lunes, 7 de octubre de 2013

LIBRO DE FILOSOFÍA

Patio potestad
a Rita

"Cuántas muertes más serán necesarias para darnos cuenta de que ya han sido demasiadas".
      Bob Dylan

Como una pregunta acontecida fuera de la afiliación volvemos a considerar todas las veces que hemos muerto descalzos jugando a terminar la torta de arena para transi-tar el camino del pistolero menos vencido sobre la utilidad del asiento de un triciclo respondido. Son pocas cosas más las que se pueden corresponder después de la muerte.
Me consumía la imagen del tendedero después del vidrio cuando era temprano y las medias podían aco-modarse entre la voluptuosidad de los camisones y un gemido de lluvia posteado en el alambre. Un dialecto conocido en la pleura del agua atravesada por el filo de la madre de la lengua de la tierra febril.
Cuando alguien muere una vez nos preguntamos acerca de la misma muerte como si fuera la propia muerte, vívida al margen de la pregunta que formula su sentido genérico después de haber muerto o habérselo pregunta-do. Somos la propia muerte de la propia pregunta. Cuan-do alguien se pregunta varias veces el desvelo acabado en las formas de otra muerte ya no es el mismo. Cambia la muerte pero no la pregunta. Somos la propia pregunta de otra muerte. Un signo ajeno de vecindad calcada en los zapatos de suelas erosivas. El congruente desecho de la pulcritud en los confines del imaginario colectivo.
Dueña de las parcelas perimetrales bajo la parra que oxigena todo el tiempo del vino en el instante más am-putado del pellejo. El cerco transformado a la desmesura un secador de pie desvestido por la ilustre rugosidad del segmento vacío de mosaico y la misma uva que reconoció su muerte en la rejilla perseverante del subsuelo. Una orfebre canción de cuna añadida por la corteza de dos paraísos paralelos en el iris.
La muerte no tiene cobertura en los ojos, cuando está no podemos verla y cuando quedamos ciegos no existe. Sigue la muerte como secuencia invadiendo la óptica del lente empañado, sugerida por la indisoluble manera de morir en la costumbre. La esfera del rito hierático en el domingo de plato hondo, un recreo a la tarde excomulgado.
La mueca del desborde, la hojalata. Quién sabe si después de tantas muertes quedarán abuelas incrustadas en la doble dimensión. Quién sabe de la muerte de la muerte. Quién sabe de la pregunta que formula por la muerte de la muerte. Quién sabe de mi abuela muerta. Una condición pretérita en los mecanismos preciados de la desafiliación. Se preserva el derecho de admisión ante la respuesta del cuerpo. Salpican las ranas como manja-res las cargas faciales. Son momentos de indagación y los cajones suelen salvarse del influjo interrogante de los observadores. Una excavación a la sangre que ahora pregunta que habrá después de este después donde la abuela de ahora es la misma muerte nuestra en los con-cilios de una definición traficada en el sótano de la conjetura y su aplicada trinchera.
Lo que está en uno cuando está en la muerte, hasta que se aplaque el virus del cielo carbonizado. La madeja sucede al nuevo punto que hace pasar la siesta como si fuese la última. Nadie durmió después del timbre del teléfono que anunció que ya no era posible seguir mu-riendo y se extinguió la pregunta.


En un abrir y cerrar de mundos

Sobre la formulación de la pregunta "cómo me ve el mundo", la fragmentación de la acción ver y el sustantivo mundo tienden a absolutizar el sentido. En este caso cabe aclarar si existiese una diferencia entre ver y mirar. En primera instancia una supedita a la otra, la antecede, se plasma en. El sentido de la vista le da un matiz indivi-dual a la acción y sucede al acto universal que sería mirar, el ojo ve y su manera de hacerlo remite a una condición inherente planteada desde el alma y su mira-da. Los hindúes suponen que el mundo me ve tal cual veo yo al mundo. Casi como una reciprocidad causal. Lo mismo pasa con el mundo, la idea de conceptualizar desde lo pleno o superlativo nos predispone a pensar en una génesis y un desprendimiento, en este caso el mun-do puede disgregarse en pequeños fragmentos y en su estado irreductible sería un átomo. Al margen del plura-lismo o el atomismo hay mundos que preceden mundos y otros los suceden. En definitiva uno ve el mundo desde el mundo propio. Uno ve su mundo desde el mundo absoluto y esa es la primera manera de relativizar la formulación de la pregunta.
Las primeras antinomias conjeturan si veo o miro el mundo, si me veo o me miro, si el mundo me ve o me mira y si el mundo se ve o se mira. Ante cualquier suposición, todas las incógnitas parecen responderse desde el mismo absolutismo que plantea en sí el interro-gante. De todos modos, si el primer acceso a su fragmen-tación remite a lo relativo, estamos en condiciones de afirmar que algún elemento también debe antelar a la manera de formular. Argumentamos entonces que el mundo me ve como yo creo que me ve. Desde la casuís-tica me ve como yo creo verlo o como yo creo verme. El reflejo de mí en la mirada del mundo y viceversa.
Aunque la acción tenga que ver con la credibilidad y esta anuncie a la acción de ver, todo se supedita al contraste de una acción individual y relativa que a su vez deviene de una absoluta y genérica. Creer es no saber. Por encima del relativismo mencionado “si el mundo me ve como creo”, eso quiere decir que no sé cómo me ve, ni siquiera sé si me ve, ni siquiera sé si el mundo ve. El interrogante ahora adquiere la fisonomía de la incerti-dumbre, no sé si ve y mucho menos sé si mira. La cuestión es si todo lo que mira necesariamente tiene que ver, o se puede mirar sin ver. Si en definitiva la respuesta es afirmativa, estaría creyendo en la manera que el mundo mira.
En la a veces incauta manera de mirar la génesis o buscar una precisión en ella, se disuelve un sentimiento que en su búsqueda se antepone a la formulación, al interrogante, a la posible respuesta, a la forma de ver y a la creencia que tenemos al respecto. Como un motor inmóvil que genera el resto, puesto que como planteó Shakespeare también es silencio. Silenciar es no formular y si no formulamos no creemos, si no creemos no nos vemos ni nos ven. Si en el sentido de la vista el alma no mira, sin alma el mundo no existe.
Miguel de Unamuno concibe una forma preliminar a todo acto de credibilidad y funda esta noción en el sentimiento de querer. Creo porque antes quiero creer.
En esta circularidad aparece el origen del vitalismo, lo que quiero es la vida, quiero creer en ella aunque no la conozca. Verme o sentirme visto será el reflejo condi-cionado de toda manifestación humana en función de lo que representa el lugar que el otro ocupa en mí y viceversa.
Mirarme o sentirme mirado es recrear la sangre que urge en los mundos, sus particularidades y presuntos circuitos energéticos que merecen la forma del alma en el ojo. ¿Existe la mirada o es un mero reflejo de lo que queremos mirar? ¿Existe la vista o es un mero ojo con el que queremos ver?


Sustento de la fijación

Cuando se desmorona el cuerpo no sólo se desmo-rona lo que en sentido tangencial percibimos de él, sino también lo hace la idea que tenemos del mismo. Como si lo material e inmaterial fuesen la precisa composición de la unidad o básicamente partes separadas del todo. Así se edifica la noción del cuerpo y su corporeidad, así se destruye la noción corpórea de todo cuerpo. La materia, la mente y el alma son la misma cosa y a la vez se separan del resto, al margen del grado de subordinación y del grado de funcionalidad que cada una ejerza sobre otra, el engranaje mecanicista parece supeditar la má-quina corporal al movimiento.
Somos en tanto y en cuanto podamos hacer. La acción deviene como un determinismo que establece su causa en el ser y la demanda en la trascendencia de la funcionalidad. La existencia es instaurada por la presen-cia, el lugar que cada cuerpo ocupa en el espacio nos da la pauta de encontrar otras formas de concebirnos, aper-cibirnos en las abstracciones que pulsionan, desean o disputan el desprendimiento. Hacerse es asirse.
Será, en definitiva, darle presencia a la existencia, cuerpo al cuerpo. Darle mundo al mundo. Captar las capas, que afloren, supuren y articulen experiencias. Hay emociones que atraviesan el modo de ejercer el vínculo entre las distintas materialidades y los demás compo-nentes. Estamos en condiciones de decir que hay un nuevo elemento que coincide con lo más axial de las interacciones, las sensaciones.
Sartre y su existencialismo difiere del obtuso mo-delo del cuerpo máquina planteado desde su utilidad, para crear los nuevos entramados de esos lugares donde el cuerpo actúa en relación a los demás cuerpos y se reconoce como tal. En estas dimensiones resalta los niveles del cuerpo para el ser, del cuerpo para el otro y del cuerpo para el otro percibido por el ser. Es en este caso insoslayable la figura del cuerpo ajeno, del obser-vador que deposita su mirada en el cuerpo ajeno y lo condiciona, lo determina.
Apreciamos así cómo el cuerpo y la idea que tenemos del mismo son una mera construcción cultural. Lo que se erige como modelo depende del lapso al que se lo someta y del tipo de sociedad al que pertenezca. Somos en virtud de la idea de cuerpo que logremos internalizar, y nos construimos desde dicha proyección. Devenimos cuerpo en un cuerpo de ideas. Devenimos idea en una idea de cuerpos.
En función de lo establecido la acción devenida del cuerpo reconstituye la instancia del movimiento incrus-tado en ambas. Movimiento que también atrapa su génesis en la misma construcción que justifica sus antecesores, en este caso es el cuerpo y la acción los que deberán entrelazar su continuidad y su persistencia en las fauces del deseo. Regenerar la satisfacción del mismo, hacerla cauce, expandir su química, reconocer su caden-cia será, en definitiva, reconocerse en falta. El cuerpo es falta y posesión, esmero y decadencia, superposición y ocultamiento. El cuerpo es sanidad y vejez, enfermedad y nacimiento. En cada preposición hay un retorno, un vector hacia el movimiento mismo, un alumbramiento per se. Como un cráter en la piel que expulsa el desapego y la infertilidad, que invierte los vestigios de poros para transfigurarlos en pasos. El que no se mueve quiere demostrar que hay movimiento. Será en definitiva reconocerse en el cuerpo.


Cosas del cuerpo


Fluye en la cosmovisión de toda fisiología la idea de control, el mismo se da desde casi los orígenes de la existencia, la neuralgia de la etapa más anal en el neo-nato representa la posibilidad de manejar el esfínter como una condición superlativa a la hora de concebir el mundo y su relación con el medio y su imposición para con todos los agentes que intervienen. Esta voluntad de poder no debe prolongarse ni siquiera postergarse ya que los irredentos del azar fundamentan el desliz del improperio y la individualidad. Lo que nos atomiza es justamente el descontrol, algo que ni siquiera en mí puede supeditarse a la esfera de lo controlable. Supone-mos entonces que cuando el crecimiento se apodere de elementos demasiado impuestos y racionales, todo lo que está fuera se contamina, se atomiza y se hace esclavo de una ley que poco de universal tiene y que lejos de ser anárquica no es ni siquiera parte de nuestro cuerpo.
El devenir superpone la figura del recién nacido con la del anciano, enquistado en la regresión como valor antagónico de toda proyección que en algún punto interfiere al darwinismo y su supervivencia del más apto en la idea que los occidentales tenemos de la misma.
El niño que logra controlar sus esfínteres ejerce un dominio que trasciende lo individual para emanar en un contexto que a veces poco nos representa, cree dominar el mundo desde el dominio que tiene de sí mismo. El anciano desea inconscientemente sentirse incluido en es-tos estadios cooperativos entre el cuerpo, sus partes y un yo regenerativo. Ha perdido noción del dominio, algo que en él se torna indómito, algo que incluso puede lle-gar a ser su propio cuerpo transfigurado en una ilusión o planteado desde la misma pérdida consciente.
Lo que el cuerpo desecha como parte de la diges-tión en la conclusión de la ingesta de alimentos y su proceso, constituye la fuerza que moviliza y da origen al mecanicismo implantado en la solidez del tiempo aciago. Todo lo que se modifica desde el cuerpo o como cosa de él, construye o deconstruye, eleva o decae, hace que re-sista o que se diluya, los casos del mundo. El control o la ausencia de él fundamentan la historia y sus lazos de destiempos lógicos. Lo inorgánico, lo que el cuerpo despide y se convierte en ausencia repercute en la forma que el dominio adquiere y se reconvierte en presencia. ¿Es esta energía la coyuntura del modelo que pregona cierto dualismo entre uno y los otros?
Tanto el niño como el anciano ejercen un proceso continuo de reconocimiento, es en el elemento maleable y dominado por naturaleza donde esconden sus vici-situdes y miserias más limitantes. En dicho sentido sería importante rescatar que todo acto de reconocimiento es en uno desde uno, o en uno desde el otro. La idea que tenemos de nosotros mismos la fundamos en la que tenemos del otro y en parte esto nos reconoce. Para reconocernos tendremos que hacernos cargo de lo que somos y desde donde somos.
El hombre niño o el anciano hombre sustituye el valor de la voluntad por la figura del ser omnipotente y recrea desde la figura de la materia fecal el movimiento más dinámico del transcurrir en los oropeles carbonizados del hueso. Cuando la voluntad se erradica del cuerpo todo vuelve al origen, todo comienza a recrearse en las ventanas esenciales de la mañana moderada.
Control y descontrol pueden ser una misma cosa como lo maleable y lo indómito, lo propio y lo ajeno, el cuerpo y la construcción del mundo.
Somos en la modificación de las cosas el propio control y su cadencia. Lo que se altera es parte de la naturaleza apiada y advertida de nosotros mismos. En la conversión trasciende la estructura y se hace otra.


