Volver es aferrarse al núcleo, a la
instancia definitiva, a la posibilidad de poder volver a ir pero en otra
dirección. Se vuelve cuando se es recurrente, cuando se conoce desde lo
repetitivo, cuando se reco-noce. Sólo vuelve aquello que sabe al lugar que lo
hace. Vuelve lo que ha ido y venido, lo que muta o tienen movimiento, lo que
nace y renace, lo que cambia. Vuelve lo que se ajusta al principio de
equilibrio en los opuestos y logra devenir en otro acto, otra dirección, otra
agua, otro mar. El mar vuelve a uno porque nos conoce, por-que definitivamente
deviene en uno y nos hace devenir en mar. El mar vuelve a uno porque nos
reconoce, porque definitivamente se sabe mar en uno y nos hace saber que somos
mar en la ida.
La forma de lo
impreciso, la inconsistencia del des-borde. Lo que se ve en uno fuera del
límite. Lo que recrea el cambio en lo que permanece inmutable. La genera-lidad
del mar se hace cambio después del paso del agua descompuesta en las gotas que
apenas se quedan en uno, que no cambia a pesar de la generalidad humana. Sólo
lo que cambia puede volver a lo que no cambia, sólo lo que cambia puede ir y
propiciar el cambio en lo que pos-teriormente seguirá cambiando. Como la
fertilidad del hechizo que desfigura un rostro sometido al influjo del
recóndito moderador del tiempo y el espacio.
¿Será que somos
tan iguales que nos hacemos distintos yendo? ¿Será que el mar necesita volver
para devolvernos? ¿Será que sólo vuelve lo que contiene? El muelle confunde la
figura del último pescador apostado al borde. La comisura de la corvina se deja
envolver por la crueldad del anzuelo que va al mar como el cuerpo y su peso
muerto, recobrando la pauta que el propio eco-sistema le impone a la órbita.
Conciliar el pretexto que nunca encontramos para sentirnos agua. Después lo
tapa la ola de la sudestada y el pez anclado al alambre del aire ya no respira.
Los recreos que el tiempo se toma en nuestro espacio y viceversa. Para hacer lo
incontenible, lo deseable y el miedo. El miedo también vuelve y nos deshace.
Uno entra al mar
pero el mar sale a uno.
Cesura
"...a la letra / ad pedem litterae / delete..."
Fernando
Marquinez
El duodeno atrapa
más vicisitudes del foro. Se extirpa como las bolas del árbol navideño después
del seis de enero cuando algún rey mago deposita cajas desenvueltas, sin moños
a cambio del agua para sus ca-mellos. Se enrosca en el cuello como un cordón
umbilical expuesto al parto prematuro, la praxis del neonatólogo. Se enloda la
planta de los pies y los inciensos caen, derruidos.
Los ungüentos
ubicados bajo la publicidad. Un delito primal, tras el grito. Abrir los ojos.
Alguien pulsa enter. La línea venidera evita el fraude. Un recurso de amparo
entre la histeria unimembre y la vida tácita. Las cosas suelen fluir después de
la ubicuidad del verbo lejano. Aunque el deseo del sujeto se esconda tras las
desafinadas notas del corchete.
La famosa teoría
de Empédocles sólo cambió la forma de las cuatro raíces en elementos
aristotélicos cuando la premisa inusual de lo romántico ya no mu-taba, salvo en
reglas y acepciones.
Aire, tierra,
fuego y agua se mezclan, combinando la estirpe de sus presencias en la
confección del mundo, en los entes que se depositan en él.
Surge así, tal
vez, la primera explicación consciente del movimiento, y en este intento
Empédocles incluye sus raíces, a dos fuerzas y las somete a ellas. Generación y
corrupción se sostienen entonces mediante la unión y la separación. El perfecto
equilibrio consiste en aceptar el cambio y la permanencia respectivamente.
El amor une y el
odio separa.
¿Cuál es la pausa
precisa? ¿Cuál es la mácula de la trinidad del núcleo que evita la coherencia
del sintagma?
La densidad es
asonante. Aquello que por casua-lidad ha nacido antes, cambia las formas, el
boceto del esqueleto difuminado para habituarse al modelo causal del inodoro.
Irse de cuerpo. Gobernarse. Sentir la historia hemorroidal como una constante
ilimitada de fenómeno y ley. Ser todo eso que pudo haber degenerado la
gestación, en la bolsa, otro agua. Más regalos de vientres y la ventana al
mundo exterior asfixiada por la hedida rima de las rejillas.