Las vidas del placer

En todo acto de placer se esconde la búsqueda del mismo, la consecución invade el riesgo de acceder a la felicidad como una consecuencia escindida de toda cau-sa. Obtener placer por el placer mismo o buscar la obten-ción del placer por la búsqueda misma, condiciona el goce que estimula el plano racional con lo sensual.
En dicha divergencia se planteaba la Grecia paciente y sus escuelas filosóficas, una nueva forma de vivir. En cómo hacerlo estaba tal vez el secreto. La vida más feliz transcurría entonces entre los que buscaban eternamente el placer tratando de satisfacer el deseo o la necesidad inmediatamente, sin importarles tanto el sentido ni los medios que los demás emplean, en defi-nitiva, sin importarles la figura que el otro ocupa en la vida de uno. En este caso identificamos a la escuela cirenaica como una de las más deterministas de la anti-güedad, argumentando en el placer el fin de la vida.
En el otro extremo y apuntando a lo racional como un modelo de continuidad en la obtención o la búsqueda de placer, se encuentran los epicúreos que exponen su teoría a partir de la supresión del dolor, en este tratado de abolición aparentan disgregar tipos de placeres fun-damentando su obtención en el medio y no tanto en el fin, considerando un riesgo o un error vital la obtención o la búsqueda realizada a cualquier precio.
Al margen de las dicotomías, subordinamos el acto de búsqueda al acto de obtención. De hecho para obtener hubo que haber buscado, por lo tanto, de antemano en-tendemos que la búsqueda antecede a la obtención y fundamenta la misma. Nada de lo que se obtiene puede fundamentarse si no fue buscado antes. La búsqueda podría estipularse en términos conscientes o inconscien-tes, en términos racionales o sensibles, en términos im-puestos o liberales, pero siempre se busca. No necesaria-mente el buscar determina la obtención. Plantear la vida desde la continuidad de la búsqueda no representa una constante definitiva en cuanto a lo que encontramos. Se puede pasar una vida buscando sin obtener absoluta-mente nada, en todo caso, hasta se podría obtener sólo atisbos de lo que realmente buscamos y en este sentido la ecuación también puede salvarse. Enfrentamos entonces al placer con la obtención.
Cualquier acto de obtención de placer y más allá de los diferentes tipos de placer, se fundamenta desde la búsqueda. Para buscar lo que se quiere obtener antes se debe desearlo. Buscar es en alguna medida desear, para obtener placer debemos desear obtenerlo y en este caso se somete el objeto deseado al sujeto deseante. En otro plano y tal vez más enquistado en la naturaleza del hombre genérico, aparece la necesidad a contrapunto del deseo, también hace a la búsqueda. Podemos buscar des-de el deseo o desde la necesidad que, esencialmente, impulsa cada acto de relación hacia los confines del placer. Coincidimos que la búsqueda es una intersección precisa entre el deseo y la necesidad que, a su vez, surgen desde la propia concepción natural o no, del ser humano que, en su génesis, se establece como ser nece-sitante y como ser deseante.
Justificar el placer desde el placer mismo no erra-dica el sufrimiento y somete la idea de la vida misma a una ignorancia perpetua. Entender el placer desde lo racional optimiza la búsqueda planteada desde lo más arraigado del deseo y la necesidad estipulada en la con-gregación prolífica de los actos más voluntaristas.
La ecuación se constituye desde la búsqueda de placer circuncidada en el deseo y la necesidad de obte-nerlo. En la constante se establece la dinámica que, a su vez, se erige en la repetición de los actos felices que constituyan la vida más apropiada. Todos los elementos de la constante deberán regenerarse para que justamente la dinámica no se obstruya ni finiquite intempesti-vamente. La sucesión del deseo es la sucesión del placer y viceversa, las cosas que nos anteceden pertenecen a otra vida.


Todo es rosa

¿Habrá forma entonces de alejarse del mundo igual a la que éste adquiere para alejarse de nosotros? El alejamiento como lo que surge del origen mismo de toda evasión, el alejamiento como un constante desprenderse de la existencia. No necesariamente debe haber dos pun-tos para que en la distancia se fortalezca la forma que utilicemos para alejarnos, con uno basta. También el mundo puede alejarse de sí mismo, también nosotros hacerlo de nosotros mismos. Coincidimos en que la dis-tancia es estática, permanece sometida a las consignas de la permanencia. Alejarse es permanecer.
¿Habrá forma entonces de vivir permaneciendo o será que permanecer vivo difiere de la frecuencia que el mismo alejamiento provoca? Coincidimos en que el acer-camiento es cinética, impermanece sometido a las consig-nas de la impermanencia.
El vitalismo planteado por Deleuze determina que uno, fundamentalmente, vive porque ama la vida y no, como en otras ocasiones en las que uno supone vivir, porque está acostumbrado a hacerlo. En la costumbre hay repetición, recurren los momentos y se hacen monó-tonos, la vida se ridiculiza, se adormece y acaba en tedio. La imprecisión por creer que nada permanece en cada momento vivido hace de la constante vital un determi-nismo absurdo. Uno ama la vida no porque está acos-tumbrado a amarla sino porque humanamente ama. Pero en la permanencia uno también se hace nómada, se desterritorializa. En esa permanencia la idea del devenir o cambio es notable, vivir el cambio resulta apropiado desde todas estas concepciones que impone el vitalismo, la forma de vivirlo parece estar supeditada a la idea del amor. Pero para que nada de esto sea sólo una idea, porque vivir también se aleja de la vida misma, el amor no nos acostumbra, no nos repite, no nos distancia más allá del alejamiento. Porque el amor se encubre en un hálito disparador de elocuencias vitales, se escuda en la pulsión. Ésta nos redime del aburrimiento inusual del cuerpo.
El válido ejemplo que el filósofo francés denota a través del personaje animado envuelto en la figura de una pantera rosa, ofrece la capacidad de simbolizar el modelo del cambio a partir de la simbiosis, la combina-ción de uno con uno, de uno con el mundo, en definitiva del mundo con el mundo. Para posteriormente confluir en la separación, alejamiento o manifestación de la unidad en la diferencia. La pantera iba pintando de rosa todo lo que se le anteponía a su camino, todas estas cosas que de alguna manera atravesaban la ida. Las pintaba del mismo color que el de su cuerpo, pintaba objetos, personas y paredes. Quería construir una vida rosa, que todo lo animado y lo inanimado devenga en rosa. Quería que el mundo fuera rosa, quería que el devenir fuera rosa. Quería devenir en mundo. Encontraba en esta estrategia la mejor manera de fundirse en lo ajeno desde ella misma, encontraba la mejor manera de pasar desapercibida ante los ojos de cierta ajenidad.
El encuentro con lo rosa es el encuentro consigo misma, es la distancia permanente que hay desde un punto hacia el mismo punto, quedarse es cambiar, seguir quedándose es hacerse nómada, cambiar la estática que-dándose es moverse. En la permanencia del movimiento nada puede repetirse cuando la pulsión determina el compás de cada acontecer vivido. Somos todo lo rosa que a los demás le falta. Somos la misma pérdida, el des-pojo invertebrado de un cuerpo teñido de sangre aguada. Las cosas que nos faltan hacen que permanezcan en los demás las mismas cosas que revitalizan la existencia.
Los ojos confunden la inmanencia con el accidente variable de los objetos y su seguridad virtual, somos a partir de los ojos. Somos ojos y color.



Signos rituales

En la aceleración desacelera el mundo, como si todas las cosas se detuviesen en lo más rápido. El equi-librio de los opuestos marca un efecto preciso pero la causa es el desequilibrio. Nos aquietamos en el desa-sosiego, frenamos el tiempo cronológico en lo menos lógico. Somos el punto de cocción entre lo crudo y lo quemado.
Sin querer occidentalizar, dejamos de hacernos cargo de lo oriental, como amalgamando las rupturas históricas de los antagonismos, queriendo ser otros en uno. Dejando vestigios en lo que creemos que es imborrable, devastando cada vicisitud del presente, contraponiéndolo al pasado perfecto de un futuro pseudo predecible.
La primera noción del dualismo puede fundamen-tarse desde la representación del yin y yang, en su feminidad o masculinidad el origen del género vaticina la evolución de las especies, la complicidad y contra-posición de extremos forman la identidad unívoca de toda existencia: la luz y la oscuridad, el grito y el silencio, la vida y la muerte. Todas las cosas se suscitan a partir de toda posibilidad de ser uno en uno pero desde otro. Es en esta complementariedad donde emerge la idea de un individual y colectivo en la colectividad individual. So-mos en el todo una consistente parte difuminada en la reciprocidad. Le damos al género lo que somos en el número. Un camino de vuelta en la propia ida.
Ninguna cosa puede vivir sin su opuesto, el deve-nir del opuesto es su maximización o minimización en otra cosa. El sentido del otro adquiere relevancia en la construcción, cada vez más cercana al orden universal, desde la moderación y la interdependencia. La dinámica referencial transforma y revierte toda conjetura en rele-vante demostración que, lejos de lo empírico o cerca de lo abstracto, impide retraer el yo al desorden prematuro del ello y viceversa.
Somos en este devenir lo más contradictorio, como si lo estático pudiese moverse en la finitud de la eter-nidad, como si la cinética se paralizara en la perpetuidad de lo perecedero. Somos en este otro lo mismo que tuvimos cuando éramos uno, no éramos.
Cabe preguntarse otra vez si el dilema tal cual lo planteaba Shakespeare, ser o no ser, genera la crisis sufi-ciente para que todo cambio deje de ser una posibilidad partiendo de la decisión, y se convierta en acto. Es nece-sario que varias fuerzas independientes se pongan en movimiento. Resuelto el interrogante, ocluimos uno de los extremos para despejar desde la debilidad depen-diente del detenimiento, dudas inocuas. Para que el río corra debe existir una superficie sólida y seca que lo contenga, para que el tiempo fluya debe haber un destiempo que lo desafíe. Para que toda decisión sea plausible y proponga una mutación debe existir cierta incertidumbre que la coaccione. La respuesta parece estar impregnada en la misma pregunta, somos para no ser y no somos para ser.
El duelo pecaminoso de lo sagrado advierte el sentido cosmético de la voluntad humana, se extingue la piadosa y desmesurada excitación por seguir siendo. Es en la continuidad de lo discontinuo donde dejamos la marca. Como el otro en mí y su anhelo intrínseco por dejar de ser.



Crearse en la mirada

La incipiente figura que parece incorporarse a la vida de cualquier espejo, resulta contrapuesta a la creación del yo en la estructura psíquica de cualquier niño que supera los seis meses de vida. Si bien también el cristal esconde un vitalismo interno, todas las cosas que se transfiguran o revelan a partir del reflejo incorporado en él, intervienen como agentes externos. Es mirarse a sí mismo, es verse desde la investidura que propone lo invisible. Como un acto perecedero que en definitiva nos identifica desde lo más accidental. El espejo puede verse desde el niño, las cosas que nos permiten vernos y más allá de ser vistas, pueden verse.
Lacan incorpora desde la fisonomía narcisista la noción del descubrimiento a partir de la imagen de todo niño y su psicología. El estadio del espejo frecuenta el desalojo de un mundo intrauterino plagado de vicisitu-des desvinculadas de la idea del otro, y origina la posi-bilidad de comenzar a crear identidad a partir del orden que la integridad individual propicia, en este caso, bajo la exposición que representa el mostrarse para ser visto.
Si el espejo nos muestra es porque se siente visto. La figura coherente de unidad o de totalidad en lo cor-póreo resulta en primera instancia satisfactoria desde el desprendimiento que, empíricamente, provocaba el efec-to de poder apreciar sólo parcialidades, partes precisas del cuerpo. El espejo ve en nosotros y configura la imagen del molde humano desde la alegría, la sonrisa y la sorpresa. Esa irrupción del estadio desarrolla el primer cambio existencial anímico cuando deviene la angustia y la soledad que por encima de tener atisbos conscientes, erige al sujeto como apto para determinarse, erige al espejo como la consecuencia que sin determinismos, condiciona la causa del nacimiento. Es en este sentido donde para Lacan es indispensable la aparición del se-mejante, la concepción del otro en la vida de uno. El efecto provocado por la mirada del otro –que en esta instancia no parece ser otro espejo ni otro estadio, simplemente lo que el equilibrio emocional admite ser– supedita pura y exclusivamente a la figura materna.
El dilema de considerar a todo yo como un otro no parece traicionar ninguna búsqueda filosófica despren-dida de la psicológica, ni en la esfera del más exacerbado existencialismo, ni en la complicidad que tienen deter-minadas características sustitutivas del individualismo. Se establece entonces en todo devenir óptico que, frente al cristal, subyace, una estabilidad emotiva que no dirime entre un frenesí ilimitado o un vacío perdurable. Ni la alegría ni la angustia consiguen perdurar en el niño de por vida, ni en el imaginario colectivo de cualquier optimista o pesimista que construya o destruya, respec-tivamente, su propia vida a partir de la de los demás o viceversa. En esta confluencia surge el placer inmensa-mente elaborado por la postura que la madre adquiere en este vínculo: espejo espejo, niño niño, espejo niño, niño espejo.
Si podemos mirarnos a nosotros mismos a través del espejo, éste puede hacerlo a través de nosotros pero inevitable es el rol ajeno y la caricia del tercero en dis-puta, la madre presencial que no ciega. El lazo con la humanidad de los espejos propios, que están estipulados en los cristales de otros: los espejos que no palpamos. Las cosas que nos siguen viendo sin que nos demos cuenta. El miedo a la invisibilidad. Sentirse espejo, sentirse otro.
En el recreo sustantivo de toda condición podemos escindir los añicos de lo accesorio como escindiendo nuestra mirada concebida desde lo increado, para crear.


La estampa del detenimiento
(sobre la obra Diego y Ulises,
dirección de Marcelo Díaz)

Diego y Ulises sangran del mismo cuerpo, traicionan el esquema del movimiento, impuesto. Desa-fían los límites de la materia, la traspasan. Cohíben a Newton y a todas las gravedades aniquiladas, lo impenetrable. Segregan las leyes de la física como si fueran otros cuerpos y detienen el jugo gástrico alen-tando la digestión intempestiva. Algo de todo esto se le queda a uno en la garganta, como atravesado o incrustado en las fauces sin paredes.
Diego les dice todas las cosas que Ulises quiere escuchar sin hablarle. La ocupación del espacio en el cuerpo y viceversa. Es en el sentido del espectador don-de se superponen las esencias de lo invertebrado, no hay texto tangible ni audible, todo es inefable y silencioso, los ojos atentos como curvas de advenimientos plegadizos. El cuerpo también se encorva. La desocupación del espa-cio en el espacio y viceversa.
El ojo también se incrusta y todo es visual también en la estática. Se espera que otro sentido le sugiera al espectador que lo auditivo quedará subyugado a lo vis-ceral. Conciliar con los cuerpos ajenos una maniobra de violencia armónica, una secuela del sosiego que dejó el reposo. Se materializa una razón: la de ser uno.
La apresurada manera de desprenderse, del cuerpo de uno en otro, del espacio del espacio del otro en uno. Antes hubo vacío donde ahora hay plenitud. Se busca la forma preciada de llenar la corporeidad de lo pleno, se busca la informe coacción de des materializar la va-cuidad. La verdad son dos cuerpos.
La nada troglodita que anega la presencia fértil del sexo hombre, insurrecto. La paridad de las manchas en la piel curtida, danza el sinérgico tope de los huecos. El todo contenedor que deshidrata la ausencia frágil de la sexualidad mujer, mordida. El reflejo de las habilidades senatoriales en los espejos deshabitados, actúa la mo-derada escena de las elevaciones acostumbradas.
Diego y Ulises sangran el mismo cuerpo.
El afuera quiere tocar cada parte pudenda del adentro. Un cigarrillo bien fundado en la boca seca; la mirada se agudiza. El sentido empírico de las cosas, la visualización bien fundada en la iglesia de la separación. Después nos miramos, vaya uno a saber qué parte del cuerpo espacial que duerme en la esfera canónica de los roces. Una pérdida inconcreta, el piso mojado y una víctima del desconsuelo dual. No somos los mismos, ni tampoco otros.



La permanencia del agua

“…desnudo vine del vientre de mi madre y desnudo volveré a ella…”
     Job

El primer principio del primer origen se funda-menta como razón impostergable de nuestra existencia y de toda creación posible. La diferencia de dicha cosmo-gonía podría suponer que el primer origen del primer principio sería inversamente proporcional. Suponemos entonces que podría existir un origen del origen, un principio del principio, un origen del principio y un prin-cipio del origen. Aunque definitivamente es el tiempo y su linealidad o ciclicidad respectiva quien diferencia conceptualmente el principio del origen y viceversa.
Más allá de ciertas etimologías, el principio posee un punto de partida, un eje convencional, un origen que determina una recta histórica hacia la preponderancia de toda cronología sometida al corte diacrónico o sincrónico del universo o en él. El origen, más bien, se deja sustituir por un círculo que le continúa a otro y que, en algún resquicio, consigue formar cierta intersección en donde parecen coincidir todas las cosas, pero ningún círculo posee comienzo alguno, ningún círculo posee final. La idea regenerativa del comienzo del comienzo fluye, entonces, desde la posibilidad de concebir el cosmos desde una entidad empírica que lo origine.
Los cuatro elementos vitales interceden en dicha concepción casi como el único argumento físico que le importa a la historia de la filosofía y sus albores. Agua tierra aire fuego se superponen en la esfera calcada del hombre que duda de cada fenómeno natural y se res-ponde complacientemente con la certeza de haber creído descubrir su procedencia. Nada de todo esto parece tan antropológico como preguntarse por sí mismo y dudar de su propia existencia.
El origen es la última causa del primer principio. Surge así en Grecia y desde dicha necesidad la idea del arjé y su ambigüedad. Por momentos confundidos en el interrogante, se asoció este concepto a la idea de prin-cipio u origen, para los antiguos era el comienzo de todas las cosas o, mejor dicho, el primer principio. En otro contexto, se la asoció también a la premisa de considerar-la sustancia o materia, aquello que de alguna manera existe por sí solo y no necesita de nada más para hacerlo.
Si en los cuatro elementos se esconde el secreto revelador como primer principio, esto quiere decir que cada uno de ellos tiene un origen previo, algo los crea o alguien les da la posibilidad de proyectar su génesis en un gran plan establecido. Si en ellos determinamos el origen es porque consideramos que existen desde y para siempre, sin la necesidad de haber sido creados por nada ni nadie. Viven por ellos y les dan vida a todas las cosas.
El agua es el primer elemento que como explicación física merece un desvío en la forma de pensar o avalar el origen o primer principio del cosmos. Tales de Mileto transita en los átomos de hidrógeno y oxígeno un camino de esencias concebidas a su imagen y semejanza. Si para el acertijo bíblico toda génesis es el primer principio, Dios es el origen. En Tales el agua es la génesis y el origen. Se crea y nos crea. Se diluye y nos diluye. Se convierte y convierte todo lo que la rodea.
En su receso se superponen las continuas conjeturas en torno a los tres elementos restantes, cada uno tiene su precisa relevancia a partir de lo que representa esta búsqueda mecánica por determinar dicha cosmogonía.
El sentido parece pesar sobre la intermitencia de su cambio de estado y la sumisión que exige el agua en torno a los vitales elementos que sudan. En la nada había agua y de ésta surge todo lo demás, la división o se-paración confabula el devenir más próximo en la unión o congregación. El todo se disgrega para volver a hacer todo en la comunión; cielo y mar es lo mismo porque en definitiva también arriba hay agua cuando llueve. Así se fortalece el aire, así se concibe el fuego, así pisamos tierra firme. La feminidad del agua y sus escenas maternas.
Cuando cada fenómeno natural se apresaba en la figura de los dioses o de un mito combinado, la filosofía produjo un brote racional en la indagación.
Lo terrenal descansa irredimible sobre los avatares del líquido insondable que se rehabilita del espacio inte-rior como solidificando la memoria o su divinidad. Crece la vida después de la bajante, la rapsodia infinita de la humedad en nuestra nutrición. Como en todo lo que se termina germina y nace después propensa a los des-parpajos, su armonía. La fecundación, la sangre, el sue-ño, los despertares, el calor, el llanto, la cremación de cuerpos suturados. Todas las cosas se conservan en el agua, todas las cosas se reproducen en ella.
Nuestra realidad se constituye de agua y nuestra transformación se determina en el paso debido hacia otra cosa absolutamente cambiante y aferrada a la naturaleza de este primer y único elemento.
Sin contradicción alguna y al margen de la mul-tiplicidad o unidad, el primer filósofo de la historia condice con la idea que anexa, “…si la realidad es física, la causa ha de ser también física…”
El agua y sus accidentes persisten en la trascen-dencia y el modelo previsto de la condición humana reflejada en su medida y este diluvio nunca tan universal.



La transigencia del ojo

El acto de construcción de toda ausencia visible emana de una presencia invisible, se comprende que, por añadidura, la ausencia es invisible y la presencia visible, de manera que sólo invirtiendo ambas características conseguiremos la emanación de una en otra y viceversa. El acto es indiscutible y lo que se construye también, en todo caso puede diferir que toda presencia invisible emana de una ausencia visible. En los dos procesos la representación más pura de lo que concluye o en lo que concluye, depende pura y exclusivamente de lo que es mostrado y lo que se ve, lo que se quiere mostrar y lo que se quiere ver. El acto de construcción de lo mostrado emana de lo que se quiere ver, se comprende que por añadidura lo que se muestra no es lo que se ve y lo que se quiere mostrar no es lo que se quiere ver. El acto es indiscutible y lo que se construye también, en todo caso puede diferir que lo que se quiere ver emana de lo visto, o lo que se quiere mostrar emana de lo mostrado, o en todo caso que lo que se ve emana de lo que se quiere mostrar. Confluyen ausencias visibles desde el mostrar, pero no desde el querer ver, así como confluyen presencias invisibles desde el querer mostrar pero no desde el ver. Toda ausencia visible puede querer ser mostrada y no ser vista, como puede no querer ser mostrada y ser vista; que algo tenga necesariamente la virtud de ser visible no indica necesariamente que deba o quiera verse. Toda presencia invisible puede mostrarse y querer ser vista, como puede no mostrarse y no querer ser vista, que algo tenga necesariamente la virtud de ser invisible no indica necesariamente que no deba o quiera verse. En la intención se juzga el querer y en el acto el ser. Entonces suponemos que la voluntad puede anteceder a toda manifestación esencialista o empírica según la forma de considerar el acto o por antonomasia que la inmanencia o efecto incontrastable por los sentidos pueden anteceder a la voluntad. En el primero de los casos la relativización del acto se supedita a lo que se muestra o se ve, y en el segundo la absolutización del mismo se supedita a la absurdidad de lo que se estereotipa como verdad universal adherida a las convenciones que obstruyen, obscurecen y obstaculizan los motivos del ser para querer. Cuando lo que falta se ve, el acto se constituye desde el basamento óptimo de lo que se posee y quiere o no mostrarse. Cuando lo que se posee no se ve, el acto se constituye desde el basamento óptimo de lo que falta o se ha perdido. Es en la pérdida donde encontramos otro sustento axial de todo hacer, si de acuerdo a la voluntad el mismo antecede al ser se dilucida que en la pérdida también se encuentra otro sustento de todo ser y por la ley transitiva se hace extensiva a la sustentación que requiere toda voluntad. Es en la pérdida donde se fundamenta lo visible y lo invisible, lo que se muestra y lo que se quiere mostrar, lo que se ve y lo que se quiere ver. La intransigencia de lo que nunca muta se somete a la oscuridad inactiva del desencuentro. Lo que encontramos sigue siendo la misma pérdida, la que transige como el ojo que ve lo que se muestra, lo que se quiere mostrar, lo visible y lo invisible. Un ojo perdido en sí mismo.





Tiempo temerario

Pocas cosas definen mejor lo humano que la ma-nera de vernos. En dicha acción el efecto puede ser unidireccional por lo tanto la respuesta siempre será unívoca, uno se mira a sí mismo. En función de la alteridad, la acción también puedes ser recíproca y la respuesta genera un ciclo, un circuito o una esfera de tiempo circular: uno es visto por un par. Pero en ambos casos la manera de vernos a sí mismos o la manera que el otro aplica para vernos, será el motivo para que el factor humano pueda definirse, redefinirse y complementarse. En la mayoría de estas ecuaciones se produce un proceso de identificación propio del lugar que lo humano ocupa en el mundo y desea ocupar.
Así como para que algo ocupe también algo debe ser ocupado, o como para que algo desee también algo debe ser deseado, en la ecuación de verse, ser vistos o simplemente ver en función de un otro, para que algo pueda verse también, debe haber algo que se muestre o sea simplemente mostrado.
El silencioso reflejo del prisma ladeado, sin reverso. Una calesita de reflejos disímiles, monumento al lado del ojo cubista. Lo que merodea en la imagen de lo que somos para darse vuelta y seguir siendo. Tácito encuen-tro con lo que hemos dejado para entrelazar los hilos desfigurados de la madeja y seguir perdiendo.
Si mostrarse es el antecedente de verse, perder lo es también para encontrar. La pérdida es un flujo impreg-nada en toda demostración. A la vez que muestro, me pierdo: mostrarse es perderse en la misma forma de ser visto. De todos modos para perder, inevitablemente, an-tes tuve que haber tenido.
Lo que en definitiva se tiene es lo que se percibe y, en este sentido, gira un poco la idea mecanicista del mundo bajo la idea del movimiento o el propio devenir en el equilibrio de los opuestos. Lo que percibimos se incorpora a modo de impresión. Esas impresiones resol-tan de la primera manera de verse, es pulsar para dentro en un mero acto introspectivo que deviene de lo que está afuera, lo externo. Es la impronta que cualquier cosa dura deja sobre otra cosa blanda. En una presión, nos hacemos uno. Nos imprimimos desde el dualismo de ser duros y blandos al mismo tiempo para dejar marcas, la primera marca que nos determinará ser también otros.
En torno a esta idea que pareciera definir su estado de regla esquemática en la reciprocidad, se funda la idea del otro, la que justamente comienza en uno en un acto de impresión reubicado en otro acto que lo antecede y tiene que ver con la manera de captar desde cuestiones externas, esas impresiones. Para, después, volcarlas en la mirada del otro, para después hacernos uno en la mirada del otro. Es en este sentido lo que determina la impresión se convierte en expresión, es exprimir, separar desde el interior, disgregar lo que está adentro para que una vez apretado se expulse. Es el vómito o el acto purgatorio que nos expone ante el mundo, el que nos determina y nos hace visibles, el que nos certifica la propia existencia. Es pulsar para afuera. Es el gesto que sale dentro de nosotros cuando algo nos aprieta, y verter como líquido estancado el desenlace del vínculo o la intención de ser en los demás, de ser los demás en el estancamiento. Un desenlace propicio para coagular las formas que están impuestas en los genes. El epílogo de las gargantas dictadas con sangre. El grito primal.
Es cuando el tiempo se para, lo estático de toda dialéctica que se presume soliloquio, un desnivel en las encías. Nos vimos vistos en la impresión de las expresiones. El modelo de todo móvil en la insurrección del relativismo.