Sudan las paredes
por las arterias de porland, como desalojando de la estructura la humedad que
las vence. La suspensión indicada hasta el nuevo aviso. Justo en el vértice la
araña albina sangra, sus telas son como nidos alrededor del lagrimal y perderse
en ellas suele parecer sedativo.
Empédocles
argumenta su curiosidad desde la su-posición de una evolución orgánica.
Considerando que toda génesis se formaba desde cierta distribución azaro-sa,
donde pedazos de hombres y animales, como piernas, brazos, ojos, bocas, podían
combinarse posteriormente por atracción o amor, estructurando así distintas
concep-ciones de seres descaminados de inviable adaptación que no conseguirían
sobrevivir a los influjos del destino.
La coherencia de
las mosquitas se interpone ante el chorro que cuenta sílabas sin distinción, la
claridad aún puede observarse bajo la claraboya como un hálito rebo-sante que
inunda el techo sin dejar chances para el desliz. Son pocas las fábulas que intervienen
en el silencio. La lingüística en la espalda encorvada, la joroba premo-nitoria.
Algo suena
inconexo en la fonética del baño. Tal vez haya ciertos recelos ancestrales en
la metonimia de las cañerías. Las cosas flotan azulejadas frente a los ojos del
primate y le devuelven al cielo gregario, otros signos celestes. Su propia
existencia ahuecada en la firmeza del mosaico.
¿Qué decimos?
¿Qué sintaxis nos protege de la descalcificación y la culpa del miedo
potencial?
Una elisión de
vocales abiertas entre las lenguas mordidas y los molares escindidos. Suele
confundirnos la sinalefa, abarcarnos como párrafos inefables y suscitar un
desajuste virtual, desagotar las manos hasta el último resquicio de huella
dactilar, evacuar el punto.
Y si por lo
semejante conocemos lo semejante, sólo por el amor conoceremos el amor y por el
fuego el fuego.
Empédocles se
arrojó al Etna para conocer el inte-rior de la tierra, queriendo ser inmortal y
dignificar su divinidad prematura.
Hay un oculto
reloj en las cadenas, que marca el tiempo exacto del purgante. Habrá que sacar
provecho de las últimas palabras.
Cinestesia
Todo el recinto
albergado por los leopardos se ha-bía inundado de violeta. Recorrían puntos que
olían al mismo color y no llegaban a ninguna parte, se veían del mismo color y
terminaban comiéndose. Difícil desafío el de desplazarse por los anegamientos
del color subrep-ticio de un disco compacto.
El referéndum de
los nanómetros y un destino que nunca tuvo origen. El violeta avasallante que
impone el tacto y los ojos amedrentados casi ciegos. Un predio rústico con la
forma de la misma mujer modesta que nunca encontró la puerta de salida en la
zona irregular y desprovista de lugares donde se limpie el cuerpo y las
distensiones de los músculos en los miembros fértiles, descrean de la
imposibilidad de poder nadar.
Los leopardos al
menos nadaban contra los vidrios de color violeta en las piletas de ultragua
considerando el malestar que el color les propiciaba a la sequedad de su piel.
En las aferencias
de lo sensorial el movimiento imperceptible de los animales nos recrea el
nervio y una mirada constante al ruido que violeta penetra también el tímpano
como haciéndose cargo de nuestra existencia, la diferencia con los animales ya
sometidos a su engranaje.
El sentido confundido
del ojo al que todo se le vie-ne encima y lo acorrala contra su propio cuerpo,
lo mete dentro de él, lo sumerge en la profundidad de lo ina-propiado. Se
desparrama el color por las rendijas y todo lo que era parte del interior logra
esparcirse en la horizontalidad y crece la forma, se eleva. Transforma el
paisaje gustoso. El rol de los inundados interviene en la sofocación de todo
acto voluntario coordinado. El des-tello de otra luz nos disuelve al polvo de
un violeta algo desteñidos hasta que dejamos de ver y todo es ese color que
recurre en la manera de tocarnos y se asemeja a este desconsuelo propio de los
espacios sin pileta.
Nos adentramos en
sus fauces degustando el re-corrido del tono mezclado en la longitud ínfima de
onda. Un registro de pérdida conceptual. Extendemos los brazos y flotamos en
una superficie de tubérculos sin coordenada, no hay borde en ella.