La salud de la ética o la ética de la salud

Desde la Grecia clásica hasta la actualidad, la ética como disciplina o valor humano ha contemplado, obser-vado y estudiado con detenimiento la conducta en el accionar del hombre en sentido genérico. Le ha servido entonces a la moral para fijar pautas de concordancia, vínculo, relación y supervivencia. En definitiva, le ha servido a la humanidad para determinar qué es bueno y qué malo, qué es correcto y qué incorrecto, qué es obligatorio y qué permitido. Los juicios establecidos me-diante una doctrina ética imponen normativas o sen-tencias referidas a las personas, situaciones, acciones o cosas, así se encuadra cierta valoración moral en torno a una decisión posterior que supone carácter práctico.
El sustento de la filosofía moral en la antigüedad proponía como costumbre, cierta etimología del término ética que sobrevive hasta el estudio propuesto en perío-dos clásicos y donde la misma admite otra raíz cuyo significado deviene del término "carácter".
Actualmente el factor comunicacional adquiere un sesgo de primacía dentro del examen y la relativización de las acciones. La primera característica que coacciona con la ética es su autonomía. A diferencia del derecho, ésta no impone castigos ni penas sino que ayuda al justo cumplimiento y aplicación de las leyes mediante normas y responsabilidades propias que escapan a lo estricta-mente legal o jurídico.
En términos de otra característica, el entorno cons-tituye la base concreta de predisposición y análisis en los parámetros que condicionan el comportamiento del hombre y su modo de actuar. Todo a partir de lo que él mismo representa en su contexto, su alrededor. Entonces es para cada quien un criterio diferente. Los antagonis-mos y las estipulaciones en términos concretos de lo que está bien o está mal radican en la voluntad.
Distintas escuelas se han orientado en la estructura de la ética como apuesta fuerte hacia toda praxis, desde los tratados de Platón y su ética política hasta la ética de Nicómaco en Aristóteles, convencida de que el hombre busca su felicidad. Desde las modalidades virtuosas de establecer la vida con moderación hasta las suposiciones hedonistas de la búsqueda desenfrenada de placer, todo parece encauzarse en una especie de arte del buen vivir.
La irrupción de Kant y sus imperativos categóricos le adjudican a la ética una característica primordial a partir del grado de libertad que cada acción manifiesta como así también la utilización de la misma. "Actúa de tal forma que tu libertad pueda coexistir con la libertad de los demás" parece ser la máxima irrevocable a partir de lo que en el modernismo se combina con una suerte de elementos aplicados no sólo a la individualidad sino que hasta lo institucional se releva al estudio de la ética y sus principios. Es entonces cuando la opción, la opinión, la responsabilidad, la fenomenología de los valores y las emociones constituyen un abanico de incertidumbre que, desde el existencialismo del siglo veinte hasta nuestros días, merecen estructuras de diálogos y debates que tien-dan a no aniquilar el pensamiento pero que, de alguna manera, pongan al servicio de la ética una beneficiosa tarea de acceder a toda praxis. Al margen de los con-vencionalismos y las entropías la accesibilidad y puesta en escena de los márgenes discursivos y sus estudios, deberán resguardar la bondad del hombre y sus componentes. La integridad como desarrollo primario y la complementariedad posterior en la congruencia estipulada de una sociedad que crezca paralelamente al crecimiento humano, no será la oposición sino la víscera adaptable al mundo abierto y su recorrido sanguíneo.
Todas las ciencias, entendiendo la sistematización de la técnica y superponiendo algunos desfasajes academicistas, pusieron al servicio de la ética todo su caudal y se valieron de ésta para evolucionar históri-camente. La medicina no fue la excepción.
La ruptura del tiempo mitológico hacia un devenir filosófico hizo posible desestructurar la visión de la medicina. Hipócrates, padre de la medicina occidental, desarrollaba un sistema racional estipulado en la observación y la experimentación de las enfermedades o patologías inherentes al cuerpo humano, atribuyendo la causa de las mismas a fenómenos meramente naturales y no a la intervención de algún dios. Se rompía así un esquema tradicional donde la magia y la religión pare-cían la misma cosa. La inclusión del elemento físico a partir de la causa-efecto suponía todo un avance hacia el desenlace de la vida misma.
Hasta la llegada de la medicina moderna, se describía al cuerpo humano como una asociación de los cuatro humores (líquidos) que actuando en forma equi-librada mantienen la salud inalterable. Si la flema (agua), bilis amarilla (fuego), bilis negra (tierra) y sangre (aire) se perdían, el advenimiento de la enfermedad era inelu-dible. La dieta y la higiene eran elementos persistentes en el cuidado del cuerpo para mantener la salud inamovible.
Durante la edad media y el renacimiento se le adjudica al médico un rol o una labor establecida, de-jando de lado la participación del mago o del máximo religioso a cuestiones estrictamente básicas como las de sanar o matar.
Se adquiere a partir de estas apreciaciones un valor extra al trabajo profesional de un médico que se sostiene en la actualidad y se fundamenta desde el juramento hipocrático, una perfecta declaración ética cuya enunciación se extiende al principio de la carrera del médico. Señalando entre otras cosas el carácter de ho-nestidad, calma, comprensión y seriedad que el mismo debe mantener a la hora de ejercer una buena práctica.
Así comienza a formularse desde la ciencia médica todo vínculo estereotipado desde el rol que ocupa el mé-dico en relación a su paciente, la persona que parece alguna dificultad, enfermedad o patología. Más allá de cualquier objetividad o subjetividad, la ética abarca en estos casos y respecto a la salud, algunas consideraciones concernientes a la conducta de los profesionales e instituciones relacionadas a dicho campo.
En el plano del sentir, tanto médico como paciente son seres humanos, personas que sufren, aman, piensan, extrañan, desean y sueñan. Desde la ubicación que cada rol merece, sin transgredir las obligaciones de cada uno, el enfermo tendrá el derecho ético de recibir un trato respetuoso, información, aceptación o rechazo de un tratamiento, privacidad, garantías de atención, explica-ción de los costos y de los seguimientos clínicos.
Los códigos de los profesionales son establecidos por la deontología que trata sobre los deberes del médico en función de la disciplina apropiada que deberá aplicar para la preservación de la salud. La cotidianidad y los avances tecnológicos sumados a la intrínseca voluntad de poder hacen que en la actualidad los niveles de desconfianza crezcan. De ahí la severa importancia de una pedagogía apropiada y sana al servicio de la ética y su enseñanza para que por encima de los modelos empíricos o esencialistas, la honestidad y los valores morales ingresen al estadio de los nuevos paradigmas vigentes. Dicha vigencia se asocia no sólo a una ética teórica, sino práctica.
En tiempos de recesión y exclusión la psico-pedagogía asiste a la comunidad desde su saber y su formación teórico-práctica atendiendo a cuestiones de diversidad, inclusión, resolución de conflictos. La situa-ción que convoca remite a los derechos de las personas y al aprendizaje de la misma. Sus ámbitos profesionales le permiten actuar desde la estimulación temprana y orientación vocacional hasta la perspectiva laboral y violencia familiar, educacional e institucional. Mediante dichos ámbitos tiene por aptitud insoslayable preservar, mejorar, organizar y cambiar los modelos de aprendizaje establecidos haciendo hincapié no sólo en lo individual sino también en lo grupal e institucional.
La importancia que adquiere por lo tanto la figura del otro, nos llevará a suponer desde la alteridad, que existimos, y que en función de dicha existencia actuare-mos con los demás como quisiéramos que los demás actúen con nosotros. Para que no se enferme la ética y la praxis sea buena. Cada impronta es parte de una conducta así como cada conducta merece una impronta de otra conducta.


Impulso sin sujeto
(la tendencia es más ciega)

De toda decepción se desprende que la bipolaridad excede los límites del suceso, los dos elementos que lo superponen son habitualmente el fracaso, la frustración o el desengaño en contraposición a la expectativa, ansia o posibilidad.
De esa intersección irrumpida en la mixtura de un sentimiento alegado y respectivo al primer elemento y la necesidad sometida e intrínseca al segundo, surge el pesimismo como escuela filosófica.
Posturas de vernos en el mundo, de ver el mundo en nosotros, de vernos sin el mundo, de ver el mundo sin nosotros. La máxima de considerarse vivos dentro del peor de los mundos posibles. El pesimista espera pero también se recluye en lo inesperado, las formas concretas de obtener lo inconcreto y viceversa. El horror de haber nacido como una privación del azar y la evasión de una muerte rápida.
Schopenhauer entabla desde su perspectiva un vínculo que por momentos roza el irracionalismo. Desliga definitivamente al mundo de toda razón suficiente, lo somete al absurdo del mismo modo que somete al hombre a un destino irrevocable, experi-mentado indefinidamente en el sufrimiento y la desgracia.
Se vive básicamente por un principio de moti-vación que sólo puede explicar el tiempo, el lugar y las circunstancias del acto. No explica que se quiera. En este caso la voluntad que antecede al motivo, y hasta cierto punto puede escindirse del mismo, apenas es un es-fuerzo sin fin ni términos, esfuerzo que no puede ser realizado ni satisfecho bajo ninguna circunstancia. Para Schopenhauer, una tendencia ciega.
Cuando la voluntad adquiere su mayor grado de consciencia en el hombre, este sabe ante todo que quiere la vida individual (instinto de conservación) y poste-riormente quiere la especie (instinto de procreación). Esto tampoco le impide a la voluntad ser absurda ya que antecede a la razón. Según la filosofía de Schopenhauer el pensamiento está al servicio de la voluntad de vivir y la consciencia es el único y auténtico efecto de aumentar la miseria, poniendo al hombre como el más desgraciado de todos los animales.
La obviedad resulta de esta desgracia en relación al sufrimiento, ya que justamente dicho sufrimiento se asienta inevitablemente en la esencia de la vida misma.
Así la vida transcurre entre deseos, esfuerzos y posibilidades de satisfacerlos, estas vicisitudes llevan im-plícitas una carga alusiva de pena y decepción que cuan-do no se concretan aumentan el sufrimiento y, cuando se satisfacen reiteradamente, se cae en el tedio que es un sufrimiento mayor.
Esta oscilación entre la dolencia y el cansancio convierten al hombre en una presa del sufrimiento ya que esforzarse es parte insoslayable de su naturaleza, su sed inagotable hace del querer una necesidad, una carencia. Se desea lo que no se tiene pero la tenencia agota el deseo.
La vida que menos decepciones padezca y que se acerque más al estereotipo de felicidad será entonces aquella en que el deseo y el tedio se sucedan sin grandes interrupciones. Toda la vida de un hombre se somete a estos influjos, cuando un deseo se realiza deviene la saciedad, la atracción que lo mantenía intacto se denigra y se erige la posesión. El surgimiento de otro deseo bajo una nueva forma es ineludible, de lo contrario sobre-viene el vacío, la náusea, el aburrimiento vital.
La decepción y el sufrimiento descienden cuando el deseo y la realización no caen en agujeros tan prolon-gados ni tan cortos.
La constitución de un esquema idealista es para Schopenhauer descubrir la incógnita del dogma, remi-tirse a los lugares más recónditos del pecado original. El relativismo de la vida como sueño o el sueño como vida infecta al hombre por delinquir atrozmente, delinquir por haber nacido.
La suposición de la huida del mundo es el perfecto reflejo de la superación por la superación misma.
La decepción en las formas de muerte no es decep-ción, porque la decepción no es muerte ni la muerte decepción. La decepción es fundamentalmente asimi-lación pendular de esas voluntades de vida, la supresión de la misma es vivir necesariamente.

                                              


Veneno negro

Decirle a un fumador que el opio lo está degradando equivale a decirle a un pedazo de mármol que Miguel Ángel lo está deterio-rando, a un pedazo de tela que Rafael lo está manchando, a una hoja de papel que Shakespeare la está emborronando, o al silen-cio que Bach lo está interrumpiendo…”
                                               Jean Cocteau, Opio: diario de una desintoxicación.

Evasión o introito, exacerbación o sosiego, creación o relax. Desde la forma más primitiva, la humanidad ha identificado la utilización de determinados elementos lisérgicos abocados a la distensión, con el disfrute, el deleite y cierta sintonía mental con potencias supremas.
El efecto de la adormidera se manifestaba de diversas formas en cilindros babilónicos, bajorrelieves y accesorios casi mitológicos para diosas huérfanas de amor pero cargadas de deseo ostentoso.
El empleo médico de algunas sustancias se remonta a los jeroglíficos egipcios donde queda expuesta defini-tivamente la noción de que el jugo del opio evitará que un bebé grite fuerte. El elemento catártico aparece en la Odisea de Homero cuando remite específicamente a dicha planta para hacer olvidar las penas impuestas por el destino irrevocable y el instinto de perpetuidad que lo contrapone.
El eclecticismo antiguo eleva la intersección entre lo medicinal, lo lúdico y lo vomitivo. Fecundidad, sofoca-ción uterina y analgésicos, son las pautas griegas que predecían lo efímero y lo eterno, entre la plausible ar-monía de una divinidad y el inexplicable acontecer del dolor humano.
Desde la suavidad de las mañanas que cubrían las habas de Marco Aurelio hasta el cercano sometimiento del ciudadano romano con la ensoñación salvadora que los llevaría al suicidio, la figura de la adormidera siguió envolviendo los avatares ilimitados de la vida y la muer-te, el frenesí y el aburrimiento, la obtención de poder y la inversión económica, la panacea y lo despreciable.
Un regalo de dios para los persas, el paso de la segunda a la tercera edad para los árabes, una guerra hostil y cautivante para los chinos. El opio se convierte, se adoctrina insurrecto, a las perversas sendas lucrativas del primer mundo que avasalla la utopía y aliena el cuerpo.
La antinomia del lenguaje como signo salvador de la especie crea en William Burroughs la génesis de la infalible generación beat, la razón es un organismo pará-sito que encuentra un hábitat en el hombre aplastando su naturaleza real y creando un universo donde existe el tiempo, la muerte y todos los males.
El recurso insistente de distintas drogas en estratos artísticos determinados, emerge desde el silencio hasta la obsecuente alucinación de lo inefable, se sumerge en la profundidad de una palabra, una nota, un color.
En la armonía del ocre algo se refleja como anhelo del espejo que quiere vernos sin vernos, tocarnos sin tocarnos, custodiar los mantos de la saciedad sin cuidar la hoguera del cuerpo.

                                  


Lo inefable es absoluto

Rozar el instante, mantenerse fuera del foco, esca-parle al tiempo. Tocar el instante, ¿Con qué? La mano vacua que mueve lo pleno. El instante como presente es lo único que existe, como un desfasaje, una disonancia entre el pasado y la eternidad. Tocar el todo con la nada, lamerlo, masticarlo, fundirlo en la precisa negación y hacerlo ausencia.
La afirmación del instante rompe la estructura relativista, la consagración del tiempo preestablecida. Se erige así, desde todo principio subjetivista, la génesis de toda existencia. Una irrealidad que confluye en líneas de fuga, advenimientos ficcionales entre el ser y el no ser.
La sucesión de un momento acaecido en presente continuo, la fijación de lo inmediato en la práctica de la realidad espiritual sometida a la física y viceversa. La visión cabalística y sus derivados unen y separan las palabras como un constante devenir de revelaciones. Puntos de contacto, profundidad abierta entre el antes y el después.
Lo que existe separa.
Lo que es separado no existe.
La exactitud de lo pretérito. Un registro tácito. Oraciones desmembradas. El primer motor inmóvil del engranaje.
Rozar la nada, mantenerse adentro del foco, acer-carse al tiempo. Tocar la nada. ¿Con qué? La mano llena que detiene el vacío. La nada como nada es lo único que no existe, como acuerdo, la armonía entre lo que es y lo que no. Tocar la nada con el todo, velarlo, iluminarlo, fundirlo en la imprecisa afirmación y hacerlo presencia.
El escepticismo como eje cartesiano en la duda con-lleva a la absoluta negación de todo principio, dogma o estereotipo impuesto por cualquier paradigma. Así ama-mos la nada por la nada misma, y esto es algo. El nihilismo tiene su origen en el sofista Gorgias, padre de la máxima “nada existe, si algo existiera seria incognoscible, si algo existiera y fuese cognoscible sería incomunicable”. Excluyendo toda posibilidad de reconocer o afirmar va-lores, Gorgias suprime la teoría del homo mensura, exagerando destructivamente el lugar del hombre en el mundo reconocido como la medida de todas las cosas. Es también cuando el antropocentrismo se reduce a la imposibilidad, a las fauces de la nada.
Se sucede la historia entre vitalismos y objetivi-dades, materialismo dialéctico y oscurantismo, pero el hombre mata a dios. Nietzsche encuentra en dicha muerte la reivindicación del género en la búsqueda. Reconsidera toda cristiandad y espiritualidad posible.
Es la nada del instante o el instante de la nada.
La plenitud absurda del vacío, lo que colma la ma-no abierta. Lo que puede existir a pesar de todo. Lo que no existe a pesar de la nada. El instante perpetuo, la nada que existe.
Somos algo en el instante y nada en el destiempo. Somos tiempo en el instante y nada en algo. La inmu-tabilidad sucede al ciclo de la transferencia, lo que cambia de estado es lo nunca dicho.

                                              


Buscar es perderse
(la tragedia y su encuentro)

En el sentimiento trágico se imprime tácitamente el origen de la propia existencia. Es cuando se rompe la bolsa donde el presagio de toda pérdida, despojo, co-mienza a manifestarse en lo que después será un verdadero indicio de tragicidad. El llanto del neonato atravesando corporalmente los límites del útero como grito primal, expresa metafóricamente o desde la psicología del ello la desilusión, el haber dejado algo que hasta ese momento era mejor que esto, lo que se denomina “un lugar en el mundo”.
Si bien el término tragedia padece un origen griego, entremezcla dificultades no sólo a la hora de conceptua-lizarlo sino también al hacer cortes sincrónicos, diacró-nicos o ejemplificar todo tipo de materialización posible al respecto.
Históricamente el hombre ha tenido que luchar con lo inexorable, el destino, la vida, la muerte. Determina-das representaciones artísticas han sido las primeras formas de materializar parte de estas inmanencias. El sustento siempre se asoció a lo meramente catártico, casi una idea aristotélica de purificarnos, para elevar el alma a lo más prístino. Así ha surgido la tragedia griega. Dicha aparición pertenece a la sublimación axial de una obra absolutamente religiosa, ya que su esencia remite a la representación del sacrificio de Dionisio, dios de la exaltación, embriaguez, éxtasis, símbolo del placer, el dolor y la resurrección.
Los teatros se construían en las inmediaciones de los templos, y los actores y cantores eran considerados por los sacerdotes, personajes sagrados.
Durante la época de la vendimia se cantaban los ditirambos en su honor, los cantantes y danzantes repre-sentaban a los "hombres cabrones" o "sátiros" (seres mitológicos que tenían cuerpo de hombre y piernas de cabra) que lamentaban el sepelio del dios. Cuando los ac-tores interrumpían, inusitadamente su participación para tomar aliento se introducía la figura de un recitante que interpretaba estrofas acompañado por gemidos eje-cutados por la concurrencia. Las ofrendas del público consistían en la entrega de un macho cabrío, de ahí la analogía etimológica con “trago día”, que deriva del griego tragos (macho cabrío) y oda (canto).
Entre la incorporación y experimentación de más-caras, y la utilización de ostentosos y significativos disfraces, queda instaurada la tragedia como género literario e histriónico, la figura del hombre se debate en los antagonismos que subyacen de su presencia y el cosmos y las hostilidades entre el género humano y el poder. Quedan exaltados los valores, entre otros, pa-trióticos, míticos y hasta farandulescos. El público llegaba a identificarse de manera sublime con el drama de los actores, hasta formando parte del espectáculo, concluyendo con la posibilidad de aprobar o desaprobar desde su raciocinio, o no, los bagajes artísticos de la obra como así también los traumas de las miserias humanas expuestas en su accionar.
Sentimientos encontrados se situaban en las orillas de una ficción real, de una realidad ficticia. El enojo y la resignación, la aceptación y la esperanza, la alegría y la tristeza oscilan sobre las distintas personalidades, contradicciones y anhelos de quienes no decidieron existir, pero existen.
La literatura visionaria de Esquilo, Sófocles y Eurípides entre otros se niega de alguna manera a que la memoria perezca.
La perfecta contraposición filosófica se da con Nietzsche y su visión dionisíaca del mundo, incluyendo al dios Apolo desde su resplandecer perpetuo, desde la apariencia del sueño como la transgresión que desfigura y figura todo arte caminado tan cerca y tan lejos de Dionisio. Este carácter existencialmente nihilista nos su-merge en el amor exacerbado por la nada, poniendo en evidencia la parte más lúdica de esta filosofía y en definitiva de todo arte. Como si en el equilibrio se encontrara la propia nada y viceversa. Como si en la vida se encontrara la propia muerte y viceversa.
En esos juegos festivos donde líquidos narcóticos se apropian del cuerpo, el hombre pierde la subjetividad, el hombre se pierde en el olvido de sí mismo y logra re-conciliarse, no sólo con los demás hombres, sino también con la naturaleza.
El sufrimiento, el dolor, la belleza nunca quedan exentos de la circunstancia antagónica de la tragedia. Evolutiva o involutiva, ésta parece iniciarse y concluirse en la misma obligatoriedad que impone la razón por sobre la pasión y los estímulos elementales e instintivos que autoriza, conmueven y modifican toda estructura racional.
Los imperativos del arte consumen en este caso la primera manifestación posible del sentimiento trágico. En dicha oclusión se desprende la primitiva iniciación ritual y vincular con el dios personal, el panteísmo ad-quiere su fisonomía dinámica en la continuidad de la búsqueda. ¿Qué trágica ilusión se subleva del mito? ¿Qué mito deja de lado lo ilusorio para converger en sí mismo? ¿Qué existencia se superpone con la esencia? ¿Qué apariencia nos desvincula más que la realidad?
Los cánones siguen vigentes.


La posibilidad de un posible

Hacer de su metafísica algo meramente geométrico es lo que Leibniz propone justamente desde la física. Más allá de su filosofía esencialista, el abordaje fecundo de un determinismo enquistado en la lógica nos perturba con su “Nada existe sin una razón suficiente”, ni siquiera la misma esencia.
La reducción de lo esencial nos permite distinguir entre los distintos pensamientos de Leibniz (en los que figuran su loable optimismo y sus primeros principios del cuerpo en la sustancia), la teoría de los posibles. En ella se desprende como una especie de grados. Desde ya, defini-mos a lo posible como lo que no tiene contra-dicción, por antonomasia decimos que lo contradictorio es imposible, un círculo cuadrado o un rectángulo triangular son im-posibles desde lo más intrínseco de su concepción hasta lo más demostrable de su existencia.
Cabe rescatar la diferenciación apreciable que pro-duce la filosofía de Leibniz en su principio de identidad, desafiando en parte aquel principio de contradicción aristotélico. Este nos marcaba que un mismo atributo no puede pertenecer y no pertenecer a un sujeto al mismo tiempo y bajo la misma circunstancia. El principio de identidad, desde su búsqueda, rompe con la negatividad, la estática y la inflexibilidad. Toda verdad debe ser idéntica y se exige que ningún espíritu se contradiga. Dicho principio asegura cierta coherencia incluso en el discurso, interna o formal, y es para Leibniz una evidencia suprema. A es A.
Ahora bien, determinada esencia puede no ser contradictoria y sin embargo no posee la posibilidad de ser realizable. En este caso toda posibilidad se resguarda en lo abstracto. Si vemos el ejemplo de una sirena podre-mos considerar la diferencia, un cuerpo de mujer y de pez al mismo tiempo puede existir desde la posibilidad abstracta, pero no desde la posibilidad real. La no reali-zación de un organismo tiene justamente que ver con que nada existe aisladamente, las cosas son parte de un todo, de un conjunto, todo ser forma parte de un sistema. Por ende, para comprender si una esencia es realmente posi-ble, o posiblemente realizable, será apropiado considerar todos los demás posibles a los que dicha esencia está rela-cionada, a todos los demás posibles con los que puede vincularse. A estos posibles que, por añadidura, en forma, en accidente, por precisión aleatoria o lógica, llegan a constituir el conjunto de cada uno de los posibles, Leibniz los llama composibles[1].
En la composibilidad se encuentra el secreto más importante de la filosofía optimista de Leibniz. Este concepto marca definitivamente cuándo una posibilidad abstracta no puede ser real, no puede ser concreta, no es composible. El mundo, entonces, se fundamenta y se halla regido por estructuras que son composibles y por estructuras que no lo son. En la generalidad estas es-tructuras forman algo así como un universo, y es este universo el que es posible.
De aquí deriva que todos los posibles tienden a la existencia, esta siempre depende de la medida de su per-fección o esencia. Todas las cosas que tienen posibilidad de existir se manifiestan a partir de una potencialidad, hay en ellas cierta exigencia de existencia, las cosas posibles pretenden existir y la esencia de las mismas también. Para Leibniz este derecho en las cosas depende siempre de su cantidad de esencia que no es más que su cantidad de realidad. Cantidad que se establece a partir del grado de perfección que las mismas cosas encierran.
Aunque la pregunta parezca retórica, la respuesta obligada estaría planteada en saber cómo una esencia que no es posible puede poseer una tendencia a existir, que no es otra cosa que una pretensión devenida de la prepotencia o exigencia que le denota el rasgo más alusivo de todo esencialismo.
Otro dilema queda expuesto cuando analizamos determinados conjuntos de posibles que no llegan a ser composibles. El ejemplo que Leibniz instaura desde la singularidad es el de Adán. “Adán no pecador" es in-composible con el mundo donde Adán ha pecado. "Adán no pecador" es contradictorio con "Adán pecador", pero no es contradictorio con el mundo en que Adán ha peca-do. Simplemente entre el mundo en que Adán ha pecado y el mundo en que Adán no peca hay incomposibilidad.
Es en este contexto donde Leibniz parece aclarar ciertas vicisitudes arraigadas a una mecánica metafísica, es cuando aparece y se incluye la idea de dios en su filosofía. Los posibles se consideran en la mente de dios y pesan sobre su voluntad exigiendo ser creados.
La idea de dios en Leibniz no admite disyuntivas ya que es el mayor fundamento ontológico. Dios tiene su razón de ser en sí mismo, es por eso que existe neces-ariamente. Es allí donde surge el optimismo, sustentado y teniendo como apoyatura la génesis de la filosofía de Leibniz en la teoría de los posibles.
La creación del mundo en la mente de dios es libre, y la elección entre los mundos posibles también lo será, aunque para Leibniz lo concreto sea la creación de uno, de este mundo, el mejor de los mundos posibles, ya que si no fuese el mejor carecería de razón suficiente, sería incomposible.
Zona bipolar
(de los extremos y sus anormalidades)

Si es el borde el que difiere del desborde y lo antecede, el límite pareciera estar prefijado. Todo se supe-ditaría a la línea demarcatoria entre este lado y el otro. Habría entonces dos lados, dos cuerpos, dos mundos, dos espacios.
Si es la monotonía la que antecede al delirio y a su vez difiere del mismo, la cordura pareciera estar descom-puesta. Todo se supeditaría al supuesto bienestar entre las cosas benefactoras y la malignidad de un acto irre-versible. Habría entonces un término medio, un estado óptimo de conciencia, una vigilia eterna.
Identificamos el borde con la monotonía y el des-borde con el delirio. Traspasar lo que denota un límite, pasar al otro lado.
En cuestión está determinar qué de todo esto se hace visible en uno y qué se mantiene invisible en el resto, acaso no podríamos preguntarnos si estar de este lado no es estar también del otro. ¿Qué determina el borde entonces? ¿Quién alude a la intención del des-borde después?
El borde es impreciso, no determina ni condiciona el desborde. Incluso nos obstruye el querer ver por en-cima del lugar donde estamos. Desanda el camino que elude los estereotipos. El espacio físico que está del otro lado del cuerpo es el mismo cuerpo, porque el cuerpo es en sí el espacio físico. Podríamos afirmar que no hay nada en un borde que determine partes, que nos separe de lo que se supone resto. Deviene el desborde –aunque no del borde–, deviene de la extraterritorialidad, de todo lo que está fuera de un exilio prematuro, de un viaje con retorno obligado. Vivimos anclados en el desborde, superando el límite de las cosas impuestas. Un incesante y constante fluir entre el equilibrio y el desequilibrio. En la intersección está el desborde, en ninguno de los dos extremos, sino en la superación propia de cada uno de los extremos. Si el equilibrio y el desequilibrio son los extremos, el punto medio se da en el desborde. Como un entorno transhumante que representa la efervescencia del modelo coercitivo que de esta mano nace en la otra.
Si el borde desangra, el desborde sutura; si el borde presume, el desborde consigna su asunción como el ori-gen de las cosas; si el borde es la estructura, el desborde la coyuntura; si el borde se extingue, el desborde renace. Las cosas en un mismo lugar a veces están en otros y siempre se normalizan en la nómada sensación del des-velo. Un motivo extra para desvincularse del desvinculo. Entonces ir a otro lado es quedarse, quedarse para no volver.
Como si salir del surco al labrar la tierra infiera como patológicamente en el delirio cuando éste no ha evolucionado tanto en términos de creatividad. Lo que sale de lo establecido como norma en verdad suele normalizarse. No desde el engaño, si desde la supresión de la idea del límite. No desde la enfermedad, si desde la posibilidad de curarse.
La monotonía es el propio exilio que nos hace dejar de ser y está íntimamente ligada al borde o al extremo del equilibrio o desequilibrio. Tomar el desvío es enderezarse. Como un pie anfibio que hace del caminante una contraposición elocuente y óptima entre lo terrestre y lo hídrico. Como un pie líquido y telúrico.


Del sentido del sentido

El devenir del sistema del sintagma que en parte determina el origen del empirismo se constituye en la noción de Berkeley y su mentada frase esse est percipi («ser es ser percibido»). En él se superponen entre otros el principio de identidad, no contradicción y recipro-cidad, el subjetivismo y el objetivismo, el esencialismo y el empirismo. Lo que se considera como certero es el acceso a la única forma cognitiva a la que el ser humano llega teniendo como condición las sensaciones.
En torno al principio de identidad, no podríamos afirmar que ser es ser y no puede bajo ningún punto de vista y en ningún momento ser otra cosa, como tampoco no ser. En esta tesitura tampoco podríamos afirmar que ser percibido es ser percibido y no puede bajo ningún punto de vista y en ningún momento ser otra cosa, como tampoco no ser percibido. Básicamente se constituye des-de la reciprocidad causal que determina como única razón del ser, el ser percibido y viceversa. Para deter-minar que existo debo entender qué ajenas sensaciones deben y pueden hacerme existir, estas sensaciones fun-damentan los sentidos. Suponemos que para que esta ecuación concluya antes debí haber entendido mis sen-saciones a partir de la posibilidad de percibir ajenidades. Experimenté primero la existencia del otro a partir de mis sentidos, logré percibirlo y determiné en él el carácter del ser, no como esencia neutra y privativa de toda idea, sino en relación a lo meramente perceptible. Experimenté después en la presencia del otro cierta devolución a modo de considerarme existente desde la percepción de éste que determina en mí esa forma primitiva y tal vez determinante de conocernos.
El no ser nunca puede ser percibido y el no ser percibido nunca puede ser, el ser es en la medida que se lo perciba y si bien nunca puede no ser, tampoco puede pasar desapercibido. Entonces no coincide con otro de los principios que estipula en Leibniz la razón suficiente.
Sujeto y predicado concuerdan en la continuidad de uno en la sucesión del otro o en uno en el antecedente del otro, verbo copulativo y participio añaden al sujeto la correspondencia suficiente para confabular la condes-cendencia del ser y su ambigüedad literaria.
Como destapando el orificio de un sueño que amordaza la especie, vemos tocamos oímos olfateamos degustamos de los temas, lo que en definitiva somos. Lo mismo que los otros hacen de nosotros o con nuestros presagios. Una huelga racional definida en la impronta de ninguna idea. Somos lo que no está en la mente. La nada y el todo no entran en la precisión.
En estos términos plagiamos lo impuesto, sea por la figura de un líder o la misma cultura. La preservación de la belleza como síntoma de las herraduras del tiempo. Lo que limita exactamente al ser como cadencia de lo percibido.
¿El sentido de lo que se percibe adelanta la idea? El sentido de lo percibido concibe al que percibe. ¿El sen-tido que percibe sucede a la idea? La idea del sentido engendra al ser.
Una evasión de formas incluidas en los sujetos pretéritos, ser percibidos en el mundo para ser mundo. Percibir el mundo para ser, un esqueleto de motivaciones ajenas coexistiendo con la duda del engaño o la equi-vocación. La distracción nos hizo menos perceptibles, por lo tanto, menos seres. Lo demás será parte de la sanidad de las cañerías, no será nada, o seguiremos inmersos en la infusión de lo imperceptible.
La razón del modelo plástico en la sucursal del ojo avizor, el dedo súbdito, el yunque hereje, el labio inferior o el tabique hegemónico. La vida tiene sentido, la percepción lo desprotege.