En lo último que
se percibe, se esconde el efecto del físico menguante, el espectro que concluye
el deseo empírico de la vista. La neuralgia que decapita el sismo, interviene
en la misa ornamental que arbitra el juicio desfasado del repelente. El líquido
corporal se introduce en las venas que no fuimos capaces de arrojar, un
militante linfático que regenera la pigmentación ampu-tando los valores y su
destino degradé.
Los estruendos de
vidrios después desperdigados en el universo violeta son la misma intención que
tene-mos por incrustarnos. El desplazamiento es anatómico y se configura a la
espera de lo que sabe a leopardo daltónico.
Triángulo
a Renato
"...
y es una película freak, tu rostro..."
Emiliano Cattaneo
Preguntó si la
verdad está en los ojos y cambió el plano secuencia de la figura geométrica que
apoyaba lo que antecede, a cada lado sobre el mármol del mesón. Como si en el
mismo padre estuviesen todos los vértices proclives a reconstituir el resto de
las figuras, perdiendo la paternidad en la base. En los títulos se muestra can-sado
de saciar el aciago modelo de la tarde propuesto por la innombrable caducidad
del canto rodado. No vi que ocurriese algo superlativo en la escena anterior a
la zanahoria mordida en los barcos de los mares sonoros suspendidos en los
servicios informativos de un tifón en la zona pampeana. Preguntó si la verdad
está en los ojos.
El motivo
escaleno de sentirse a gusto después del almuerzo del domingo fantasioso,
avistando objetos vo-ladores identificados en la salsa o la cáscara de limón de
vientre masculino, el recelo del último paquete dibujado en el soporte del
cuerpo que se desvanece y adelanta la hora del sueño como avistando próceres en
los orificios de la persiana.
Una horda
isósceles con sentido adverso en las pupilas, la cría envuelta en el caramelo
de manzanas en los parques de mamá, y es el vacilante reflejo de la orde-nanza,
un mandato matemático, los rehenes de la lógica. El trípode no preguntó cuál es
el lado que sobra en esta toma ni cuántos grados tiene la desigualdad del abdo-men
presionando en las venas. Son las mismas razones que reconoce el espermatozoide
cuando fecunda el deseo, la posesión y su ecosistema.
Nuestro vértice
de cada día interviene como en una conversación muda, donde sólo el ruido de
las llaves que asisten a la profundidad del concilio suena, una em-boscada del
trabajo fértil como bloques de hormigón organizado en los techos de los
modestos sacrificios, y los amuletos del pan siempre congelado en la boca de
hombre escapado de las sombras y del cráter de la mezcla imbuida en el travelling de la topadora.
Y era otro espejo
sujetador, el que tiraba del cable para que tampoco nos veamos funestos en la
especie re-conciliada de los supervivientes. Alabamos cada signo como una
insignia religiosa que sobra y éramos más cón-cavos en las pantallas de cristal
líquido que en las láminas muertas de la tierra porosa.
Todo da vueltas
en la casa de los padres vértices y se acomoda según medida. El teorema de la
hipotenusa manchado de restos diurnos, el ronquido perece en los oídos de la
cama malversada, el fondo de ojos irresoluto le devuelve al mundo la última
imagen, es una fotografía fragmentada de brazos armados a la intemperie. Todo
está en su lugar en la casa de altura filial y se desaco-moda cuando el agua
golpea la chapa evitando el músculo.
No hay respuesta
en la equilátera mueca de mi padre que mide el responso del tiempo para igualar
la mirada infinita y segregar el ángulo exterior a los influjos del sorbo tinto
en la noche importada.
El vino
desparrama verdades menos geométricas que una pregunta desafiliada.
El
tiempo del shampoo
La tolerancia del
verano se asemeja al mismo espejo que guardan las ancianas en el monedero en
invierno porque suponen, las arrugas van a deteriorarlas.
-¿Quién es la más
linda?
-La que no tiene
cara, la de los gestos invisibles. La que es inmune a la mirada, la que se
guarda en silencio la premisa facial para otra vida.
Se manosearon,
pero nada del enjuague se aproxima a la estación intermedia. Lo abren y quitan
su pañuelo desplegado en creces por la gripe humana y contagian el último
designio divino.
-¡La distancia no
es precisa cuando se incomoda la forma! ¡No, no puede ser, otra vez el difunto
silencio de mis hombres!
-Debieron guardar
la presunción viral de la mirada, debieron refugiarse en los bordes. Lo más
cercano está fuera de la exactitud, de la misma esencia.
Un accidente, una
ruptura como trampera retiene la moderación de la mano elevada, un golpe a des-tiempo.
-¿Qué tiempo
recicla la figura tanto como la vacuna del reflejo?
-La permanencia
lava el defecto y seca la piel hasta reabrirla en surcos inapropiados de la luz
que falta en la sangre del otoño sin barbijo. La única condición de levantarse
en el mismo tobillo fantaseado.
Se acaban las
siluetas, se desfiguran. Se empaña el cristal húmedo y la mañana del vaso se
descompone en vestigios de comodidad. Lo que va quedando después de tanta
fricción, lo que se desvanece ante tanta química ineludible.
-No me veo, no
puedo descifrar mis años en este frío de imágenes absurdas envueltas en un
transcurrir de caspa.
-En las cosas de
la opacidad se esconde cada resabio húmedo del punto blanco que se adelanta y
achica según el ardor.
Arden los ojos,
arden las cosas vistas, arden los moldes y lo que se difumina perdura, perdura
inextin-guible a los ojos precavidos, los que tomaron distancia de la
exactitud, los que se fueron lejos del cuerpo. La frontera del espejo es la
cercanía a uno mismo, el rencor de lo invisible.
-¿Por qué la
regresión se desborda como el mismo monedero tropical de la ancianidad en
verano?
-Son los motivos
decorativos de la incertidumbre, la noche del fondo como apoyatura rígida del
vientre, lo que da vida, lo que da luz.
En esta pulcritud
de baños atesorados por el vapor que nos inunda desnudos como el asfalto allí
afuera, se esfuerza el movimiento para seguir aplastando los bra-zos
embelesados.
Se mezcla la
grasa del paño inadecuado, una cua-rentena de cabezas mordidas que trazan la
desgracia del pálpito. Un destino impredecible en nosotros fulgurado. Somos los
mismos pero amarrados.
-¿Qué agua limpia
las pecaminosas esclavitudes de los dioses? ¿Somos los mismos pero sueltos?
Antifrizz
Presumo la caída
del cabello como una herejía que su cabeza oculta en el estado histórico más
inconcluso de la humanidad del cuero cabelludo. Un tratamiento capi-lar que
difiere entre la inquisición estática y asume la cresta como el pontífice su
coima. A ella le gustan más los aplastamientos, los antídotos del espejo en la
vida menos ascética, se mira pensando en la dificultad de toda elevación, se
mira avasallando cada influencia de la hu-medad en los ruleros destacando la
inclemencia como la única instigadora de la superposición, es la sima menos
impredecible. Debajo del hambre del pelo se inquieta el reflejo.
La hoguera del
cansancio representa la telepatía de hebra en hebra como transmitiendo la
migración de las migrañas, a los efectos colaterales y eruptivos. Ya no po-día
pegarse al cristal así como lo hizo cuando se le escurría el cuello entre la
esponja manchada con el anti caspa diluido tanto en la zona parecida al
terrario que sangraba la tierra del hemisferio derecho pero por fuera. En las
epifanías del jopo surge la nueva estirpe de la raza, en la generación
extinguida de la calvicie donde todas las cosas que sudan se hacen espesas. Es
que el casco de lo posible no soporta al casco de lo imposible, las cosas
comienzan a erguirse, separa el destino sus engreídas alucinaciones. El mundo
del otro hemisferio grita entre cada silencio de la mañana pero por fuera. Lo
siniestro por sobre todas las cosas de la simétrica estabilidad del movimiento
que no sudan, se hacen disolubles.
Desde la creación
de los anticuerpos la inmunidad ya no busca tanto las manos del masaje
ostentoso. Prefie-re la insinuación, lo que está implícito en cada enjuague por
si dejan de rebozar la ondulación y se convierten en aprendices del filamento
caído, desparramado en la costilla de las axilas. Estuvimos demorados ante la
invasión de cerdas inamovibles, condicionadas al desen-lace de la teoría
transitiva. Para ser ácaro la reincidencia del bucle tuvo que pasar por las
mismas refacciones de la piel subcutánea. La continuidad del deseo. La
queratina evangélica de las redenciones admitidas por el gel que se debate
entre las raíces epidérmicas de la muerte como tantas otras maneras de
resucitar del vinagre y sus permisivas formas de reponer el bálsamo en la
frente ancha y sus derivados. Tuvimos que desglosar el tiempo del shampoo en la
longitud del flequillo que en punta favorecía los médanos bajo la nuca
sincrónica al fervor de una plancha encendida, de humo opositor.