La mutilación del deseo

El distrito del placer consume jerarquías y espacios mentales que, desde lo albergado, representan inusitados momentos en la trayectoria vital de un ser. Podríamos eludir la animalidad que supone un recurso amable y por momentos antagónicos entre la empatía o el disgusto producido a la hora del vínculo, sea éste con otros seres u objetos inanimados.
Ardua resulta la tarea de desprender e incluso, más allá de lo estrictamente filosófico, no sólo la idea del placer como cosa abstracta en sí misma sino la manera de materializar su búsqueda y su obtención. En este sentido lo primero que cabe rescatar es que un antecedente óptimo resulta de lo que ocasiona el deseo, casi como ese primer motor inmóvil aristotélico que viene a ser parte de ese engranaje que le da continuidad a los días, deseo en oposición a tenencia pero como posibilidad de gene-rarla y regenerarse en ella.
En estos términos, la razón impone pautas que a grandes rasgos podrían diferenciarse entre el acto de re-primir y el acto de sublimar. La práctica de ambas empresas parece imposible si en definitiva no se utiliza la creatividad, la imaginación y las redes del fracaso in-terrumpen el sueño por la mañana débil y ya nada es creíble con los ojos abiertos. El acto de reprimir el deseo sugiere inevitablemente una muerte implícita, las fauces de la frustración. Cuando se reprime, la impronta del trauma desarrolla la inevitable caída del cuerpo y, como consecuencia de lo intangible, no existe ningún otro ar-gumento para hacer de él un transformador recoveco de la existencia. Si bien sublimar implica cambiar un bien por otro, en este caso sólo el objeto deseado podría in-currir en esta supuesta mutación aunque jamás podría hacerlo el acto en sí mismo. Uno desea porque sí y bajo ninguna circunstancia puede suplantar o suplir el acto de hacerlo por otro acto.
Más bien percibimos el impulso del deseo como ese movimiento subyacente de toda manifestación humana que incluso, y al margen de preceder al deseo, precede a la existencia. Somos porque alguien nos ha apreciado antes, somos producto benefactor de ese deseo. Somos lo deseado.
En este acontecer entrevemos la materialización de lo espiritual en y desde el mismo movimiento que pre-valece a priori como forma inmanente de la búsqueda, es en esa corpórea manifestación donde atisbos de encuen-tro se hacen empíricos, se reconocen mediante algún sen-tido. Es cuando nos convertimos en lenguaje, es cuando necesitamos decir para regenerar, para volver a desear. En la ecuación disolvemos qué es materia y qué es idea aunque si el resultado somos nosotros mismos y nuestra manera de existir será entonces porque somos nuestro propio deseo y la manera de desear o ser deseados.
El interrogante cuestiona en qué momento el deseo se convierte en necesidad o viceversa, la superposición de uno con el otro supedita la diferencia, se desea lo que no se tiene y se necesita desear. Encontramos el único antecedente que hace plausible al deseo, la necesidad. Necesitamos desear porque necesitamos ser deseados. Lo deseable hace a lo deseante y viceversa. Ahora bien cuál es el punto de deseo que poseen las cosas deseables, y cuál es la necesidad de hacer deseable esa misma cosa, sólo se determina a partir del influjo que la obtención y la movilidad generan en torno de la propia búsqueda. Desde el momento que algo posee o es poseído deja de ser deseado o deseable.
Un cortejo de estáticas envolventes en la elástica genealogía de las momias y sus ancestros dominantes del miedo, una coalición entre lo que es moderado y se exalta a la vez. Las puertas de la percepción que William Blake entreabre sin finitudes obsecuentes a la hora de la precisión que dios le dio a su aburrimiento.


Margen concomitante

El cuerpo no es uno sino uno en el cuerpo. En la construcción y la deconstrucción se establece el vínculo más directo con lo que nos envuelve y nos desenvuelve. Es la manera de encontrarse en él, donde cierta aproxi-mación al concepto del ser supone un encuentro también con uno mismo. Definitivamente es uno quien hace al cuerpo y es en su hacer donde predice la forma y aunque nada será percibido en su plenitud desde el propio accidente, uno ejerce la continuidad de la acción que determina al ser. Uno hace para ser.
En dicha constante uno se va marginando y también experimenta el desencuentro con esa especie de ilegalidad en la misma forma, como un tipo de lumpen de especie inconexa que se destituye de sí mismo. Entonces uno comienza a rebelarse contra lo que ha creado, esta rebelión es contra uno mismo. Contra lo que el ser que recibe de sí mismo en función de su hacer, de su acercamiento, de su expansión y de su instinto por imponerse al otro en tanto y en cuanto el estereotipo de lo creado no perezca con intensidad prematura. En la voluntad de lo creado y su manera de haberlo hecho se esconde la intersección congruente de toda búsqueda. Un cuerpo definido sólo puede buscar otro cuerpo definido. Primera contradicción estipulada en torno a que ni siquiera la búsqueda del propio cuerpo puede de-finirse. Por añadidura determinamos que los cuerpos son indefinidos. Consideramos motivos prudenciales a la naturaleza, a la propia acción, al relativismo que toda realidad del ser propone en las cosas que penetra, se impregna y finalmente engendra.
En términos filosóficos se postula el concepto de apeiron desde la combinación que padece la búsqueda de los cuatro elementos vitales en Anaximandro. Ni el aire, ni la tierra, ni el agua, ni el fuego habían podido suplir la esencia del origen del cosmos y todas las cosas que le pertenecen. Es por eso que, a modo de sinergia, surge la idea de lo indefinido. La perfecta fusión que preserva las propiedades de cada uno y a la vez no conserva ninguna. Lo que no tiene límite ni definición pero a la vez coincide con lo que viene, está del otro lado o supera la consecución de sí mismo incluso en la propia etimología.
La aparición del concepto del apeiron encierra una contradicción en sí misma, incluso en el modelo de lo indeterminado o ilimitado perdura la constancia del mo-vimiento que en la idea precede a la acción. Es cuando se desprende dicha contradicción que la lucha amerita la exención de cualidades de todos los mundos creados, de todas las cosas creadas, de todos los cuerpos del mundo y de todos los cuerpos de las cosas. En este principio sin forma es la acción concomitante del límite como con-trariedad la que enquista la base de todo lo que existe.
En oposición a lo lineal la ciclicidad prevalece en tanto y en cuanto la necesidad, o el deseo, logren con-cebir al otro, todo saldrá y todo volverá al apeiron.
Por definición seguimos esperando lo indefinido, como un cuerpo que espera la ilimitada forma de otro cuerpo, lo inconcebible.
Los resabios de un pasado transeúnte, amarrado a la rigurosidad del dogma. Nada se detiene en sentido contrario, porque el sentido también está determinado por la nada. La nada definida como un cuerpo que también se busca a sí mismo.


Queda de toque

¿Salva el arte o sus hacedores? ¿Mata el arte o sus verdugos? La construcción ideológica oriental difiere de la occidental en tanto y en cuanto la primera estipula la salvación del alma, a partir de una transmigración o su-cesión de vidas que se materializan en cuerpo y forma, mientras que la segunda determina una muerte corpórea y como sustento de un determinismo, por momentos incomprensible para la razón al margen de lo teológico o la misma fe, pretende salvar el alma y perpetuarla. En torno a la primera contradicción suponemos que lo que se salva no muere, de todos modos el que salva puede morir o podríamos salvar la muerte. La segunda contra-dicción podría interpretar la muerte como salvadora, en función de dichos antagonismos se suscitan también la vida y lo insalvable.
El indulgente no es precisamente quien se salva o debe salvar como el matador es quien mata o debe morir. Aunque parece separarse tangencialmente lo salvado de lo muerto, el primero remite a lo abstracto o a lo ideal mientras que el segundo a lo empírico o a lo concreto. Así logran coincidir desde sus opuestos dos escuelas filosóficas diametralmente disgregadas como son el esen-cialismo y el empirismo. En este caso el alma como abstracción pura pertenecería al esencialismo mientras que el cuerpo como concreción pertenecería al empiris-mo. ¿Antecede el alma al cuerpo? ¿Antecede el cuerpo al alma?
Para Platón se da una idea de claustro o encierro a partir de la consideración que determina al cuerpo como la cárcel del alma. Como si el afuera adjudicara todas las condiciones características que el adentro posee. Si bien en el adentro se encuentra la esencia ésta condiciona y se deja condicionar por lo que percibimos desde el afuera. El afuera sólo percibe el afuera, lo que se parece sólo es percibido por lo que se parece. Si bien el adentro con-diciona el afuera y lo que parece no es, debiéramos argumentar si el adentro como esencia es y no parece y en qué medida lo que es puede determinar lo que parece.
La idea de la trascendencia se da sólo en el ser, en la esencia, el resto es perecedero. Lo que parece no coin-cide bajo ningún punto de vista con lo infinito. El gran desafío entonces estaría dispuesto en la posibilidad de encontrar un porcentaje de compatibilidad entre el afue-ra y el adentro, lo externo que puede concebirse como físico y lo interno como idea. ¿Puede el afuera perturbar la esencia? ¿Puede el adentro ser parte de lo empírico?
Inevitablemente uno debe salvar al otro para justamente convertirse en otro. No se cuestiona qué parte de la esencia mata la existencia y qué parte de la existencia mata la esencia, sino que en función de cierto pragmatismo vital algo de cada uno debe morir al ser salvado y, en este proceso de reconstrucción, se suscita la constancia en la continuidad entre la prepotente forma que el cuerpo impone en su manera de mostrarse a los otros cuerpos y todo lo que se difumina como ocul-tamiento en la razón de entendernos a ciegas.
Es el otro que está adentro quien mata o muere, es el otro que está afuera quien salva o es salvado. Se recrea la forma de la defunción informe, y en términos coyun-turales la estructura se somete a ella misma. Como un dualismo que le da a toda muerte un sesgo de salvación, le da a todo afuera un atisbo de adentro.
El arte salva, el arte mata. Los salvados son mortales. Escarbando la finitud de la arena hasta que un grano ulterior nos contagie de la profundidad que el resto contiene. En esta remoción salimos y nos hundimos a la vez porque la existencia de adentro amedrenta la esencia de afuera.


El mito de los coladores

La mayor divinidad representada por un colador inconmensurable persiste en hacer confluir el axioma de la trilogía crear, recrear y destruir. En la primera acción sustituye la noción del ser creador como antecedente a todo ser creado para determinar su primer atributo de autosuficiencia creándose a sí mismo. En dicha con-fluencia, como primer atisbo de la ambigüedad podría-mos afirmar que algo creado por sí mismo es también increado. En este sentido el dios colador debe primero crearse para crear después. En la segunda instancia es cuando se da una repetición o una recurrencia en el acto creativo, ya se creó, por ende puede recrear. El colador de las inmensidades deberá entonces recrearse y es, en este instinto de adquirir distintas fisonomías, donde le atribuimos la segunda característica que lo determina co-mo un ser increado y polifacético o ecléctico. Un dios que se ha creado y se ha recreado a sí mismo. Para llegar al tercer punto deberíamos considerar que para recrearse, algo de lo creado debe destituirse o erradicarse, por lo tanto un acto meramente destructivo sólo podrá hacer lógica la idea o la posibilidad concreta de volver a ser creado. Esta forma de materialización divina se crea y en el mismo momento que quiera volver a hacerlo deberá destruir la forma de creación anterior. Si la idea antecede a la forma, la destrucción será en primera fase ideológica. Este dios debe destruir en sí mismo la idea de ser creado que determinará la concreción de un dios nuevo en la recreación. Cuando esto suceda, otra idea lo someterá a la necesidad de volver a destruirla. El ciclo confluye en el egoísmo neutro que proporcionan los distintos motivos de aburrimiento. Un colador aburrido no podría dejar pasar ni siquiera el líquido menos viscoso y más inusual, definitivamente no podría destruir nada ni tampoco po-dría recrearse. Dejaría de ser colador, dejaría de ser dios.
Esta concepción enfoca la mirada del acto creativo a la esfera de lo secundario, lo que no está en uno ni lo determina. Sin lugar a dudas crear también es darle forma a lo que se quiere crear, lo otro, lo que está fuera, lo que se complementa, lo que nunca puede ser uno. El colador universal y creador de sí mismo decidirá crear otros coladores a su imagen y semejanza para que nada difiera de la idea formal que el acto creativo ocasionará al ser creado. En este orden la única condición que se le asigna a los otros coladores creados es la de seres creados por un ser increado. El interrogante se plantea entonces a partir de cómo un ser creado por un creador increado pueda recrearse. En primera instancia debemos marcar qué atributo le ha asignado el creador, y si fuese positivo, también los coladores creados podrían recrearse. Por ley transitiva también le atribuimos a estos seres la tercera acción con la cual podrán y deberán destruir lo creado para volver a crearse.
Estos pequeños coladores resistirán al modelo recreativo e impuesto por el colador mayor e intentarán convertir y asignarse al menos el don de ser recreativos. Posteriormente y por añadidura se adquirirá el tercer eslabón que concluirá la trilogía, la destrucción. Pero un ser creado por otro ser que tenga la posibilidad de recrearse y a su vez destruir lo que ha creado para darle continuidad al ciclo, también intentará destruir las for-mas creadas que sean análogas a la suya. El colador necesitará destruir a otros coladores que tengan sus mismas características para lograr recrearse sin la nece-sidad de destruir lo que han creado. Sin motivo de autodestrucción, es la destrucción del otro lo que les permitirá recrearse y es por esta consigna que también se intentará destruir al gran colador creado e increado. Los coladores intentarán colarse en las fauces de los coladores iguales y la omnipotencia se sumará incluso como primera característica de estos seres creados, a la premisa de aniquilar al colador supremo. Algo de todos los coladores no podrá colarse, algo del dios colador podrá ser colado en detrimento de las cosas que nos quedan líquidas en la presunción de pasar de colador en colador sin terminar de ser colado aunque dejando al-guna propiedad táctica en la colación. Coladores colados sin ser vistos aún por la ley del ojo avizor de un colador ajeno que supone el cielo de todos los coladores y sus elementos benefactores en el espacio que habitan todos los coladores limitados.
El mito fenece en el punto de fuga que lo creado le reconoce al creador sin la instancia de destruir la esencia. Creer que lo creado es sólo líquido que atraviesa los límites contenedores de la materia.