La emulsión anula
la preponderancia del peine hasta que se sublevan los cortes como hijos
desecados a la luz de las lámparas sudoríparas y ella sigue al espejo
anunciando la orden del ceño en la fruición del des-prendimiento del mechón en
la boca. Borrosa la imagen nos aleja del secador aventajados por la sudestada,
un sesgo de tintura huérfana ante la coloración modesta y permanente de los
poros. Aún estamos inmersos en el mismo peinado, nos dejamos caer en el cabello
hasta tomar su molde de vidrio infinito y ver más allá de cada folículo. La
antinomia siempre estuvo cercada por los monasterios de los invisibles, Leonor va a pelarse la mollera fastidiada por la
gillette que descosió su espalda lapidaria de huesos y restos de cabezas
vencidas como un cementerio de crinas y jeringas.
La traición óptica del mouse
I
Revolcarse dentro
de los cajones inundados. Tapar-se hasta el
cuello con una foto mojada. Dormir, hasta que alguien cierre. Se incruste en la
desolación de las momias, descrea de los primeros planos. Mutile los resquicios
de luz, los rincones desprovistos de color. Buscarse, buscarse...
Tengo un cine
para daltónicos en los tobillos agu-jereados. Una cuerda los atraviesa, un
acuerdo los redime. Qué nos escupa Bertolucci, desde un cometa pre-ventivo que
estampe su cola en la segunda ubicación, una elipsis que vengue la sepultura de
cierta evapo-ración, una vía láctea escaldada por donde fluya la humedad que
mantiene la resistencia bajo este cielo. Que no exista el cielo. Este cielo.
Este inescrupuloso destino de olfato enzarzado y un cerrojo en el tabique nasal
que marque horas precisas, que no existan las horas ni su precisión.
En todas las
toneladas de silencio nos mostramos como seres incomunicantes que no tienen
pasillos ni ventanas. Indefensos al colapso, muertos de refracción. Y la edad
necesaria en su estado primitivo por antono-masia soslaya el último título,
volvemos a ser París-Texas, la línea en la luz dormida.
Todos los días de
carne en la fusión del domingo y mamá nunca comprendió el rumor de los cuerpos
como una hipérbole, proyectada en las pantallas de sombras. Yo iba despacio,
eludiendo la tarde. No caminaba las veredas ni juntaba el polvo en los zapatos,
del instante desprovisto en la última curva sangra el afiche. Una carrera
desproporcionada hasta el mejor asiento. Yo iba rápido, esperaba que nada se apague
para ver a la nena con breteles incendiados. La imaginaba recostada sobre los
proyectores, abatida a los influjos del contraste que desafían la permanencia
de la córnea, vislumbrando las estridencias, los sonidos agónicos, los focos
sucios y mis manos tal vez sobre su falda desnuda, encubriendo las cicatrices
del actor de reparto, simulando otras líneas, aunque como presagio de un color
desnutrido.
Siempre el tiempo
se convierte en celuloide, los carretes del destiempo entre las piernas, pero
llovía en esas siestas. Y si alguien hubiese visto el epígrafe de amores perros
decantaría la insurrección de este futuro en el presente. Como el fotograma del
resquicio, lo tangible del estertor. Algo se contenía en esas tardes.
Lo que se pierde,
huye por las cañerías de la vida acuosa para encontrarse en la afluencia. Donde
resurge nuestra posibilidad, o el fecundo desenlace como óvulos desubicados. Un
thriller atrincherado y lo inconcluso está en la puerta. Cuando nos vamos, ya
no vemos. Y uno sufre la frecuencia, la inversión del movimiento en cada
músculo. La sutura del fuselaje, sus puntos de inflexión más próximos. La
extraña ósmosis con lo de afuera, lo que está exento del último cuadro.
Los aeropuertos
no están tan lejos de los brazos.
Yo, también fumé
en ese cine.
III
La firmeza del
pochoclo, su transigencia axial en el sartén, la rebelión azucarada de los
dedos que bebimos de otra boca, suelen castigar el sopor de las butacas sobre
la espalda. El reflejo de la linterna vuelve a llagarnos los ojos, no podemos
asentar la postura. Algo se cierra esta vez y se encajonan las finitudes como
infinitos postu-lados a la rigidez pública de nuestras vulgaridades. Las
cavernas de los créditos y lo que se superpone entre lo que puede ser refugio y
lo que es. El incesto de la mano descubierta, araña la media de nylon, la
inversión de las lenguas en los barrotes que sudan la jaula. El encierro
pretende deshacernos del último vendaje.
París no está tan
lejos de las espesuras salivales.
En algún lugar
del mundo algún tero se suicida, la protuberancia verde de los jardines lo
perturba. Otra ne-gación del tono. Se pierde en la malignidad de los pla-guicidas,
esas fugacidades del óleo, hasta que lo lleve la intemperie. Como si algún tero
fuese todos los teros. Y no hay vuelta atrás, el oráculo predador de las
mariposas negras predice la razón aerodinámica de los títeres. Lo que esgrime
cada borde de las cosas que guardamos, lo que viene después del claustro,
después de los franco-tiradores dispuestos en la azotea y nuestros defectos se
hunden. Como si algún lugar fuese todo el mundo. Quiero recorrerlo me dijo,
quiero recorrerlo...
Los brazos no
están tan lejos de los aeropuertos.
Empedrarse en las
callecitas redondas de nuestros límites para no predecir. Masticarse los labios
velados, la comisura radiográfica. Desistir de las armonías del refle-jo hasta
que alguien abra. Quiebre la periferia afectada, los predadores geométricos de
las latitudes, la primera toma después del corte, las insurrecciones del
espacio entre sus tetas. Encontrarse, encontrarse...
Tengo un renglón
desfondado. Un desierto de ca-denas, una corazonada. De esta abducción se
consagran las cucharas que revolvieron el esqueleto de la sopa a mediodía. Lo
que no queríamos que sucediera mientras la inundación era inminente. Tengo una
máscara tendida en la mesa. Un canasto con nísperos. Una delectación.
El metal caliente
encubre la sutileza de la sémola. Otra película amorfa. Si no falla la esfinge,
todo acertijo devorará en los sumisos baldíos de la nuca las respuestas ominosas
de los reyes hasta salvar la estéril caída de los muros.
Cuando se
enciendan las lámparas del resorte, incandescentes de las ciudades despiertas,
Edipo tam-bién podrá haber sido vasallo, aunque lo único que nos permita esta
ceguera sea vernos.
II
Ella nunca quiso
que cierren. Había rehusado de los perros que buscan pedazos de pan entre la
gente como si estuviese en un eslabón intermedio, ni perro ni gente. El
intertexto se sabe pálido y no encuentra moti-vos específicos que justifiquen
la inclusión del amante menguante. Entre los guiones que piensa mientras entra
y sale se revela la porción de exactitud
que falta. Ella
no parece haber crecido, sin embargo todavía me ubico en la misma fila para
observarla atra-vesar como un sortilegio mediático, cada obstáculo. To-davía
creo palpar el chicle que algún día quitaré de todos los asientos para que de
una vez por todas pueda pararse y encender las luces y apagar las linternas y
escupir las pantallas y observar fijo al protagonista y golpear al acomodador y
tocarme, tocarme hasta que empiece la última de Almodóvar.
La lista es
imperfecta, falta un retoque en la armo-nía de las alfombras y todos se
confunden con los próximos espectadores, esta vez no voy a recoger el ticket
del suelo cercano al baño, esta vez va sin mostaza.
Los cines están
más cerca de un beso.
Después nunca más
la vi, aunque recuerdo lo que dijo antes de sentarse a la orilla del cordón
umbilical, en la hamaca traicionada por los toboganes de lo que tam-bién antes
fueron plazas. Ya no importaba nada, aunque algo podría deshabitarla.
Despedirla del precinto que la contuvo en su tierra, inerme y extraditada del
membrete. Pero la única presunción de volver a mirar sus pómulos como un niño
índigo que presagia los contiguos enlaces de las articulaciones hasta suprimir
cierta quietud que parece trampa, era mi propia cadencia.
Las moscas
revolotean sobre el mostrador y se despeja lo que no existe.
Ahora será ella
la que regrese a casa a pesar de los infortunios merecedores de toda realidad y
de las plagas que devoran ficciones.
Resta entrar por
abajo, levantar el piso, despabi-larse y encontrar las llaves de la boletería
para salpicar su boca pintada por donde salen cables de cielos, deshielos que
pueden terminar salvando la entropía.
IV
Seremos la
inflamación del revoque por donde surgen los ladrillos que marcan los huecos de
las comi-suras simuladas por cierta divinidad pasajera y algo más que suponerla
de paso, pero por las ventanas que esta vez nos miran, se multiplica la
serpentina envuelta desde hace un beso en las alertas del techo, en las aletas
del ventilador que también cuelga del miedo del hombro por levantarse y fingir
la futilidad del párpado que se cierra y se abre según la intensidad de otros
fotogramas.
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