Ruidos molestos

Desde Orfeo y su muerte ambigua, hasta la idea genuina oriental de la palabra vibratoria o sonido primario, la humanidad conserva la nota menos precisa y más atonal para modificar atisbos que la naturaleza le impone como resistencia o desvelo. Dominando y pose-yendo el latido ajeno que el origen determina, el primer indicio de vida en un efecto in útero lo marca la diástole y sístole del corazón materno y arrasa con la fisonomía semiótica que a priori determina el lenguaje. Dominando y poseyendo un grito primal como salida al mundo, hace que el neonato proporcione cierto vínculo con la ajenidad con un desarrollo auditivo que a su vez le adjudica ciertas potestades. Dominando y poseyendo el mundo se convierte en ruido y muchas de las cosas no tan genuinas son descubiertas apenas por un acto repetitivo o por imitación. El mundo comienza a vibrar y las formas que las cosas tienen se incorporan a uno y uno las hace propias, cree poder perpetuarse en la vibración que las cosas tienen, como medida de todas las cosas, también el hombre las crea en su crecimiento que a su vez es parte de la naturaleza. El hombre crea cosas que después apropia con una vibración natural, propia de las cosas que el hombre jamás podrá apropiar.
La destitución o paralización manifestó la muerte del sonido que ejecutaba la lira de Orfeo, se admite lógicamente por decisión de los dioses o por el desapego vital que la tristeza le había ocasionado; es el músico, hombre o admirador de la belleza del sonido quien se aniquila, por no tener arrojo o por arrojar con desprecio su instrumento. Fue en esta segunda versión donde la contradicción de lo que para cualquier oído es bello en función de lo primal determinó el descontento de los ha-bitantes del pueblo de Orfeo que no soportaron seguir escuchando la fealdad del sonido provocado por la lira destruida. Fue entonces el hombre quien dejó de vibrar, a pesar de su irrupción sonora insostenible para el tímpano, el instrumento siguió haciéndolo. El mismo había sido creado por Orfeo pero mantuvo su vibración más allá de la desaparición de su creador.
El destino de los hombres sin sonido no es el mismo que el de las cosas sin vibración. Cuando los hombres mueren las cosas suelen seguir vibrando.
En relación a la mitología hindú, la misma asocia cada nota musical con un color y con un grito natural de un pájaro o una bestia. Es así como, por ejemplo, do está directamente relacionado con el color verde y el sonido que produce el pavo real, re con el rojo y la alondra, mi con el dorado y la cabra, así sucesivamente se identifica lo visual con lo auditivo. La oscilación de cualquier color que representa una imagen figurativa en una cosa perdura en la dificultad de armonizar y controlar las manifestaciones de la naturaleza, el acto violatorio se manifiesta también en la palabra como síntoma del len-guaje, todo antecedente ejerce en sí mismo un efecto conciliatorio entre el deseo y la posesión.
Si todas las cosas que alrededor de Orfeo se mar-chitaban por el molesto y horrendo ruido que su instru-mento musical provocaba, es porque la consecución de vibraciones que impactan entre sí no soportaron el ahogamiento carcelario que el hombre y su desasosiego les imponían. Un oído absoluto que redescubra, de todo color y de todo grito bestial, el sonido exacto que pro-porcione la armonía efectista de toda circulación. La sangre en lo humano o la humana sangre que corre por dentro haciendo vibrar cada conducto como el mismo ejercicio de continuar sumidos a la música de otros corazones que se asemejan al molesto latido que nos hace uno y al mismo tiempo inaudibles.


Entre idas y vueltas
(moderador de tiempo y espacio)

Uno va al mar pero el mar vuelve a uno. La acción de ir se remite a una condición virgen, única. Sin repe-tición, recurrencia. Uno va a un lugar adonde no haya ido antes, el mismo preserva las condiciones necesarias para que el acto sea unidireccional. En el ir no hay retorno, nada regresa. Uno puede ir muchas veces pero, como nunca ha vuelto, el acto sigue siendo el mismo. Uno va al mar pero nunca vuelve a él. Desde la figura del devenir en Heráclito, el agua del río debía perecer para que haya más agua, para que venga más agua, entonces el agua también viene a uno, pero la acción de uno en la constante ida difiere en algún punto del deve-nir, el agua que va también viene y eso origina más agua. Uno solamente va, entonces no puede bañarse dos veces en la misma agua, va al agua como parte de la gene-ralidad que en este caso concede la figura del mar, pero no va a la misma agua. No existe una doble acción porque no hay coincidencia en la vuelta. En definitiva, uno siempre va al mismo mar que cambia el agua que lo somete a una constante e ineludible ida.
La acción de volver nos lleva al requerimiento más fósil del que fue. La concreción del círculo, el cierre del claustro, tapar el orificio. Si bien volver es también ir, en sentido contrario, al lugar de origen, el acto difiere en la constancia y en el modelo. Volver es ir a un lugar cono-cido, a un lugar ya visto, al lugar donde hemos estado al menos una vez. Volver es aferrarse al núcleo, a la instancia definitiva, a la posibilidad de poder volver a ir pero en otra dirección. Se vuelve cuando se es recurrente, cuando se conoce desde lo repetitivo, cuando se reco-noce. Sólo vuelve aquello que sabe al lugar que lo hace. Vuelve lo que ha ido y venido, lo que muta o tienen movimiento, lo que nace y renace, lo que cambia. Vuelve lo que se ajusta al principio de equilibrio en los opuestos y logra devenir en otro acto, otra dirección, otra agua, otro mar. El mar vuelve a uno porque nos conoce, por-que definitivamente deviene en uno y nos hace devenir en mar. El mar vuelve a uno porque nos reconoce, porque definitivamente se sabe mar en uno y nos hace saber que somos mar en la ida.
La forma de lo impreciso, la inconsistencia del des-borde. Lo que se ve en uno fuera del límite. Lo que recrea el cambio en lo que permanece inmutable. La genera-lidad del mar se hace cambio después del paso del agua descompuesta en las gotas que apenas se quedan en uno, que no cambia a pesar de la generalidad humana. Sólo lo que cambia puede volver a lo que no cambia, sólo lo que cambia puede ir y propiciar el cambio en lo que pos-teriormente seguirá cambiando. Como la fertilidad del hechizo que desfigura un rostro sometido al influjo del recóndito moderador del tiempo y el espacio.
¿Será que somos tan iguales que nos hacemos distintos yendo? ¿Será que el mar necesita volver para devolvernos? ¿Será que sólo vuelve lo que contiene? El muelle confunde la figura del último pescador apostado al borde. La comisura de la corvina se deja envolver por la crueldad del anzuelo que va al mar como el cuerpo y su peso muerto, recobrando la pauta que el propio eco-sistema le impone a la órbita. Conciliar el pretexto que nunca encontramos para sentirnos agua. Después lo tapa la ola de la sudestada y el pez anclado al alambre del aire ya no respira. Los recreos que el tiempo se toma en nuestro espacio y viceversa. Para hacer lo incontenible, lo deseable y el miedo. El miedo también vuelve y nos deshace.
Uno entra al mar pero el mar sale a uno.


 
Cesura
 "...a la letra / ad pedem litterae / delete..."
Fernando Marquinez

El duodeno atrapa más vicisitudes del foro. Se extirpa como las bolas del árbol navideño después del seis de enero cuando algún rey mago deposita cajas desenvueltas, sin moños a cambio del agua para sus ca-mellos. Se enrosca en el cuello como un cordón umbilical expuesto al parto prematuro, la praxis del neonatólogo. Se enloda la planta de los pies y los inciensos caen, derruidos.
Los ungüentos ubicados bajo la publicidad. Un delito primal, tras el grito. Abrir los ojos. Alguien pulsa enter. La línea venidera evita el fraude. Un recurso de amparo entre la histeria unimembre y la vida tácita. Las cosas suelen fluir después de la ubicuidad del verbo lejano. Aunque el deseo del sujeto se esconda tras las desafinadas notas del corchete.
La famosa teoría de Empédocles sólo cambió la forma de las cuatro raíces en elementos aristotélicos cuando la premisa inusual de lo romántico ya no mu-taba, salvo en reglas y acepciones.
Aire, tierra, fuego y agua se mezclan, combinando la estirpe de sus presencias en la confección del mundo, en los entes que se depositan en él.
Surge así, tal vez, la primera explicación consciente del movimiento, y en este intento Empédocles incluye sus raíces, a dos fuerzas y las somete a ellas. Generación y corrupción se sostienen entonces mediante la unión y la separación. El perfecto equilibrio consiste en aceptar el cambio y la permanencia respectivamente.
El amor une y el odio separa.
¿Cuál es la pausa precisa? ¿Cuál es la mácula de la trinidad del núcleo que evita la coherencia del sintagma?
La densidad es asonante. Aquello que por casua-lidad ha nacido antes, cambia las formas, el boceto del esqueleto difuminado para habituarse al modelo causal del inodoro. Irse de cuerpo. Gobernarse. Sentir la historia hemorroidal como una constante ilimitada de fenómeno y ley. Ser todo eso que pudo haber degenerado la gestación, en la bolsa, otro agua. Más regalos de vientres y la ventana al mundo exterior asfixiada por la hedida rima de las rejillas.
Sudan las paredes por las arterias de porland, como desalojando de la estructura la humedad que las vence. La suspensión indicada hasta el nuevo aviso. Justo en el vértice la araña albina sangra, sus telas son como nidos alrededor del lagrimal y perderse en ellas suele parecer sedativo.
Empédocles argumenta su curiosidad desde la su-posición de una evolución orgánica. Considerando que toda génesis se formaba desde cierta distribución azaro-sa, donde pedazos de hombres y animales, como piernas, brazos, ojos, bocas, podían combinarse posteriormente por atracción o amor, estructurando así distintas concep-ciones de seres descaminados de inviable adaptación que no conseguirían sobrevivir a los influjos del destino.
La coherencia de las mosquitas se interpone ante el chorro que cuenta sílabas sin distinción, la claridad aún puede observarse bajo la claraboya como un hálito rebo-sante que inunda el techo sin dejar chances para el desliz. Son pocas las fábulas que intervienen en el silencio. La lingüística en la espalda encorvada, la joroba premo-nitoria.
Algo suena inconexo en la fonética del baño. Tal vez haya ciertos recelos ancestrales en la metonimia de las cañerías. Las cosas flotan azulejadas frente a los ojos del primate y le devuelven al cielo gregario, otros signos celestes. Su propia existencia ahuecada en la firmeza del mosaico.
¿Qué decimos? ¿Qué sintaxis nos protege de la descalcificación y la culpa del miedo potencial?
Una elisión de vocales abiertas entre las lenguas mordidas y los molares escindidos. Suele confundirnos la sinalefa, abarcarnos como párrafos inefables y suscitar un desajuste virtual, desagotar las manos hasta el último resquicio de huella dactilar, evacuar el punto.
Y si por lo semejante conocemos lo semejante, sólo por el amor conoceremos el amor y por el fuego el fuego.
Empédocles se arrojó al Etna para conocer el inte-rior de la tierra, queriendo ser inmortal y dignificar su divinidad prematura.
Hay un oculto reloj en las cadenas, que marca el tiempo exacto del purgante. Habrá que sacar provecho de las últimas palabras.


Cinestesia

Todo el recinto albergado por los leopardos se ha-bía inundado de violeta. Recorrían puntos que olían al mismo color y no llegaban a ninguna parte, se veían del mismo color y terminaban comiéndose. Difícil desafío el de desplazarse por los anegamientos del color subrep-ticio de un disco compacto.
El referéndum de los nanómetros y un destino que nunca tuvo origen. El violeta avasallante que impone el tacto y los ojos amedrentados casi ciegos. Un predio rústico con la forma de la misma mujer modesta que nunca encontró la puerta de salida en la zona irregular y desprovista de lugares donde se limpie el cuerpo y las distensiones de los músculos en los miembros fértiles, descrean de la imposibilidad de poder nadar.
Los leopardos al menos nadaban contra los vidrios de color violeta en las piletas de ultragua considerando el malestar que el color les propiciaba a la sequedad de su piel.
En las aferencias de lo sensorial el movimiento imperceptible de los animales nos recrea el nervio y una mirada constante al ruido que violeta penetra también el tímpano como haciéndose cargo de nuestra existencia, la diferencia con los animales ya sometidos a su engranaje.
El sentido confundido del ojo al que todo se le vie-ne encima y lo acorrala contra su propio cuerpo, lo mete dentro de él, lo sumerge en la profundidad de lo ina-propiado. Se desparrama el color por las rendijas y todo lo que era parte del interior logra esparcirse en la horizontalidad y crece la forma, se eleva. Transforma el paisaje gustoso. El rol de los inundados interviene en la sofocación de todo acto voluntario coordinado. El des-tello de otra luz nos disuelve al polvo de un violeta algo desteñidos hasta que dejamos de ver y todo es ese color que recurre en la manera de tocarnos y se asemeja a este desconsuelo propio de los espacios sin pileta.
Nos adentramos en sus fauces degustando el re-corrido del tono mezclado en la longitud ínfima de onda. Un registro de pérdida conceptual. Extendemos los brazos y flotamos en una superficie de tubérculos sin coordenada, no hay borde en ella.
En lo último que se percibe, se esconde el efecto del físico menguante, el espectro que concluye el deseo empírico de la vista. La neuralgia que decapita el sismo, interviene en la misa ornamental que arbitra el juicio desfasado del repelente. El líquido corporal se introduce en las venas que no fuimos capaces de arrojar, un militante linfático que regenera la pigmentación ampu-tando los valores y su destino degradé.
Los estruendos de vidrios después desperdigados en el universo violeta son la misma intención que tene-mos por incrustarnos. El desplazamiento es anatómico y se configura a la espera de lo que sabe a leopardo daltónico.


Triángulo
a Renato
"... y es una película freak, tu rostro..."
Emiliano Cattaneo

Preguntó si la verdad está en los ojos y cambió el plano secuencia de la figura geométrica que apoyaba lo que antecede, a cada lado sobre el mármol del mesón. Como si en el mismo padre estuviesen todos los vértices proclives a reconstituir el resto de las figuras, perdiendo la paternidad en la base. En los títulos se muestra can-sado de saciar el aciago modelo de la tarde propuesto por la innombrable caducidad del canto rodado. No vi que ocurriese algo superlativo en la escena anterior a la zanahoria mordida en los barcos de los mares sonoros suspendidos en los servicios informativos de un tifón en la zona pampeana. Preguntó si la verdad está en los ojos.
El motivo escaleno de sentirse a gusto después del almuerzo del domingo fantasioso, avistando objetos vo-ladores identificados en la salsa o la cáscara de limón de vientre masculino, el recelo del último paquete dibujado en el soporte del cuerpo que se desvanece y adelanta la hora del sueño como avistando próceres en los orificios de la persiana.
Una horda isósceles con sentido adverso en las pupilas, la cría envuelta en el caramelo de manzanas en los parques de mamá, y es el vacilante reflejo de la orde-nanza, un mandato matemático, los rehenes de la lógica. El trípode no preguntó cuál es el lado que sobra en esta toma ni cuántos grados tiene la desigualdad del abdo-men presionando en las venas. Son las mismas razones que reconoce el espermatozoide cuando fecunda el deseo, la posesión y su ecosistema.
Nuestro vértice de cada día interviene como en una conversación muda, donde sólo el ruido de las llaves que asisten a la profundidad del concilio suena, una em-boscada del trabajo fértil como bloques de hormigón organizado en los techos de los modestos sacrificios, y los amuletos del pan siempre congelado en la boca de hombre escapado de las sombras y del cráter de la mezcla imbuida en el travelling de la topadora.
Y era otro espejo sujetador, el que tiraba del cable para que tampoco nos veamos funestos en la especie re-conciliada de los supervivientes. Alabamos cada signo como una insignia religiosa que sobra y éramos más cón-cavos en las pantallas de cristal líquido que en las láminas muertas de la tierra porosa.
Todo da vueltas en la casa de los padres vértices y se acomoda según medida. El teorema de la hipotenusa manchado de restos diurnos, el ronquido perece en los oídos de la cama malversada, el fondo de ojos irresoluto le devuelve al mundo la última imagen, es una fotografía fragmentada de brazos armados a la intemperie. Todo está en su lugar en la casa de altura filial y se desaco-moda cuando el agua golpea la chapa evitando el músculo.
No hay respuesta en la equilátera mueca de mi padre que mide el responso del tiempo para igualar la mirada infinita y segregar el ángulo exterior a los influjos del sorbo tinto en la noche importada.
El vino desparrama verdades menos geométricas que una pregunta desafiliada.


El tiempo del shampoo

La tolerancia del verano se asemeja al mismo espejo que guardan las ancianas en el monedero en invierno porque suponen, las arrugas van a deteriorarlas.
-¿Quién es la más linda?
-La que no tiene cara, la de los gestos invisibles. La que es inmune a la mirada, la que se guarda en silencio la premisa facial para otra vida.
Se manosearon, pero nada del enjuague se aproxima a la estación intermedia. Lo abren y quitan su pañuelo desplegado en creces por la gripe humana y contagian el último designio divino.
-¡La distancia no es precisa cuando se incomoda la forma! ¡No, no puede ser, otra vez el difunto silencio de mis hombres!
-Debieron guardar la presunción viral de la mirada, debieron refugiarse en los bordes. Lo más cercano está fuera de la exactitud, de la misma esencia.
Un accidente, una ruptura como trampera retiene la moderación de la mano elevada, un golpe a des-tiempo.
-¿Qué tiempo recicla la figura tanto como la vacuna del reflejo?
-La permanencia lava el defecto y seca la piel hasta reabrirla en surcos inapropiados de la luz que falta en la sangre del otoño sin barbijo. La única condición de levantarse en el mismo tobillo fantaseado.
Se acaban las siluetas, se desfiguran. Se empaña el cristal húmedo y la mañana del vaso se descompone en vestigios de comodidad. Lo que va quedando después de tanta fricción, lo que se desvanece ante tanta química ineludible.
-No me veo, no puedo descifrar mis años en este frío de imágenes absurdas envueltas en un transcurrir de caspa.
-En las cosas de la opacidad se esconde cada resabio húmedo del punto blanco que se adelanta y achica según el ardor.
Arden los ojos, arden las cosas vistas, arden los moldes y lo que se difumina perdura, perdura inextin-guible a los ojos precavidos, los que tomaron distancia de la exactitud, los que se fueron lejos del cuerpo. La frontera del espejo es la cercanía a uno mismo, el rencor de lo invisible.
-¿Por qué la regresión se desborda como el mismo monedero tropical de la ancianidad en verano?
-Son los motivos decorativos de la incertidumbre, la noche del fondo como apoyatura rígida del vientre, lo que da vida, lo que da luz.
En esta pulcritud de baños atesorados por el vapor que nos inunda desnudos como el asfalto allí afuera, se esfuerza el movimiento para seguir aplastando los bra-zos embelesados.
Se mezcla la grasa del paño inadecuado, una cua-rentena de cabezas mordidas que trazan la desgracia del pálpito. Un destino impredecible en nosotros fulgurado. Somos los mismos pero amarrados.
-¿Qué agua limpia las pecaminosas esclavitudes de los dioses? ¿Somos los mismos pero sueltos?


Antifrizz

Presumo la caída del cabello como una herejía que su cabeza oculta en el estado histórico más inconcluso de la humanidad del cuero cabelludo. Un tratamiento capi-lar que difiere entre la inquisición estática y asume la cresta como el pontífice su coima. A ella le gustan más los aplastamientos, los antídotos del espejo en la vida menos ascética, se mira pensando en la dificultad de toda elevación, se mira avasallando cada influencia de la hu-medad en los ruleros destacando la inclemencia como la única instigadora de la superposición, es la sima menos impredecible. Debajo del hambre del pelo se inquieta el reflejo.
La hoguera del cansancio representa la telepatía de hebra en hebra como transmitiendo la migración de las migrañas, a los efectos colaterales y eruptivos. Ya no po-día pegarse al cristal así como lo hizo cuando se le escurría el cuello entre la esponja manchada con el anti caspa diluido tanto en la zona parecida al terrario que sangraba la tierra del hemisferio derecho pero por fuera. En las epifanías del jopo surge la nueva estirpe de la raza, en la generación extinguida de la calvicie donde todas las cosas que sudan se hacen espesas. Es que el casco de lo posible no soporta al casco de lo imposible, las cosas comienzan a erguirse, separa el destino sus engreídas alucinaciones. El mundo del otro hemisferio grita entre cada silencio de la mañana pero por fuera. Lo siniestro por sobre todas las cosas de la simétrica estabilidad del movimiento que no sudan, se hacen disolubles.
Desde la creación de los anticuerpos la inmunidad ya no busca tanto las manos del masaje ostentoso. Prefie-re la insinuación, lo que está implícito en cada enjuague por si dejan de rebozar la ondulación y se convierten en aprendices del filamento caído, desparramado en la costilla de las axilas. Estuvimos demorados ante la invasión de cerdas inamovibles, condicionadas al desen-lace de la teoría transitiva. Para ser ácaro la reincidencia del bucle tuvo que pasar por las mismas refacciones de la piel subcutánea. La continuidad del deseo. La queratina evangélica de las redenciones admitidas por el gel que se debate entre las raíces epidérmicas de la muerte como tantas otras maneras de resucitar del vinagre y sus permisivas formas de reponer el bálsamo en la frente ancha y sus derivados. Tuvimos que desglosar el tiempo del shampoo en la longitud del flequillo que en punta favorecía los médanos bajo la nuca sincrónica al fervor de una plancha encendida, de humo opositor.
La emulsión anula la preponderancia del peine hasta que se sublevan los cortes como hijos desecados a la luz de las lámparas sudoríparas y ella sigue al espejo anunciando la orden del ceño en la fruición del des-prendimiento del mechón en la boca. Borrosa la imagen nos aleja del secador aventajados por la sudestada, un sesgo de tintura huérfana ante la coloración modesta y permanente de los poros. Aún estamos inmersos en el mismo peinado, nos dejamos caer en el cabello hasta tomar su molde de vidrio infinito y ver más allá de cada folículo. La antinomia siempre estuvo cercada por los monasterios de los invisibles, Leonor va a pelarse la mollera fastidiada por la gillette que descosió su espalda lapidaria de huesos y restos de cabezas vencidas como un cementerio de crinas y jeringas.



La traición óptica del mouse

I
Revolcarse dentro de los cajones inundados. Tapar-se hasta el cuello con una foto mojada. Dormir, hasta que alguien cierre. Se incruste en la desolación de las momias, descrea de los primeros planos. Mutile los resquicios de luz, los rincones desprovistos de color. Buscarse, buscarse...
Tengo un cine para daltónicos en los tobillos agu-jereados. Una cuerda los atraviesa, un acuerdo los redime. Qué nos escupa Bertolucci, desde un cometa pre-ventivo que estampe su cola en la segunda ubicación, una elipsis que vengue la sepultura de cierta evapo-ración, una vía láctea escaldada por donde fluya la humedad que mantiene la resistencia bajo este cielo. Que no exista el cielo. Este cielo. Este inescrupuloso destino de olfato enzarzado y un cerrojo en el tabique nasal que marque horas precisas, que no existan las horas ni su precisión.
En todas las toneladas de silencio nos mostramos como seres incomunicantes que no tienen pasillos ni ventanas. Indefensos al colapso, muertos de refracción. Y la edad necesaria en su estado primitivo por antono-masia soslaya el último título, volvemos a ser París-Texas, la línea en la luz dormida.
Todos los días de carne en la fusión del domingo y mamá nunca comprendió el rumor de los cuerpos como una hipérbole, proyectada en las pantallas de sombras. Yo iba despacio, eludiendo la tarde. No caminaba las veredas ni juntaba el polvo en los zapatos, del instante desprovisto en la última curva sangra el afiche. Una carrera desproporcionada hasta el mejor asiento. Yo iba rápido, esperaba que nada se apague para ver a la nena con breteles incendiados. La imaginaba recostada sobre los proyectores, abatida a los influjos del contraste que desafían la permanencia de la córnea, vislumbrando las estridencias, los sonidos agónicos, los focos sucios y mis manos tal vez sobre su falda desnuda, encubriendo las cicatrices del actor de reparto, simulando otras líneas, aunque como presagio de un color desnutrido.
Siempre el tiempo se convierte en celuloide, los carretes del destiempo entre las piernas, pero llovía en esas siestas. Y si alguien hubiese visto el epígrafe de amores perros decantaría la insurrección de este futuro en el presente. Como el fotograma del resquicio, lo tangible del estertor. Algo se contenía en esas tardes.
Lo que se pierde, huye por las cañerías de la vida acuosa para encontrarse en la afluencia. Donde resurge nuestra posibilidad, o el fecundo desenlace como óvulos desubicados. Un thriller atrincherado y lo inconcluso está en la puerta. Cuando nos vamos, ya no vemos. Y uno sufre la frecuencia, la inversión del movimiento en cada músculo. La sutura del fuselaje, sus puntos de inflexión más próximos. La extraña ósmosis con lo de afuera, lo que está exento del último cuadro.
Los aeropuertos no están tan lejos de los brazos.
Yo, también fumé en ese cine.

III
La firmeza del pochoclo, su transigencia axial en el sartén, la rebelión azucarada de los dedos que bebimos de otra boca, suelen castigar el sopor de las butacas sobre la espalda. El reflejo de la linterna vuelve a llagarnos los ojos, no podemos asentar la postura. Algo se cierra esta vez y se encajonan las finitudes como infinitos postu-lados a la rigidez pública de nuestras vulgaridades. Las cavernas de los créditos y lo que se superpone entre lo que puede ser refugio y lo que es. El incesto de la mano descubierta, araña la media de nylon, la inversión de las lenguas en los barrotes que sudan la jaula. El encierro pretende deshacernos del último vendaje.
París no está tan lejos de las espesuras salivales.
En algún lugar del mundo algún tero se suicida, la protuberancia verde de los jardines lo perturba. Otra ne-gación del tono. Se pierde en la malignidad de los pla-guicidas, esas fugacidades del óleo, hasta que lo lleve la intemperie. Como si algún tero fuese todos los teros. Y no hay vuelta atrás, el oráculo predador de las mariposas negras predice la razón aerodinámica de los títeres. Lo que esgrime cada borde de las cosas que guardamos, lo que viene después del claustro, después de los franco-tiradores dispuestos en la azotea y nuestros defectos se hunden. Como si algún lugar fuese todo el mundo. Quiero recorrerlo me dijo, quiero recorrerlo...
Los brazos no están tan lejos de los aeropuertos.
Empedrarse en las callecitas redondas de nuestros límites para no predecir. Masticarse los labios velados, la comisura radiográfica. Desistir de las armonías del refle-jo hasta que alguien abra. Quiebre la periferia afectada, los predadores geométricos de las latitudes, la primera toma después del corte, las insurrecciones del espacio entre sus tetas. Encontrarse, encontrarse...
Tengo un renglón desfondado. Un desierto de ca-denas, una corazonada. De esta abducción se consagran las cucharas que revolvieron el esqueleto de la sopa a mediodía. Lo que no queríamos que sucediera mientras la inundación era inminente. Tengo una máscara tendida en la mesa. Un canasto con nísperos. Una delectación.
El metal caliente encubre la sutileza de la sémola. Otra película amorfa. Si no falla la esfinge, todo acertijo devorará en los sumisos baldíos de la nuca las respuestas ominosas de los reyes hasta salvar la estéril caída de los muros.
Cuando se enciendan las lámparas del resorte, incandescentes de las ciudades despiertas, Edipo tam-bién podrá haber sido vasallo, aunque lo único que nos permita esta ceguera sea vernos.

II
Ella nunca quiso que cierren. Había rehusado de los perros que buscan pedazos de pan entre la gente como si estuviese en un eslabón intermedio, ni perro ni gente. El intertexto se sabe pálido y no encuentra moti-vos específicos que justifiquen la inclusión del amante menguante. Entre los guiones que piensa mientras entra y sale se revela la porción de exactitud
que falta. Ella no parece haber crecido, sin embargo todavía me ubico en la misma fila para observarla atra-vesar como un sortilegio mediático, cada obstáculo. To-davía creo palpar el chicle que algún día quitaré de todos los asientos para que de una vez por todas pueda pararse y encender las luces y apagar las linternas y escupir las pantallas y observar fijo al protagonista y golpear al acomodador y tocarme, tocarme hasta que empiece la última de Almodóvar.
La lista es imperfecta, falta un retoque en la armo-nía de las alfombras y todos se confunden con los próximos espectadores, esta vez no voy a recoger el ticket del suelo cercano al baño, esta vez va sin mostaza.
Los cines están más cerca de un beso.
Después nunca más la vi, aunque recuerdo lo que dijo antes de sentarse a la orilla del cordón umbilical, en la hamaca traicionada por los toboganes de lo que tam-bién antes fueron plazas. Ya no importaba nada, aunque algo podría deshabitarla. Despedirla del precinto que la contuvo en su tierra, inerme y extraditada del membrete. Pero la única presunción de volver a mirar sus pómulos como un niño índigo que presagia los contiguos enlaces de las articulaciones hasta suprimir cierta quietud que parece trampa, era mi propia cadencia.
Las moscas revolotean sobre el mostrador y se despeja lo que no existe.
Ahora será ella la que regrese a casa a pesar de los infortunios merecedores de toda realidad y de las plagas que devoran ficciones.
Resta entrar por abajo, levantar el piso, despabi-larse y encontrar las llaves de la boletería para salpicar su boca pintada por donde salen cables de cielos, deshielos que pueden terminar salvando la entropía.

IV
Seremos la inflamación del revoque por donde surgen los ladrillos que marcan los huecos de las comi-suras simuladas por cierta divinidad pasajera y algo más que suponerla de paso, pero por las ventanas que esta vez nos miran, se multiplica la serpentina envuelta desde hace un beso en las alertas del techo, en las aletas del ventilador que también cuelga del miedo del hombro por levantarse y fingir la futilidad del párpado que se cierra y se abre según la intensidad de otros fotogramas.




[1] Historia de la filosofía moderna de Verneaux.

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